Aunque muchas familias afectadas celebran la nueva instrucción del Gobierno que obliga a reingresar en el sistema de acogida a los refugiados devueltos a España en base al Reglamento de Dublín, los cambios llegan a cuentagotas. La espera continúa para varias familias refugiadas sirias que viven hacinadas en un centro de emergencias municipal, gestionado por el Samur Social. Pero los niños ya han ganado una batalla.
El pasado octubre, Shaima se derrumbaba cuando desmenuzaba las dificultades de su estancia en España, pero especialmente cuando contaba que sus hijos no iban al colegio. Hasta ahora. Los 15 niños y niñas, de edades comprendidas entre los tres y 17 años –incluido un menor con parálisis cerebral–, han vuelto a las aulas.
Lo han hecho por el empeño de las propias familias y de vecinos de la ciudad que han acompañado en los trámites burocráticos para que los críos accedan a la escuela, un espacio de aprendizaje y también de inclusión. “Está muy bien, está feliz, ya entiende mucho español”, dice orgulloso Amer, padre de una niña de seis años.
Mamen forma parte del colectivo Red Solidaria de Acogida, que ha estado cerca de estas familias para conseguir la escolarización de los pequeños. “Es un trámite muy sencillo, pero requiere un mínimo de información y acompañamiento”, dos requisitos que, según explica esta mujer, no se han aportado desde “ninguna de las administraciones”. Por otro lado, valora “la buena disposición de la comisión de escolarización y de los propios centros, que han facilitado al máximo” la inclusión de los menores, así como el apoyo de otras pequeñas asociaciones como Olvidados, que se está haciendo cargo de algunos gastos de comedor.
“Aunque llevan muchos meses viviendo en ese centro, es un dispositivo de emergencia, por lo que el Ayuntamiento no les permite empadronarse ahí; lo que a su vez les impide el acceso a los servicios sociales para cualquier tipo de ayuda”, lamenta Mamen al explicar la batalla que supone para estas familias conseguir recursos básicos –pero aún pendientes–, como uniformes, material escolar o tarjetas de transporte.
Una escuela ciudadana
Desde noviembre, cada día alrededor de las 10 de la mañana, el timbre de la Parroquia San Carlos Borromeo sonaba sin parar ante la llegada de Luciano, Alejandro, Oscar, Oriana, Alejandra, Kleider... Son niños, niñas y adolescentes que llegaron a España huyendo de Colombia, Nicaragua, El Salvador o Venezuela, y que han vivido en primera persona las dificultades para acceder al sistema de asilo en España, como tener que hacer noche en la calle y esperar largas filas para solicitar cita previa.
Traen consigo una mochila cargada de responsabilidades, temor y experiencias del exilio que ahora quieren cambiar por libros y futuro. Un reto que han cumplido durante los últimos dos meses gracias a las clases que se pusieron en marcha desde la parroquia madrileña, mientras esperaban junto a sus familias para acceder a los recursos de acogida, que les permita reanudar sus vidas en este lado del océano.
“Un amigo nos comentó que había muchos niños solicitantes de asilo desatendidos, para los que había que buscar alguna forma de escolarizarlos y, sobre todo, de que no pierdan hábitos y que se sientan que siguen funcionando”, cuenta Alfonso, profesor jubilado de Madrid, sobre el origen de esta particular escuela que ha funcionado al calor de la ciudadanía y que el pasado jueves 17 de enero cerró sus puertas, debido a que los alumnos ya han sido escolarizados o derivados a programas de protección internacional.
“Esto me parece un reto precioso. Vengo nerviosa perdida, como a principio de curso”, confesaba Carmen, también profesora jubilada que ha dedicado voluntariamente sus mañanas a estos menores. Clara, la más joven de las maestras, destacaba el deseo constante de sus alumnos y alumnas por “compartir todo lo que han vivido y desahogarse”. “Tienen muchísimas ganas de aprender de todo, de Matemáticas, Geografía, Artes...”, indica la profesora.
En los primeros días de clase, mientras en una sala los más pequeños escribían sus nombres en una pegatina y compartían en voz alta “las tres cosas que más les gusta hacer”, en la otra habitación, los mayores hacían un collage para plasmar “las cosas que nos provocan estrés”.
Alejandro, de 16 años, bromeaba con sus compañeros, se mostraba contento. Su expresión poco tenía que ver con la que arrastraba cuando compartía para este medio el motivo de su huida y describía el escalofrío que sintió a punta de pistola, cuando la Mara le reclamaba en su país, El Salvador. En su rostro cobran sentido aquellas palabras que pronunció la Premio Nobel de la Paz, Malala Yousafzai: “Un niño, un profesor, un lápiz y un libro pueden cambiar el mundo”. Un canto al derecho a la educación que aspira a ser infranqueable pero que, también en ciudades como Madrid, encuentra trabas para hacerse realidad.
-
(*) Por petición expresa de protección de anonimato, algunas personas son citadas bajo seudónimo.