Junto a la carretera que lleva del pequeño pueblo de Kanjiža, en el norte de Serbia, a la frontera con Hungría, un amplio grupo de refugiados sirios se acaba de sentar a descansar. Es martes por la noche, y unas cuarenta personas forman el grupo: mujeres, niños, jóvenes, un anciano. Tomándose al fin un respiro del sol, están arrancando unas ciruelas no muy maduras de un árbol cercano y mirando sus móviles, en los que han guardado las indicaciones de la ruta más rápida y segura hacia la frontera.
Es, por supuesto, solo uno de los numerosos grupos que hacen sus últimos esfuerzos para llegar a la Unión Europea. En las llanuras junto al tranquilo río Tisa, donde nos unimos al grupo, la vida se desenvuelve a un ritmo decididamente lento. Muchos de los residentes se han acostumbrado desde hace tiempo al eterno desfile de sufrimiento humano. En los últimos meses, Serbia se ha convertido en otra parada en el camino de una tragedia humana que apenas se puede describir con palabras. No es exagerado decir que este será con seguridad uno de los principales problemas humanitarios del siglo XXI.
Decisión
“Nos quedan unos ocho kilómetros hasta llegar a la frontera. Si todo sale bien, estaremos allí en dos horas y media. No podemos ir muy deprisa, tendremos que hacer algunas paradas para que nuestras mujeres y niños puedan descansar. Muchos de nosotros estamos totalmente exhaustos. Hemos estado viajando durante semanas, algunos durante meses”, relata uno de los hombres mientras caminamos juntos.
Cuenta que se llama Rami. Tiene 27 años y viene del noroeste de Siria, de la ciudad de Raqqa, la capital del autoproclamado califato y del Estado Islámico. Huyó de la ciudad en cuanto fue tomada por los miembros de la milicia radical suní. Asegura que no tuvo elección. Le habían dicho que su nombre estaba en la lista de la muerte. Durante los primeros meses del conflicto sirio había trabajado como periodista y había decidido ayudar a uno de sus colegas americanos. Uno de los principales periódicos internacionales le había expedido un carné de prensa.
Eso no era algo que Estado Islámico fuera a perdonar fácilmente.
“Dio igual que viniera de una de las familias más poderosas de Raqqa. Si me hubiera quedado, sin duda me habrían matado, sin preguntas. Lo peor era que mis propios primos habían salido a buscarme también. Casi todos ellos se habían integrado en Estado Islámico. Casi todo el mundo en Raqqa se había pasado a su lado, por eso son tan fuertes... Raqqa será siempre su territorio. Por eso no había nadie que pudiera protegerme”, continúa Rami mientras caminamos exhaustos por una polvorienta carretera local.
Su primer destino fue Turquía, donde tuvo que quedarse más tiempo del que en principio había planeado porque le robaron en Estambul. Le llevó mucho tiempo ganar el suficiente dinero para seguir con su ruta. Tan pronto como pudo, salió hacia la costa turca. Mientras tanto, se enteró de que mataron a su padre y de que su hermano, que también había rechazado unirse a Estado Islámico, fue herido gravemente mientras luchaba contra las fuerzas del Gobierno sirio.
En el puerto turco de Bodrum, uno de los nodos clave de tráfico de personas en la región, Rami conoció a los otros miembros del grupo con el que viaja. Hace dos meses de eso. Desde entonces, nunca se han separado.
Mientras caminamos, Ali, de 28 años, se suma a nuestra conversación. Es ingeniero civil y viene de Azaz, un pueblo cercano a la frontera entre Siria y Turquía que ha visto arduos conflictos entre varios grupos insurgentes después de que las bombas del Gobierno lo arrasaran casi por completo. “En Turquía, los traficantes nos robaron en dos ocasiones, y también tuvimos muchos problemas con la Policía”, cuenta. “Viajamos a la isla griega de Kos en un bote inflable. Era un barco muy pequeño, pero de alguna forma conseguimos que todos los que veis aquí entraran. Parece increíble que sobreviviéramos. Al menos la mitad de estas personas no saben nadar. Si el barco hubiera volcado, todos habríamos muerto. ¡Era horrible, simplemente horrible!”, continúa.
Una odisea moderna
Después de llegar a Kos, donde el reciente aumento de las llegadas de refugiados ha sumido a la sociedad en un estado de caos, el grupo de sirios cogió un ferry a Atenas. Cada día, cientos de refugiados e inmigrantes llegan a la capital griega. Las autoridades del país, enredadas en innumerables frentes interiores y exteriores, prácticamente han dejado de enfrentarse al problema. Su solución es simplemente dejar la puerta bien abierta. No fue una sorpresa que los refugiados pronto se dirigiesen a las fronteras con Macedonia y Bulgaria. Ha empezado a ganar protagonismo una nueva ruta hacia la Unión Europea, desde Macedonia hasta Hungría pasando por Serbia.
Hace tres semanas, Hungría comenzó a construir un muro de 175 kilómetros de longitud. Su objetivo es básicamente poner una barrera a la afluencia de refugiados e inmigrantes. Hasta el momento, los húngaros no han tenido mucho éxito. En los días que estamos pasando a ambos lados de la frontera, vemos que ocurre más bien lo contrario. El inicio del proyecto de megaconstrucción solo sirvió para acelerar el flujo migratorio. Especialmente en Macedonia y Serbia, donde las autoridades comprenden muy bien lo que puede implicar el levantamiento de un muro como ese.
Más que un obstáculo real para la llegada de refugiados, el muro es una clara declaración de intenciones del Gobierno de Orban.
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“Hicimos a pie buena parte de nuestra travesía por Grecia y Macedonia. Fue horrible: hacía calor y teníamos tanta hambre y sed... La gente de allí se desentendía de nosotros”, me cuenta Ali. “En algún lugar de Macedonia, donde la Policía nos solía tratar bastante mal, nos hacinaron en unos autobuses que nos llevaron a la frontera con Serbia. Toda la región estaba llena de refugiados. Después caminamos durante unos días más, hasta que nos metieron en otro bus y nos llevaron a Belgrado. Nos quedamos allí tres días. Dormimos todos en el parque. Belgrado también está lleno de refugiados. Pero en realidad eso era bueno para nosotros, porque conseguimos toda la información que necesitábamos sobre cómo cruzar la frontera húngara con seguridad”, relata Ali con tranquilidad, como si estuviera describiendo un bonito paisaje marítimo.
En Belgrado, el grupo de refugiados se enteró de que hay varias maneras viables de llegar a Hungría. La primera opción es lo que llaman la travesía 'sin ayuda': viajar solos. La ruta está definida con claridad y hay un montón de información útil sobre cómo maximizar las oportunidades... Pero, como la situación en la frontera es tan impredecible, se considera la opción más arriesgada.
La alternativa es confiar tu destino a los profesionales, los traficantes de personas que organizan el viaje de las ciudades del norte de Vojvodina (como Subotica, Kanjiža y Horgoš) a Hungría y, después, hasta Austria y Alemania. Se puede incluso coger un taxi desde la frontera con Hungría directamente a Viena, que, según nuestras fuentes, costaría 400 euros. El paquete completo para llegar desde Serbia hasta Austria cuesta en torno a 1.500 euros.
Para los refugiados sirios, el coste de todas las opciones disponibles es aproximadamente el triple que para el resto. Los traficantes los consideran mucho más ricos que, por ejemplo, a los afganos. Para entender realmente su situación, hay que tener en cuenta que están siempre corriendo un gran riesgo de ser arrestados y que muchos han gastado ya la mayor parte de sus ahorros para llegar a Serbia. Buena parte de ellos han sido asaltados por delincuentes locales, por otros refugiados o incluso por la Policía. Por desgracia, no parece haber mucha solidaridad entre unos refugiados y otros, entre los sirios y los afganos, por ejemplo. Más bien lo contrario.
En Serbia, y en toda la zona, el sector del tráfico de personas ha supuesto un boom para la economía local. La infraestructura básica es simple, los beneficios son enormes y el riesgo es casi inexistente. Especialmente si los traficantes han hecho antes sus deberes y han efectuado las correspondientes gestiones con la Policía y las autoridades, que apoyan abiertamente la idea de que los refugiados crucen y salgan de Serbia lo más pronto posible.
Una vez que sales al terreno y ves cómo funcionan las cosas, difícilmente podría ser más obvio hacia dónde sopla el viento.
“En Alemania seguro que nos ayudarán. Somos refugiados, venimos de Siria...”
En cuanto empezó la guerra, Ali perdió su trabajo en una empresa privada, pero decidió aguantar en Azaz. En el verano de 2012, el Ejército Libre Sirio tomó el control de la ciudad durante un tiempo y después cayó en manos de los extremistas islámicos. De un momento a otro, el sueño de la revolución siria no era más que un recuerdo trágico. Lo que comenzó como una insurgencia contra el régimen en el poder degeneró en una guerra civil brutal. Cantidades innumerables de personas empezaron a huir del país devastado.
“Me alegro de no estar casado y de no tener hijos. Así es mucho más fácil para mí”, explica Ali mientras seguimos hacia el pequeño pueblo de Mortanoš, el último asentamiento significativo antes de llegar a la frontera húngara. “La mayoría de mi familia huyó a Turquía y decidió quedarse allí. Sin embargo, yo soy joven y tengo buena formación. Voy a hacer todo lo que pueda para conseguir un trabajo y poder hacerme cargo de mis padres. Ahora mismo, ese es mi único objetivo. Quiero ir a Alemania. Si conseguimos llegar a Hungría sin que nos cojan, las cosas serán mucho más fáciles. En Alemania seguro que nos dejarán entrar y nos ayudarán, al fin y al cabo somos refugiados, venimos de Siria...”.
Como la mayoría de los miembros de este pequeño grupo, Ali se muestra cada vez más contento a medida que se acerca a la frontera. Cuando entramos en Mortanoš, el grupo completo decide descansar. Las mujeres se sientan en la hierba, los niños están visiblemente cansados. Los hombres se ponen a debatir la mejor ruta para esta fase final del cruce de Serbia. Los ciruelos del lugar se quedan rápido sin frutas y el cielo se oscurece por momentos. Los refugiados saben muy bien que se están acercando a la parte crítica de la travesía. Poco más de cuatro kilómetros los separan de la Unión Europea. Una brisa apacible acaricia los valles de Panonia.
“¿Qué podemos hacer? Como cualquier persona en cualquier sitio, solo tenemos un deseo: vivir en paz. Estar seguros. ¡Mira qué encantador es este sitio! Tan pacífico y tranquilo... Hay árboles frutales por todas partes. La gente nos deja en paz y hay un montón de agua. Podría vivir aquí sin lugar a dudas. ¿Sabes? Esto parece un paraíso de mis sueños...”, dice Rami. Se está dejando llevar, pero ¿quién puede culparle? Con cada kilómetro es menos un showman buscando la atención y más un niño emocionado.
Decencia humana básica
Hacia la salida del pueblo, un anciano de aspecto feliz se acerca a los refugiados y les ofrece agua de la manguera de su garaje. Los sirios están visiblemente confundidos. A medida que se oyen más los ladridos de los perros en el pueblo, siguen intercambiando miradas. Los últimos años les han hecho olvidar cómo es la decencia humana. Para ellos, se ha convertido en la excepción que confirma la regla.
Después de un momento, uno de los refugiados da al anciano serbio una botella de plástico vacía. Los demás hacen poco a poco lo mismo. Sonrisas tímidas pero profundamente agradecidas van cubriendo sus rostros mientras el anciano utiliza una mano para llenar las botellas y otra para espantar a los mosquitos.
“Tenéis que seguir el río”, les indica el nativo hospitalario en lugar de decirles adiós. Prosigue: “Pero no por arriba por las laderas; debéis ir tan abajo como podáis. Si no, la Policía os puede ver. Aunque no los he visto hoy por aquí. La frontera no está muy lejos de este lugar. Muchos otros grupos han pasado por aquí hoy antes de vosotros. Coged más ciruelas. Pero tenéis que tener mucho cuidado, ¿vale? ¡Suerte!”
Es muy fácil perder la fe en la humanidad. Es infinitamente más difícil recuperarla.
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Pronto reemprendemos el camino. Un cierto silencio está cayendo sobre el grupo. Cuanto más nos acercamos a la frontera, más se apiñan los refugiados instintivamente. Uno de los hombres coge a su hija de tres años y se la sube a los hombros. Al anciano del grupo le está faltando visiblemente el aliento, pero, con la ayuda de un robusto palo de madera, es capaz de seguir el ritmo del resto. Uno de los refugiados saca una copia raída del Corán y empieza a rezar. El sol se está escondiendo lentamente en el horizonte. A nuestra derecha, se ve un trozo de bosque denso y cenagoso y el río Tisa. A nuestra izquierda, hay una pradera cubierta de paja, unos pocos asentamientos distantes y el camino que lleva al cruce oficial de la frontera y más allá, hacia Subotica. La luz se va desvaneciendo mientras caminamos con el sonido de fondo de los perros ladrando en la distancia. A cada momento vemos cigüeñas aterrizando en los campos cercanos. Para este grupo de migrantes, todo esto son escenas de tranquilidad, como si estuvieran en Xanadú. Una perfecta ilusión.
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“Sinceramente, no tengo ni idea de dónde estamos. Espero que vayamos por el buen camino. Tenemos que darnos prisa. Debemos llegar a Hungría esta noche. Una vez que crucemos la frontera tenemos que evitar que nos pille la Policía. Si eso ocurre, ¡podríamos perder varias semanas! Nuestro grupo se rompería”, me explica Rami en voz cada vez más baja. “¡También tenemos que evitar que nos tomen las huellas dactilares! Eso implicaría que, incluso cuando lleguemos a Alemania, podrían mandarnos de vuelta a Hungría en cualquier momento. Nadie quiere quedarse en Hungría. Personalmente, preferiría quedarme en Serbia porque la gente es más agradable con nosotros ahí. En cualquier otro lugar, nos tratan como a delincuentes. Y hemos oído que los húngaros son quienes peor tratan a la gente como nosotros”, detalla.
Cuenta que está ansioso por encontrar un trabajo en Europa. Cualquier tipo de trabajo, siempre que le permita vivir en paz y seguridad. Ali, el ingeniero de ojos azules, se siente igual. Ambos se han desprendido de la ferocidad de la guerra. Todo lo que quieren es que la gente de su nuevo hogar muestre un poco de comprensión.
Los miembros del grupo no tienen muy claro dónde tienen que desviarse hacia el bosque para que la Policía no los pille. La propia frontera no está muy bien señalizada, en algunos lugares no hay ningún tipo de marca. Por eso el grupo decide limitarse a seguir las huellas que han dejado sus predecesores. Un rastro de objetos descartados, les guía. En el momento exacto en que sus dudas sobre si han elegido la ruta correcta se están volviendo críticas, dos ciclistas del lugar pasan a su lado, por un terraplén cercano. Abren sus mochilas, distribuyen varias botellas de agua entre los refugiados (“¡Son para los niños!”) y les dan la información vital de que la frontera está solo a diez minutos a pie.
“Simplemente, seguid el curso del río. ¡No hemos visto ningún policía!”, dice uno de los ciclistas para animarlos.
La guardia fronteriza húngara
Continuamos. En la distancia vemos la rampa que señala la zona fronteriza en la que cualquier movimiento está estrictamente prohibido. Un duro anochecer está cayendo sobre nosotros; la ansiedad inunda las caras de los refugiados. Los mosquitos están en plena fuerza. Las mujeres deliberan entre ellas y deciden que los niños se pongan una capa más de ropa. Los hombres –muchos de ellos huyeron de su país hacia otro continente con solo una pequeña mochila de deporte sobre los hombros– están dando los últimos retoques a la estrategia del grupo. Muchos de sus teléfonos móviles están empezando a fallar.
Cruzamos la oscura frontera entre Serbia y Hungría en absoluto silencio. El grupo solo se detiene unos pasos después del primer mojón húngaro.
Rami pone en el suelo su mochila y emprende una misión de reconocimiento. Detecta una patrulla fronteriza a unos cien metros. Puede identificar un coche y cuatro policías interrogando a un pequeño grupo de refugiados. A su lado hay dos aseos portátiles como una especie de espejismo. ¿Actuar como de costumbre? Está claro que los cuatro agentes húngaros no serían capaces de parar a nuestro grupo de refugiados. Habíamos oído que los controles fronterizos se convierten a menudo en 'un ojo ciego'. A pesar de que el Gobierno ha emprendido el enorme proyecto antihumanitario al levantar el muro, por lo que vemos en estos días, los policías húngaros en general tratan a los refugiados con justicia e incluso respeto. Aunque, por supuesto, esto no es algo en lo que se pueda confiar demasiado.
El momento decisivo se está acercando. La ansiedad e incluso el puro miedo están volviendo a las caras de los refugiados. Durante mucho tiempo han aprendido que la combinación de fronteras y uniformes puede ser una cuestión de vida o muerte para ellos. El temor en sus caras es un simple reflejo, y en situaciones como esa, la razón siempre se esconde detrás. La noche ha caído, pero la luna ilumina despiadadamente las caras exhaustas.
Los refugiados se deslizan rápidamente hacia un bosque cercano, de donde se pueden oír claras señales de vida. Nuestro grupo de refugiados no es el único que se prepara para el último empujón hacia el corazón de Europa. Ahora estamos en territorio húngaro. Todo lo que los refugiados tienen que hacer para completar esta fase crucial en su larga travesía es escapar de la patrulla. Los niños comen unas galletas y unas ciruelas de las mochilas de sus madres. El resto bebe un poco de agua. Todos esperan a la señal de Rami.
Nos despedimos de ellos.