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Masacre en Amazonia: cómo el jefe de un pueblo indígena se convirtió en el rostro visible de una atrocidad

Indígenas Cinta Larga en una imagen de archivo.

Alex Cuadros

14 de diciembre de 2024 22:15 h

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En el juzgado federal de Vilhena, al sur de la cuenca del Amazonas, Nacoça Pio Cinta Larga camina cojeando hacia el banquillo, y se apoya en una mesa para sentarse. Bajo el frío del aire acondicionado y el resplandor de las luces fluorescentes de la sala, su corona de plumas negras y marrones tiembla con cada paso, además de ser el único recordatorio de la selva situada a lo lejos de las paredes pintadas de blanco. Una bandera brasileña cuelga lánguida en una esquina, con el lema nacional, “Orden y progreso”, oculto entre sus pliegues. “La fiscalía alega que, el 7 de abril de 2004, hacia las 11 de la mañana, en el Barranco de la Tranquilidad, usted, señor, junto con otros miembros de su tribu, acabó con la vida de varios buscadores de oro”, comienza el juez Rafael Slomp.

Pálido incluso para ser un hombre blanco, Slomp lleva una camisa rosa abotonada bajo la toga. Luce una perilla inmaculadamente recortada y su tono resulta monótono, carente de emoción; totalmente inadecuado para los crímenes que está describiendo. Enumera 29 víctimas, 12 de las cuales nunca fueron identificadas: “Una masacre”. Afirma que las víctimas, con las manos atadas, no habían podido defenderse, un factor agravante. “La acusación también alega un móvil básico”, prosigue. “Que las personas indígenas que cometieron estos actos querían impedir que nadie más extrajera diamantes en sus tierras”. Codicia, en otras palabras. Pio observa a Slomp a través de unas gafas con montura de metal. Su párpado derecho está caído, ocultando a medias una prótesis ocular. Para cualquiera que observara ese día de noviembre de 2023, era difícil imaginar que esta figura frágil y diminuta pudiera ser, como decía la Policía Federal de Brasil, “el principal instigador [que] controla toda la actividad minera ilegal dentro de la Reserva Indígena de Roosevelt”. 

La Reserva Roosevelt es una zona que, según algunas estimaciones, genera cerca de 20 millones de euros mensuales en piedras preciosas, y que es frecuentada por contrabandistas de Amberes, Tel Aviv y el distrito de diamantes de Nueva York. Los medios de comunicación habían presentado a Pío como el “barón del mercado de diamantes”, y, según algunas leyendas, poseía tres mansiones y una flota de camiones importados y conducidos por chóferes blancos uniformados.

Lo más chocante es que, tan solo una generación atrás, su pueblo, Cinta Larga, no tenía noción alguna del dinero, y mucho menos de las piedras preciosas. El Amazonas es la mayor selva tropical del mundo, y su hogar había sido antaño tan remoto y difícil de penetrar, que las primeras expediciones occidentales para cartografiar sus ríos tuvieron lugar en la década de 1910, en la que participó nada menos que Theodore Roosevelt. Sin embargo, hubo que esperar hasta 1960 para que la primera autopista la atravesara, trayendo consigo una avalancha de colonos y buscadores de fortuna: rancheros, caucheros y buscadores de oro.

En un país donde en el último siglo se han llevado a cabo contactos con decenas de grupos indígenas que hasta ese momento vivían apartados, la tradición jurídica sostiene que los acusados de delitos que son considerados “aislados” o “en vías de integración” deben recibir penas atenuadas, mientras que los ya “integrados” pueden ser juzgados como cualquier otro brasileño. Históricamente, se argumentaba que los que se encontraban en las dos primeras categorías poseían un “desarrollo mental incompleto”, como los niños o las personas con discapacidad intelectual. A primera vista, esto es racismo: una reliquia del darwinismo social, que relegaba a los indígenas a una etapa anterior de la evolución humana. Pero también tiene sentido: ¿cómo puede castigarse a alguien que desconoce que existen leyes que castigan que se disparen flechas a los invasores?

Slomp mira a Pio por encima de su portátil. Sentado en una silla de oficina de aspecto caro, el juez parece presidir una sala de conferencias. Todos los abogados también son blancos, y llevan traje y corbata. Siguiendo el guion, Slomp prosigue: “Me gustaría saber, señor, si esta acusación contra usted es cierta o falsa”.

Pío se sienta con las manos en los bolsillos de los pantalones vaqueros. No puede negar que querían impedir que otros se hicieran con los diamantes; la policía federal pinchó sus teléfonos. Pero sí puede volver a repetir que intentó impedir la masacre. Con la calma inquebrantable que le caracteriza, responde con un escueto: “Falso”. 

En cuanto a la acusación de codicia, a Pío no le queda más remedio que reflexionar: ¿es codicioso desear las cosas que le habían enseñado a desear los hombres blancos a los que durante su infancia había llamado “papás”?

Los blancos extraños

Los relatos sobre la Amazonia suelen destacar la extrañeza que sienten los occidentales al encontrarse con pueblos indígenas. Pero la experiencia fue igual de extraña, si no más, para los habitantes originales de la región. Pío nunca olvidará la primera vez que vio a un hombre blanco. Tenía unos seis años y acompañaba a su padre de excursión al pueblo de un tío. En aquella época, los senderos sólo estaban marcados por una ramita rota o una hoja retorcida. Pío ya sabía cómo andar descalzo para evitar a las hormigas bala que bajaban néctar de las copas de los árboles y cuya picadura podía hacerte retorcer de dolor durante un día entero. Una especie de avispa hacía su nido cerca del suelo, bajo las hojas de plátano; otra atacaba desde arriba enjambrándose en el cabello. También había que tener cuidado con las orugas venenosas, las víboras de pozo que se enroscaban en las ramas bajas, los peces trueno eléctricos y las anacondas de seis metros que acechaban en los ríos.

No es de extrañar que, en el imaginario occidental, el Amazonas fuera considerado un “infierno verde”. Pero para la Cinta Larga, la selva también proporcionaba sustento. Los viajes a otros pueblos nunca se limitaban a llegar a su destino. Si Pío y su padre divisaban un nido de abejas, se detenían para derribarlo y llevarse la miel a la boca con hojas enrolladas. También se detenían a recoger cacao y las bayas que teñían las manos de púrpura, que los forasteros conocían como açaí. Su pueblo obtuvo su nombre portugués gracias al “cinturón ancho” de corteza que llevaban alrededor de la cintura.

Como todos los niños de la tribu Cinta Larga, Pío llevaba un arco de tamaño infantil y practicaba el tiro a lagartijas y pajarillos con flechas sin plumas. Soñaba con convertirse en un gran cazador como su padre, Mankalu, pero era bajito incluso para su edad. Los arcos de tamaño normal medían dos metros y medio, más que el propio Mankalu, y se necesitaban músculos como los suyos para tensar la cuerda. Pero, sobre todo, se necesitaba habilidad. Para abatir a un jabalí, había que saber exactamente dónde golpear —bajo la pata delantera izquierda, atravesándole el corazón— antes de que toda la manada de bestias veloces, con sus largos y afilados incisivos, pudiera embestirte. El arco debía sentirse como una prolongación del cuerpo. Las celebraciones que duraban semanas –uno de los principales reclamos de la vida en Cinta Larga– culminaban con la matanza ritual de un jabalí, en la que los hombres hacían gala de su puntería con el arco.

El tío de Pío vivía a pocos días de distancia, cerca del río Rugiente, con sus cataratas rocosas. Una mañana, Pío y su tío estaban agazapados en la orilla, bebiendo agua con las manos, cuando oyeron un estruendoso crujido como el de una enorme rama al romperse. Y luego otro, y otro. Río arriba, apenas visible en la distancia, algún tipo de embarcación pasaba por debajo de una pasarela. Como los Cinta Larga nunca llegaron a construir canoas, las embarcaciones les eran ajenas. Además, esa embarcación era ruidosa y estaba propulsada por un motor fueraborda. 

En aquella época, los Cinta Larga no consideraban a los forasteros “personas blancas”, sino mokopey, es decir, “los que se cubren”, en referencia al hecho de que iban vestidos. Se sabía que los forasteros eran peligrosos. En aquella época, los Cinta Larga eran hasta 2.000, repartidos por un territorio del tamaño de Bélgica. Pero lo recorrieron todo, siempre intercambiando noticias, incluidas las de incursiones. La más notoria llegaría a conocerse como la Masacre del Paralelo 11, por la latitud en la que tuvo lugar. En 1963, los pistoleros de una empresa cauchera habían asaltado una aldea de Cinta Larga y matado a seis personas con armas automáticas. Una mujer y su hijo de cinco años quedaron en pie. A la mujer la colgaron boca abajo y la partieron en dos con un machete; al niño le dispararon en la cabeza con un revólver.

La mayoría de las masacres en la frontera amazónica no se denunciaban, pero en este caso uno de los pistoleros se lo contó a un sacerdote, nunca quedó claro si por un sentimiento de culpa o por la rabia de no haber cobrado sus 15 dólares. Cuando la noticia llegó a Río de Janeiro y al resto del mundo occidental, el episodio convirtió brevemente a los Cinta Larga en un ejemplo de la limpieza étnica que Brasil lleva a cabo contra los indígenas. Pero no fue más que una de tantas atrocidades. Lo que explicaba la otra palabra de la Cinta Larga para los forasteros: dayap, una onomatopeya para un disparo.

Pío volvió corriendo al pueblo de su tío en busca de su padre, pero no lo encontró. Aterrorizado como estaba, quería saber más sobre los forasteros y su mundo. Volvió a la orilla del río y se escondió entre el follaje para verlos pasar.

Pacificar a los indígenas

Desde hacía siglos, los dirigentes de Brasil soñaban con colonizar el Amazonas. En 1907, un joven militar llamado Cândido Rondon recibió el encargo de construir una línea telegráfica a través del vasto territorio de Mato Grosso (“selva densa”). Rondon no encajaba en el perfil habitual de los exploradores occidentales. Para empezar, él mismo era en gran parte de ascendencia indígena. Y lo que es más sorprendente, dedicó su vida al principio ilustrado de los derechos humanos universales en una época en que la mayoría de los brasileños estaban de acuerdo con Theodore Roosevelt, a quien se atribuye la afirmación: “No llego a pensar que los únicos indios buenos son los indios muertos, pero... nueve de cada 10 lo son”. Al adentrarse en las tierras de los llamados índios bravos –indios salvajes–, Rondón se encontró a menudo bajo el fuego de las flechas. Pero insistió en que sus hombres nunca respondieran del mismo modo: “Morid si es necesario, pero nunca matéis”. Este fue el lema fundacional del Servicio de Protección Indígena de Rondón, más tarde rebautizado como Fundación Nacional de los Pueblos Indígenas, o Funai.

Por supuesto, el propósito de esta institución era sólo nominalmente proteger a los indios. Lo que el gobierno quería en realidad era “pacificarlos”, haciendo que sus tierras fueran seguras para el desarrollo. Para ello, Rondón les ofrecía regalos: espejos, cuentas de colores y –lo más atractivo de todo, para gente que nunca había conocido un material más duro que la roca o el hueso– herramientas de metal. Cuando los agentes de Funai fundaron su primer “puesto de atracción” en el río Roosevelt en diciembre de 1969, siguieron la misma estrategia, y muchos Cinta Larga se instalaron en el lugar. Lo que los agentes no sabían era que los Cinta Larga también venían por pura desesperación. Después de que se construyera la primera carretera de la región, utilizando la línea telegráfica de Rondón como columna vertebral, los colonos habían traído un arma aún más mortífera que las pistolas. Entre la Cinta Larga, un solo brote de lo que probablemente era gripe ya había matado a docenas de personas, propagándose de pueblo en pueblo. No era la primera vez, ni la última, que Funai echaba leña al fuego. Pio perdió a su padre a causa del sarampión después de que ambos visitaran el campamento de Roosevelt para recibir regalos. En la década de los 80, la Cinta Larga había perdido quizá tres cuartas partes de su población. 

El antropólogo estadounidense Marshall Sahlins calificó a los cazadores-recolectores de “sociedad acomodada original” porque, aunque rara vez producían excedentes, sus necesidades eran escasas y fáciles de satisfacer. Los Funai querían provocar exactamente la situación opuesta, reduciendo gradualmente sus donaciones para estimular nuevos deseos, nuevas necesidades, recordando un esfuerzo anterior, en Estados Unidos, para empujar a los nativos americanos a “vestir ropas civilizadas... cultivar la tierra, vivir en casas, montar en carromatos Studebaker, escolarizar a los niños, beber whisky y tener propiedades” (en palabras del senador Henry Dawes). El objetivo final era incorporar a los indígenas a la economía brasileña, convertirlos en trabajadores productivos. 

En el caso de Pío, la estrategia funcionó, aunque no exactamente como se pretendía. Tras quedar huérfano, fue a la escuela en un asentamiento cercano, pero acabó abandonando los estudios para trabajar como intérprete de Funai. Le enseñaron a llamar papai – “papá”– a los agentes de Funai. Ya no soñaba con ser un gran cazador como su padre; ahora esperaba ahorrar para comprarse un coche. El problema era que todo el dinero que ganaba se le escapaba de las manos, pues se veía constantemente necesitado de comprar ropa nueva, constantemente tentado por pequeños lujos: caramelos, refrescos, sardinas en lata. Esta era una situación común. Como dijo el antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro: “El Estado brasileño convirtió a los indios en pobres”.

En 1984 llegó lo que parecía una solución, cuando un grupo de Cinta Larga descubrió un enorme alijo de troncos de caoba: 800, talados ilegalmente en el extremo noroeste de su territorio. Fue un agente de Funai quien dijo a Pío que, en esencia, les había tocado la lotería. “Eso vale mucho dinero”, le dijo a Pío. “No desaproveches esta oportunidad. Véndelo”.

Necesidad de recursos

Cuando aparecieron los primeros diamantes en el arroyo de las Moscas Negras, un minúsculo afluente del río Roosevelt, al principio de la estación seca de 2000, Pio –ya convertido en el “gran jefe” de su pueblo– buscaba desesperadamente una nueva fuente de ingresos. Las comisiones de los madereros habían pagado las carreteras que unían sus aldeas con los asentamientos cercanos. Habían pagado visitas a médicos, bienes útiles como escopetas y motosierras, y habían permitido a los Cinta Larga mudarse a casas de madera de estilo occidental con tejados de amianto. Ahora, sin embargo, casi toda la caoba que quedaba cerca de la carretera había desaparecido.

A pesar de la urgencia, Pío quería que las dimensiones de la explotación fueran reducidas. Por un lado, le preocupaba la llegada masiva de forasteros, que se repitieran las atrocidades de la época en la que se produjo el contacto. Por otro, francamente, le preocupaba su propia gente. Mientras que Pío había pasado casi toda su vida rebotando entre el viejo mundo de la selva y el nuevo mundo de la sociedad blanca, muchos otros Cinta Larga procedían de la parte oriental del territorio, donde el contacto había llegado más tarde y la “ley del hombre blanco” seguía siendo un concepto lejano. En la época del padre de Pío, había constantes conflictos con sus vecinos indígenas y, como en muchos otros grupos de Sudamérica, los vencedores consumían la carne de los vencidos. Incluso entre los propios Cinta Larga, el mero hecho de pronunciar el nombre de un hombre en su presencia –un oscuro tabú– podía llevarle al asesinato. Los hombres solían sentir la atracción de la wepíka, que se traduce aproximadamente como “venganza”, sólo que, con un sentido de obligación, como con una deuda que debe saldarse a cero.

Pero, por desgracia, no había forma de mantener en secreto el tesoro del arroyo de las Moscas Negras. Al principio, Pío sólo trajo a un puñado de forasteros, hombres que encajaban en el perfil habitual de los inversores en minas amazónicas: hombres de negocios locales sin conocimientos reales de geología, sin una perspicacia especial para la prospección y sin el menor atisbo de la cultura indígena; sólo algo de capital, apetito de riesgo y un evidente desprecio por la ley. Acamparon en el arroyo de las Moscas Negras y despejaron una zona con motosierras, derribando los árboles para dejar al descubierto el suelo de color ocre. Cada equipo instaló lo que en la jerga brasileña de la prospección se conocía como un “par de máquinas”, que utilizaban agua para separar los minerales de los sedimentos sin valor. Los motores diesel estaban conectados a bombas que enviaban agua a través de un tubo a una boquilla de alta presión que pulverizaba las capas de barro y arcilla sobre la “grava útil”, donde podían encontrarse los diamantes. Poco a poco se formaba un “sumidero” de agua marrón rojiza, el pozo donde un equipo peinaba la tierra empapada en busca de piedras preciosas.

Los buscadores brasileños siempre habían seguido el boca a boca de un yacimiento a otro, hasta el punto de que, en su jerga particular, la palabra portuguesa para cotilleo (fofoca) era sinónimo de mina. En cuanto los socios de Pio vendieron parte de su producto, los buscadores de fortuna empezaron a acudir en masa a las cercanas localidades de Cacoal y Espigão d'Oeste. No importaba si Pio les indicaba que no quería trabajar con ellos; simplemente abordaban a cualquier Cinta Larga que encontraban, ofreciéndole una miseria a cambio de que les proporcionara acceso. Incapaz de impedir que sus compañeros de Cinta Larga trabajaran por su cuenta, Pio intentó mediar en sus tratos. Según el acuerdo estándar, un buscador de fortuna podía quedarse con el 80% de los ingresos; el 15% iría a su “socio” Cinta Larga, mientras que otro 5% iría a la Asociación Pamaré, una cooperativa Cinta Larga dirigida por Pio, para una redistribución más amplia. La asociación también recibiría un “peaje” único por la entrada. Inicialmente, fijó el peaje en sólo 750 dólars (unos 715 euros) por un par de máquinas. En octubre de 2000, lo duplicó; y meses más tarde, en diciembre, lo volvió a duplicar. El interés no decayó lo más mínimo. En febrero de 2001 el peaje había superado los 6.000 dólares (unos 5.700 euros).

En su apogeo, la mina se extendía a lo largo de 11 kilómetros por el arroyo de las Moscas Negras, con unos 5.000 buscadores de fortuna viviendo en chozas de lona en las orillas del arroyo. Pío la visitaba a menudo y aquello le parecía poco menos que hormigas pululando en un hormiguero amazónico. Con la esperanza de mantener la mina lo más ordenada posible, prohibió la prostitución, las armas de fuego, las drogas y el alcohol. Tres docenas de guerreros vigilaban la mina.

En la sociedad de Cinta Larga ser “guerrero” nunca había sido una profesión definida; era simplemente la obligación de cualquier hombre apto. Sin embargo, como antaño, se pintaban el cuerpo con manchas de jaguar y los buscadores les tenían pavor. Algunos llevaban pistolas o escopetas. Otros habían pasado toda su vida empuñando un arco, seguían fabricando sus propias flechas y disparaban con una precisión asombrosa. Puede que Pío fuera el “gran jefe”, pero estos hombres no se parecían en nada a los soldados. No tenían un sentido de la jerarquía y solo eran leales a su conciencia.

La masacre: “Trabajemos en paz”

La masacre de abril de 2004 podría no haber ocurrido nunca de no ser por un prospector llamado Francisco das Chagas Alves Saraiva, más conocido como Baiano Doido, el Loco de Bahía, un estado de la lejana costa brasileña. Recientemente absuelto de los cargos de robo a mano armada, se jactaba ante cualquiera que quisiera escucharle de los crímenes que había cometido. Como dijo un Cinta Larga: “Baiano Doido me dijo que era un hombre de verdad, un asesino intrépido, no un ladrón, un asesino. Que había matado a más de 20 hombres en una prospección de oro en Mato Grosso”.

Baiano fue uno de los 200 buscadores de oro que se colaron en el territorio de Cinta Larga y acamparon en la Grota do Sossego, el Barranco de la Tranquilidad, a unos tres kilómetros del corazón de la mina. Parece existir consenso en la afirmación de que los Cinta Larga intentaron evitar la violencia, al menos al principio. Cuando se enteraron de la incursión, enviaron a tres de sus propios trabajadores mineros blancos con un mensaje: “Marchaos ahora o los indios os expulsarán”. Pero Baiano se limitó a burlarse: “Los indios ya no mandan. Ahora mandamos nosotros”. Incluso, con una pistola en la mano, ordenó a uno de los mensajeros que se arrodillara y le amenazó de muerte, antes de dejarle marchar.

Otra cuestión sobre la que hay consenso: los Cinta Larga intentaron avisar al gobierno, que mantenía una relación compleja y contradictoria con la tribu. Aunque Pío estaba siendo investigado por minería ilegal y blanqueo de dinero, los funcionarios habían negociado con él el cierre de la mina. De vez en cuando, las fuerzas de seguridad del gobierno entraban en la mina, detenían a algunos buscadores y confiscaban el equipo. El resto del tiempo, se limitaban a unos pocos puestos de control cerca de los principales puntos de entrada. El 5 de abril, los guerreros de Cinta Larga capturaron a 15 prospectores que se dirigían al barranco secreto –uno de ellos armado con una escopeta recortada– y los entregaron en uno de esos puestos de control. Los guerreros declararon que, si las autoridades no retiraban a los demás invasores, lo harían ellos. Pero los agentes de guardia dijeron que no podían hacer nada sin órdenes de sus superiores.

De vuelta al Arroyo de las Moscas Negras, Pío intentó persuadir a los guerreros para que desistieran: “Trabajemos en paz”. Ya había alertado a Funai, que prometió intervenir, aunque carecía de recursos para hacerlo de inmediato. Sin embargo, como lo describió un Cinta Larga: “No podíamos llegar a la misma conclusión. Y durante la conversación, una persona empezó a recordar el pasado. Otro empezó a recordar también. Y se empezó a recordar a todos los blancos que nos hicieron daño, las enfermedades. Hablaron de los muchos asesinatos llevados a cabo por los caucheros, los buscadores de oro... Todos nuestros antecedentes que murieron a manos de los hombres blancos. Y preguntaban a una persona tras otra: ¿Tú qué crees?”.

Según la lógica wepíka, estas atrocidades no eran hechos aislados, sino parte de una contabilidad que dejaba un lado del libro de cuentas –el de Cinta Larga– hundido bajo el peso de cientos de muertos. El temor a otra Masacre como la del Paralelo 11 era demasiado real. Los guerreros siempre volvían a Baiano y sus amenazas. “Es él o nosotros”, dijo uno. “Tenemos que hacerlo nosotros antes de que lo haga él”, dijo otro.

Hay versiones contradictorias de lo que ocurrió a la mañana siguiente. Pero hay unanimidad en torno a los hechos principales: mientras Pio se dirigía a implorar la intervención de las autoridades, 53 guerreros se dirigieron al barranco. La mayoría de los 200 buscadores huyeron hacia el bosque. Sin embargo, según los Cinta Larga, Baiano Doido no sólo se negó a marcharse, sino que les llamó “animales”. Fiel a su reputación, incluso amenazó con volver y matarlos a todos. Los forenses lo encontraron atravesado por 11 flechas. Otros dos hombres fueron asesinados junto con él, allí mismo. Los otros 26 fueron conducidos a los árboles antes de ser ejecutados, algunos con flechas, otros con balas, otros a golpes de pesados garrotes de madera. 

“O nosotros o ellos”

No es una exageración afirmar que el pánico se apoderó de la región. Un maestro de Cinta Larga llamado Donivaldo fue atado y golpeado en la ciudad de Espigão, y un joven de 15 años llamado Moisés fue asesinado a tiros en una carretera forestal. Pio recuerda haber recibido amenazas en el pueblo: “Pueden pasar cinco años –10, 20, 30–, pero nos vengaremos”. A medida que los medios de comunicación se hacían eco de la noticia, resurgían viejos prejuicios. Un columnista calificó a los Cinta Larga de “caníbales civilizados”. En Brasilia, un diputado denunció la “impunidad de los indios asesinos que masacran a los brasileños que buscan un lugar donde trabajar”, como si los buscadores fueran simples trabajadores que respetan la ley.

Los Cinta Larga nunca tuvieron una palabra para decir “justicia”, y el Estado brasileño hizo un pésimo trabajo para describirla. En la investigación subsiguiente, la policía federal no encontró pruebas que situaran a Pío en el lugar de la masacre. En su lugar, recurrieron a la antropología de sillón, interrogando a los sospechosos sobre el papel que desempeña un gran jefe de Cinta Larga para demostrar que Pío era de alguna manera responsable de las acciones de los guerreros.

No pareció importar que un agente de policía hubiera escuchado por radio las peticiones de intervención de Pío, y que dos funcionarios del gobierno dijeran que se habían reunido con Pío precisamente en el momento en que se estaba produciendo la masacre. Tampoco que las pruebas más sólidas en su contra, y contra muchos otros, fueran solo rumores de los buscadores. La policía federal le acusó a él y a algunos otros jefes de “liderar” e “instigar” los asesinatos. En total, 22 hombres de Cinta Larga (y un agente blanco Funai) fueron acusados de homicidio. 

Cuando se planteó la cuestión de si estaban suficientemente “integrados” para ser juzgados, un juez intentó argumentar que este paso ni siquiera era necesario, porque “la participación de los Cinta Larga en la sociedad [brasileña] es de sobras conocida... dado que se puede ver a algunos conduciendo vehículos y realizando transacciones comerciales”, lo que, en su opinión, sugería una “integración perfecta”. Los abogados de la Funai recurrieron con éxito, pero los antropólogos que trajeron no hicieron sino aumentar la confusión. Insistiendo con que los Cinta Larga estaban ligados a una “ética guerrera” milenaria, no consiguieron explicar el posicionamiento de Pío en contra del derramamiento de sangre. 

Todos los forasteros parecían tener una idea de lo que se suponía que eran los Cinta Larga, aunque Pio y los demás de su generación apenas podían resolver estas cuestiones por sí mismos. Su amigo Tataré planteaba el dilema en voz alta: “No sé si soy blanco, si soy indio... No sé lo que soy”. Por mucho que anhelaran poseer las cosas del hombre blanco, nunca se sintieron en casa en las ciudades del hombre blanco, nunca se sintieron tan a gusto como cuando se bañaban en el río Roosevelt. Por mucho que hicieran negocios con los blancos, nunca llegaron a entender cómo funcionaba la mente de los blancos: cómo una vida podía ser una línea temporal individual en la que el futuro crecía lógicamente a partir de las propias acciones, errores e inversiones, separada del destino de la propia familia, de la propia tribu. Aprender a manejar el dinero era como aprender el idioma de los blancos: la gramática nunca resultaba natural.

La justicia brasileña es conocida por su lentitud. Después de que se calmara el circo mediático, el caso pasó de un juez a otro. Casi había caído en el olvido cuando volvió a la vida en noviembre de 2023, con la vista presidida por el juez Slomp. Y entonces ocurrió algo extraordinario. Hace unas semanas, un nuevo equipo de fiscales redujo el caso a sólo seis hombres de Cinta Larga, algunos de los cuales, según transcripciones de interrogatorios policiales, admitieron haber ido al barranco. Los fiscales pidieron a Slomp que desestimara los cargos contra Pio, Tataré, el agente de la Funai y otros para los que las pruebas no eran sólidas.

Casi podría parecer que el disfuncional Estado brasileño enmendaba por fin uno de sus errores. Pero el hecho es que, durante dos décadas, Pío se vio obligado a ser la cara pública de una atrocidad espantosa, en lugar de ser el superviviente de una. Los barones del caucho que ordenaron la masacre del Paralelo 11 nunca fueron acusados.

Este es un extracto editado de Cuando vendimos el ojo de Dios, de Alex Cuadros, publicado por W&N el 5 de diciembre. La traducción del artículo ha sido realizada por Emma Reverter

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