“Uno no entiende lo que significa el hambre hasta que sus hijos no tienen que comer”. Daumathiang Awan está sentada, entre la tierra, el barro y una pequeña tienda de campaña llena de sus pocas pertenencias. No hay tiempo para hacer maletas cuando se escuchan disparos en tu vecindario, “agarré del brazo a mis hijos y salimos corriendo de la casa mientras mi marido, desarmado, se reunió con más familiares para intentar defendernos”. Sería la última vez que lo vería.
Bor, la ciudad donde vivían, fue escenario de los peores combates de la guerra que sacude Sudan de Sur. El país más joven del mundo está madurando a marchas forzadas, como los hijos de Daumathiang. Emmanuel es el mayor, de apenas 7 años, pero en tan solo unas horas dejó de ser un niño para siempre. Durante la huída, tuvo que encargarse de sus hermanos más pequeños, mientras su madre se las arreglaba para conseguir un bote en el que escapar del infierno de las balas y los machetes.
Las matanzas comenzaron en diciembre del año pasado cuando el rencor, los intereses y la desconfianza rompieron el gobierno de coalición formado por el presidente, de etnia dinka, Salva Kiir y el vicepresidente, de etnia nuer, Riek Machar. Se estima que más de 10.000 civiles murieron y más de un millón de personas huyeron de sus casas. En un país repleto de armas después de décadas de enfrentamiento con el norte, muchos prefirieron abandonar sus cosechas y sus pertenencias para salvar la vida. Al menos, de momento.
Los problemas se acumulan junto a las personas en las pocas zonas “seguras” que quedan en el país. Daumathiang y sus hijos llegaron hasta Mingkaman días después de perder su pasado. En lo que era una pequeña ciudad encontró un enorme campo de desplazados donde centenares de familias dormían al principio debajo de pequeños árboles y se alimentaban de las hierbas que encontraban en su camino. “Todo cambió por completo. Vivíamos en un barrio tranquilo que se convirtió en una zona de guerra. Dormíamos en una casa amplia, de cemento y míranos ahora...”.
Diversas organizaciones humanitarias fueron llegando hasta el terreno. Les dieron tiendas de campaña, algunos medicamentos y repartieron la escasa comida que llegó durante las primeras semanas. Médicos sin Fronteras, como siempre de las primeras en llegar, instaló clínicas en diversas zonas del campamento para intentar frenar otro peligro inminente para los sur sudaneses: la desnutrición.
“Por supuesto que la malnutrición mata, porque además viene con otras enfermedades, porque te vuelves débil, no tienes nada que comer, no tienes energía para responder y luchar” dice Rolland Mouanda, el director de la organización en el país. El hambre también llevó al hospital a uno de los hijos de Daumathiang, aumentando su frustración, “nadie nos da suficiente comida, no podemos conseguir un trabajo así que tampoco tenemos dinero para poder comprar lo mínimo que mis niños necesitan para vivir”.
Sin cultivo, sin trabajo y sin comida. La esperanza de casi cuatro millones de personas en este país depende a corto plazo de la ayuda humanitaria. En la nación donde resulta más dificil distribuirla. “Es sin duda la operación más cara y difícil en la que me ha tocado trabajar,” reconoce Mouanda.
Sudán del Sur no tiene salida al mar. Con un territorio ampliamente superior al de España, solo posee 90 kilómetros de carreteras asfaltadas y por si fuera poco la temporada de lluvias, que durante los últimos meses ha mantenido los enfrentamientos paralizados, también provoca el aislamiento de más de la mitad de su población.
“Es un verdadero reto entregar ayuda en este país. Las limitaciones en sus infraestructuras provocan que la mayoría de los envíos sean a través de avionetas y helicópteros, algo que encarece tremendamente todo el proceso” se lamenta George Fominyen, del Programa Mundial de Alimentos. Pero es sin duda la violencia el mayor escollo en este trabajo. Hace apenas unas semanas una de las aeronaves de esta organización fue abatida por fuerzas rebeldes, tres de sus tripulantes fallecieron.
Las carentes infraestructuras no son solo un problema para movilizar la ayuda humanitaria, sino también para exportar una de las raíces del conflicto que vive esta nación: el petróleo. Sudan del Sur es el tercer país subsahariano con más reservas de petróleo, solo superado por Nigeria y Angola. Los especialistas en la región reconocen que la gestión de “oro negro” es una de las claves en un conflicto sazonado por las diferencias étnicas y los enfrentamientos políticos. Una vez más, los civiles, en su mayoría campesinos y muy humildes económicamente, son los que sufren las consecuencias.
El miedo aumenta cuando uno desconoce de dónde viene el peligro y esta tensión provoca el desplazamiento constante de la población. Desde pequeñas islas en medio del Nilo hasta en diminutos refugios entre la espesa maleza, cerca del rió. Cualquier escondite es bueno para librar las armas, pero dificulta también la entrega de ayuda. Miles personas han usado al Nilo como un muro de protección, saben que los rebeldes no pueden cruzarlo.
Las aguas de este río han dejado de ser una de las vías de comunicación más importante del país, pero llevan vida a lugares como Mingkaman.
Decenas de pozos construidos por ONG filtran el liquido que mujeres y niños se encargan de depositar en improvisados cubos. Después, repitiendo una de esas simbólicas escenas del continente, lo suben a su cabeza y caminan kilómetros hasta llegar a su vivienda. Daumathiang se esfuerza por hacer el mismo camino varias veces al día. Sortea tiendas de campaña y camiones que intentan construir una improvisada carretera para el campo de desplazados.
50.000 niños pueden morir de hambre durante los próximos meses según las Naciones Unidas. De momento no se han recibido ni la mitad de los mil millones de dólares que la institución entiende como necesarios para poder ayudar a casi cuatro millones de personas en riesgo. “En este conflicto solo algunas organizaciones nos están ayudando de verdad” dice enfurecida Daumathiang.
Ella desconoce que la ONU se resiste a declarar la hambruna -para ello, la tasa de desnutrición infantil debería ser superior al 30 por ciento, cifra muy cercana a la que se vive en el país-. Pero en cambio, Daumathiang está harta de conocer cada día más casos de pequeños fallecidos por falta de recursos. “Cuando mis hijos lloran por hambre, yo me tengo que esconder, para ponerme a llorar también”.
En Mingkaman apenas hay juguetes, bromas o pelotas. Los hermanos se vuelven padres y los niños adultos.
Sudán del Sur tiene mala suerte. No solo vive una guerra, sino que es además un enfrentamiento menos mediático a los que se sufren en oriente medio. No hay una sequía o una catástrofe natural y están bendecidos por una tierra fertil y rica en petróleo, pero no lo pueden disfrutar. No los mató la guerra, pero los está ahorcando el hambre. Son el país más joven del mundo, al que le robaron su niñez.