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Los indígenas embera, castigados por la guerra y las secuelas de la conquista española

El hedor a orina concentrado ahoga apenas entrar. Los dos finos halos de luz que se cuelan por las pocas ventanas destapiadas dejan entrever los restos de esos desechos. Solo hay un baño y la única agua es la que se cuela de la lluvia. Este bloque conocido como 'La Fortaleza' lo habitan ahora hacinados decenas de indígenas embera despojados de unas tierras por las que dejaron su sangre desde la llegada de los españoles. Los dueños de esas praderas andinas viven ahora en un zulo.

Unos 736 indígenas desplazados por el conflicto en Chocó y Risaralda malviven en los céntricos barrios de Santa Fe y San Bernardo, los más azotados por la violencia y el tráfico de drogas en Bogotá. Abandonados desde hace más de tres años sobreviven en la marginalidad y en unas precarias condiciones que les obligan incluso a lavar su ropa y cocinar con la misma agua que se filtra por el techo. La miseria les ha robado hasta la identidad, que dos bombillos parpadeantes han reducido a sombras. “No tenemos comida. No tenemos colchones. No tenemos trabajo”, lamenta Arnuvio Restrepo, uno de los líderes de la comuna, en un castellano casi incomprensible.

Si algo les permite preservar las raíces es su lengua nativa y las pulseras de chaquira, que se han vuelto ahora su principal sustento. Mientras introducen con minucia cada una de las diminutas pepitas coloridas por el hilo, las mujeres recuerdan la naturaleza que perdieron y recrean esas formas ancestrales.

Entre otras la de la serpiente, como las que, dicen, envió su dios Karagabí para repeler a los conquistadores durante la época colonial. Ellas mismas pasan hasta 16 horas al día vendiendo en la calle esas artesanías o mendigando para traer a casa los pocos ingresos que permitan costear el 'pagadías', el alquiler diario de cada habitación de cuatro por cuatro donde pueden vivir hasta diez personas.

“La mujer trabaja más que el hombre porque necesita más platica. Por eso, nosotras andamos en la calle con los niños hasta las 8 de la noche. La gente me pregunta por qué mendigamos y yo les digo que para conseguir una librita de arroz, o panela y, también, para pagar la habitación que cuesta 15 mil pesos diarios”, explica Olivia Cherichia, quien a sus 45 años parece mucho mayor por las secuelas que le ha dejado su lucha por sacar adelante a sus siete hijos y su nieto.

Las Farc asesinaron a su padre en 1996 por ser uno de los caciques que se opuso a colaborar con la guerrilla. Irrumpieron en su casa con fusiles. Desde entonces se ha desplazado en repetidas ocasiones por varias ciudades colombianas, como un 20% de la comunidad embera obligada a abandonar su hogar. La única similitud con su pasado nómada, ahora forzado por la guerra. “Antes de los españoles, vivíamos bien, teníamos de todo, comida, riqueza. Nos pintábamos la cara de oro”, rememora Olivia de sus antepasados iluminándose sus tímidos ojos.

Una persecución arraigada desde la conquista

Para el maestro de sabiduría de la Unesco 2009, Armando Wouriyu Valbuena, los criollos perpetuaron de los primeros españoles la persecución contra los indígenas. “Trataron de cambiar los linderos por medio de subnormales actos de despojos y desalojo de la tierra”, considera el historiador. Después, apunta, como luego los próceres “tropezaron” en resolver la cuestión. Tras una tregua en el siglo XIX donde funcionó la categorización de los indígenas, desde los noventa volvieron a revivir el acoso invasor, que ahora venía por parte de los grupos armados internos.

“En tres siglos de relación con la corona, el despojo, las masacres, los asesinatos selectivos o colectivos, la cristianización, la castellanización fueron el ejercicio político de exclusión económica social política y cultural. De 1991 hasta hoy los pueblos indígenas son los mayores desplazados y despojados de sus territorios ancestrales y aumenta cada vez más la desestructuración cultural”, explica a eldiario.es el historiador, secretario de la alta instancia especial étnica para el cumplimiento de los Acuerdos de Paz, que excluyeron las reivindicaciones históricas de esas comunidades indígenas. “Es un acuerdo de derrota ya que el modelo económico no cambió y la expansión latifundista siguió donde hay gran parte de los territorios ancestrales”, apunta Wouriyu.

Atrapados entre hormigón, en condiciones insalubres

La brillantez que traían los embera de sus montañas se diluyó en la indigencia del hormigón. En 'La Fortaleza' se acumula la basura y los restos de comida. Arnuvio cuenta que por esa insalubridad y falta de comida los niños padecen diarrea, vómito y sarna, pero todavía ninguna autoridad médica se ha hecho cargo de estos problemas.

Eso no impide a las decenas de niños que correteaban en paños menores por el edificio, meterse en un charco lleno de mugre en cuanto salen a la acera, ajenos a los drogadictos y proxenetas que los vigilan. “Es su forma de estar en contacto con la escasa naturaleza”, sonríe Olivia.

Para alimentar a duras penas a sus hijos, el yerno de Olivia tuvo que abandonar la escuela, pero le ha resultado imposible encontrar empleo en la capital. A sus 16 años, ni trabaja ni estudia. Dice que no hace nada. Entretanto, su mujer Olga sale junto a su madre a buscar dinero. “A los hombres les avergüenza pedir limosna. Le compro leche de la tienda porque no me sale suficiente. Si no, no puedo alimentarlo”, cuenta la joven de 15 años.

En otros casos, la necesidad es tan acuciante que terminan atrapados en redes de explotación. Las autoridades locales de Cartagena advirtieron hace dos años que “varias familias desplazadas del resguardo Emberá Katío estarían siendo forzadas a pedir limosna con niños en brazos a cambio de recibir hospedaje”. La nueva forma de esclavitud del siglo XXI que también han alertado la Fiscalía y otras ciudades como Medellín. En otros casos, según apunta a este diario Ángela Anzola, Alta Consejera para el Derecho de las Víctimas, “los propios padres utilizan a sus hijos para mendigar”, lo que considera no como “trabajo forzado” sino como “instrumentalizar al menor”.

Olga se desenvuelve la tela entre su escuálido cuerpo y negrísima melena para dejar a su recién nacida en el roñoso suelo, al lado de una pequeña estufa. Tuvo a su hijo en un hospital, como cuenta, porque en la ciudad escasean las parteras, quienes tradicionalmente traen al mundo a los embera.

La ablación, heredada de la época colonial

También son las encargadas de amputar el clítoris de las bebés. Hasta hace dos años Colombia era el único país de Latinoamérica donde se practicaba la ablación genital femenina, considerada una violación de los Derechos Humanos, y que las autoridades y ONG han dedicado grandes esfuerzos en erradicar. Desde entonces no se han producido más casos de muertes por desangramiento, aunque resulta complicado detectarlos por esconderse en un ámbito muy privado. Olivia y Olga prefieren no hablar del asunto por ese motivo. El ritual fue adoptado de los esclavos africanos traídos por los colonizadores.

Ya en la ciudad, los riesgos para las mujeres son otros. En medio de esa olla del narco y la prostitución, algunas jóvenes han llegado a vender sus cuerpos, como han aceptado miembros de la comunidad, aunque ese también sigue siendo un tema tabú. Al preguntarles, tanto Olivia como los hombres presentes cruzan sus miradas y guardan un silencio incómodo. La organización patriarcal, además, ha ahondado la brecha cultural entre hombres y mujeres. Mientras ellos gozan de una vida social, ellas siguen reducidas al ámbito doméstico más allá de la mendicidad en las calles. Mantienen sus faldas y bisutería tradicionales, el único broche de color en ese lúgubre agujero.

La mujer es la que mantiene viva la cultura frente a la discriminación de la sociedad. “Algunos niños han tenido problemas e incluso han sido golpeados por profesores. Dentro de la educación no se ha integrado el enfoque étnico y desconocerlo elimina su cultura”, asegura a eldiario.es Pilar Suárez, una de las pocas activistas dedicadas a esta causa.

Pone como ejemplo, los regaños de docentes contra niños que se niegan a comer papilla, que a ellos les parece plastilina en lugar de alimento, rehúsan quitarse sus vestimentas típicas o les exigen hablar en castellano. Imposiciones que recuerdan a la evangelización de la Iglesia católica a golpe de látigo.

Durante la visita del Papa Francisco a Colombia a comienzos de setiembre de este año, las autoridades prohibieron a los embera permanecer en las calles a modo de 'limpieza' ante su llegada. Olivia pasó hasta tres días tirada en el suelo con una hemorragia interna a la espera de una ambulancia que nunca llegó. La punta del iceberg de un de por sí difícil acceso a la salud que sufren estos indígenas, que ahora ni siquiera pueden preparar sus propios remedios caseros por la imposibilidad de encontrar en la ciudad los ingredientes necesarios de sus terrenos.

Las condiciones de extrema pobreza, la pérdida de costumbres, la permanente opresión de su pensamiento y sus constantes éxodos, los arroja al borde de la extinción física y cultural, tal y como declaró la Corte Constitucional. “Su desintegración cultural es la forma como los seguimos matando”, resume Suárez.

Sin embargo, el apoyo institucional y las ayudas humanitarias siguen siendo nulas, o en muchos casos absorbidas por la corrupción. “El Gobierno no nos está ayudando y las entidades se han robado la plata. No nos ayudan en nada”, reclaman Olivia y Arnuvio. Al contrario, denuncian que la Policía les hace retirar sus puestos ambulantes y los funcionarios del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) les recriminan por mendigar con sus bebés a cuestas, a quienes no tienen dónde dejar.

Discriminados por un sistema sin enfoque étnico

La Alta Consejera para las Víctimas, Ángela Anzola, admite que las instituciones no están preparadas para una atención acorde a la diversidad étnica: “Cuando uno retira un menor en el ICBF, la entidad no está pensada para niños indígenas”.

Los esfuerzos políticos se centran en el ámbito territorial. En su lugar de origen, el gobierno definió un área como resguardo, frecuentemente violada por grupos armados, y que su resultado fue coartar su tradición nómada acorralando su desarrollo económico y cultural. Anzola reconoce a eldiario.es el “complejo caso” para atender a los embera y, añade, pese a “haber un sentido de urgencia muy grande, no se pueden tomar soluciones rápidas”.

El próximo jueves 19 se entregará a las entidades la caracterización, esta vez más precisa que la del siglo XIX pero con el mismo trasfondo, para abrir una mesa para comenzar el retorno de las comunidades indígenas. Sin embargo, subraya Anzola, “su relación ancestral se interrumpió en la ciudad, y muchos de los que han vivido mucho tiempo en la urbe ya no los quieren aceptar en sus territorios”. Una distanciamiento que dificulta todavía más la vuelta a sus territorios.

Nuevos riesgos de volver a su territorio

La mayoría de los embera no puede regresar, según ellos mismos, porque recientemente se ha reavivado la amenaza de nuevas bandas criminales que están ocupando el espacio que las Farc abandonaron con su desmovilización.

En su lugar de origen, el gobierno definió un área como resguardo, frecuentemente violada por grupos armados, y que su resultado fue coartar su tradición nómada acorralando su desarrollo económico y cultural.

Sin embargo, es allí, en su tirra donde se encuentra su forma de supervivencia. “Si me falta algo, lo agarro de mi huerta, allá no se pasa hambre”, concluye Olivia sobre una solución aparentemente simple. Ahora sufre porque van a demoler su chabola en Bogotá, donde su comunidad permanece en un limbo.

“Se mantiene el mismo esquema de la colonia”

Ni en la ciudad ni en el campo están a salvo. “En las zonas rurales se mantiene el mismo esquema de la colonia, las encomiendas les expropiaron sus tierras y los hicieron esclavos y esas condiciones no cambiaron con la independencia. Ahora, el sistema actual es el mismo. Los terratenientes, dueños de grandes posesiones de tierras, han resuelto quedarse con las tierra de los indígenas, ya no les basta con lo que les quitaron”, afirma el historiador Enrique Santos Molano sobre un perenne hostigamiento que se traduce en la vulnerabilidad y explotación heredada de la época colonial.

“Aquella era una esclavitud no declarada pero en la realidad sí lo era. Los obligaban a trabajar a los encomenderos sin ninguna remuneración. Ahora los están desplazando a las ciudades en ese cordón de miseria y en la ciudades son discriminados eso crea una situación de malestares o recae en conflictos sociales e injusticias, como la persecución o los asesinatos, las desapariciones las estamos viendo casi que a diario, no solo en Colombia sino en toda América Latina”, reflexiona Santos Molano.

“Nadie les atiende sus reclamos porque son ciudadanos tratados como si fueran ciudadanos de tercera (...) Como parte de la pauperización de los indígenas tienen consecuencia en la explotación económica, en la mendicidad, en unas condiciones precarias e indignantes.”, apunta el historiador, para quien el ‘Día de la Raza’, como se celebra en Colombia el 12 de octubre, “en realidad no festeja la raza indígena, sino la española, porque los indígenas en todo el continente están en una situación tan grave como cuando llegaron los conquistadores”.

Desde hace medio milenio arrastran muchos de los lastres del desembarco de los españoles en Latinoamérica. Y pese a la marginalidad, empobrecimiento y discriminación, todavía hablan de resistencia. Quizá, a la espera de que Karagabí mande de nuevo a égoro (su tierra) un puñado más abundante de serpientes o truenos para protegerlos.