Los saltos en la valla de Melilla, antes numerosos, se han convertido en tímidas intentonas esporádicas que protagonizan unas pocas decenas de recién llegados, los que todavía no llevan la marca de muchas cicatrices de punta de bota y golpe de bastón.
El experimento de dejar que un país externo a la Unión Europea, como Turquía, se encargue de gestionar la entrada a Europa de inmigrantes y refugiados no es nuevo. El cristal con el que los 28 socios miran a Turquía está hecho en Rabat, envuelto en Madrid, y lleva el sello de calidad de la tan publicitada colaboración en materia de inmigración entre Marruecos y España. El plan está teniendo éxito y funciona así: España y Europa ofrecen a Marruecos beneficios y apoyo político y, a cambio, Marruecos evita por todos los medios que los inmigrantes crucen las fronteras de Ceuta, Melilla y el Estrecho.
Por todos los medios significa, para los inmigrantes y posibles candidatos a refugiados que intentan cruzar la frontera, una vulneración sistemática de sus derechos, según han denunciado organizaciones como Amnistía Internacional, Human Rights Watch, Prodein, Caminando Fronteras, GADEM o la AMDH (Asociación Marroquí de Derechos Humanos).
Desde hace un año, el norte de Marruecos está vetado para cualquier inmigrante sin tarjeta de residencia. En cualquier momento, en una calle de Tánger, por ejemplo, un inmigrante sin papeles se expone a un viaje sin billete de vuelta en un furgón policial a alguna ciudad del sur a 900 kilómetros de la frontera. Si intenta saltar una valla, el billete es, en muchos casos, el de entrada al hospital.
La consigna ha sido vaciar el norte cueste lo que cueste. Desde el fin del proceso de regularización a finales de 2014 en el que Marruecos dio tarjeta de residencia válida durante un año a casi 20.000 extranjeros, comenzó la persecución de todo aquel que se acercaba a una valla, acampaba en un monte o intentaba hacer pie sobre una patera.
Las fuerzas de seguridad marroquíes comenzaron quemando los campamentos del Gurugú, frente a Melilla. Después, el barrio tangerino de Boukhalef fue desalojado en un despliegue policial sin precedentes. Durante la operación, murió un joven de Costa de Marfil. Más tarde, los bosques cercanos a Ceuta se llenaron de uniformes verdes de las Fuerzas Auxiliares persiguiendo a los inmigrantes. Dos de ellos murieron asfixiados en noviembre en una de las redadas.
El resultado es que desde Navidad no se registra un intento de entrada significativo en Ceuta. Los saltos en la valla de Melilla, antes numerosos, se han convertido en tímidas intentonas esporádicas que protagonizan unas pocas decenas de recién llegados, los que todavía no llevan la marca de muchas cicatrices de punta de bota y golpe de bastón. En el CETI (Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes) de Melilla, que llegó a albergar a más de 1.500 personas, no duermen ya más de 500. Las salidas de inmigrantes desde Melilla a la Península ya no son semanales, sino bimensuales. Estos son los resultados contantes y sonantes. Las consecuencias se cuentan algo menos.
Se cierran rutas, se abren otras
Una de estas consecuencias es la apertura de nuevas rutas migratorias, con frecuencia más peligrosas aún. Algunos de los miles de inmigrantes que vivían en Tánger, Boukhlaef y Mesnana, abandonaron estos barrios y emprendieron en octubre la ruta hacia Libia para intentar cruzar desde allí. Otros han decidido no regresar del sur al que fueron trasladados forzosamente. En El Aiún se ha establecido ya una pequeña comunidad de inmigrantes que aspiran a reunir algo de dinero para embarcarse en una barca rumbo a Canarias. A más kilómetros, más riesgo.
Desde las costas de Alhucemas, con la llegada del buen tiempo en las últimas semanas, ha aumentado el número de embarcaciones con destino a las costas andaluzas. Una de ellas lleva desaparecida dos semanas en el Mar de Alborán. En ella viajaban mujeres y niños.
En el norte, en los bosques de Bel Younech junto a Ceuta, la situación para las apenas 50 personas que se esconden esperando una oportunidad se ha vuelto insostenible. Hace dos semanas el arzobispo de Tánger, Santiago Agrelo, denunciaba en una carta abierta el trato inhumano que les dan las fuerzas de seguridad marroquíes. La Delegación de Migraciones del Arzobispado se acercó a llevarles comida y al día siguiente los inmigrantes le llamaron denunciando que los paramilitares se les acercaron no para impedirles una intentona, sino para robarles los alimentos.
Agrelo escribió entonces: “¿Qué dirían ustedes de una sociedad que persiguiese a hombres, mujeres y niños vulnerables e indefensos, a los que leyes inicuas han hecho ilegales, irregulares, clandestinos, los acosase como si fuesen alimañas, los persiguiera como si fuesen criminales, los golpease como no se permitiría hacer con los animales, y los cercase para rendirlos por hambre?”.
El episodio se produjo poco tiempo después de la expulsión de Marruecos del padre Esteban Velázquez, responsable en Nador de la Delegación de Migraciones. Velázquez había denunciado en varias ocasiones la vulneración de derechos por parte de España y Marruecos a ambos lados de la frontera. Es muy probable que no pueda volver a poner un pie en Marruecos, y no ha sido el único.
ONG “expulsadas” del terreno
Amnistía Internacional, que en sus informes ha denunciado -entre otros asuntos espinosos como la tortura- el maltrato a los inmigrantes en suelo marroquí, lleva 17 meses sin poder trabajar sobre el terreno en el país. Human Rights Watch ha corrido la misma suerte. Ambas están acusadas por las autoridades marroquíes de elaborar informes parciales y de no tener en cuenta los avances de Rabat en materia de derechos humanos. Ninguna voz europea se ha alzado en público contra estas actuaciones atribuidas a las autoridades marroquíes.
Desde que se legalizaron las devoluciones en caliente, el Gobierno español ha venido repitiendo que los inmigrantes que deseen solicitar asilo pueden hacerlo en las oficinas instaladas en Melilla a tal efecto. Este derecho no se contempla para los inmigrantes subsaharianos, ya que las fuerzas de seguridad marroquíes les impiden cruzar la frontera.
Hay quien lo intenta en la oficina de ACNUR en Rabat, pero muchas veces no cuentan siquiera con el dinero para desplazarse para hacer las entrevistas a tiempo o bien no quieren obtener el estatuto de refugiado en Marruecos porque aspiran a llegar a un país europeo donde esperan obtener más protección y mejor acogida. Algunos refugiados de países africanos siguen teniendo problemas para llevar a sus hijos a una escuela marroquí, porque temen que sean discriminados por el color de su piel. El resultado son cientos de niños sin escolarizar y con pocas posibilidades de integrarse.
De las secuelas psicológicas para inmigrantes y refugiados en Marruecos apenas se habla, pero no son menos importantes. Hay personas que han visto morir a sus amigos en el agua o en el monte y no pueden dormir. Otros han sido perseguidos por sus vecinos o viven escondidos por miedo a que la policía les traslade al sur. Los que se han visto alejados de las fronteras se ven obligados a vivir de la mendicidad o de la prostitución. De momento, las autoridades marroquíes no les molestan en ciudades como Rabat, Fez o Meknés en las que se han instalado, pero el estado de precariedad permanente les hace vivir una existencia sin futuro, un día a día que siempre es provisional.