Los menores refugiados luchan contra el trauma en Lesbos: “He perdido seis años, pero sé que voy a recuperarme”
Mi rol en el proyecto era el de ejercer como mediadora cultural de habla árabe, ayudando a facilitar la comunicación entre los niños y nuestro personal médico, y hablando con los niños sobre lo que habían pasado.
Parte de mis funciones consistían en trabajar con un psicólogo durante las sesiones de psicoterapia que llevábamos a cabo. Estas iban dirigidas a niños con edades comprendidas entre los 8 y los 17 años que sufrían distintos tipos de trauma por el hecho de haber vivido los efectos de una guerra, por haber tenido que dejar sus hogares, por la duras experiencias sufridas durante la huida, por el confinamiento al que están sometidos en Moria y por la falta de esperanzas de cara al futuro.
Llevábamos a cabo actividades encaminadas a que estos niños pudiesen entender las emociones que estaban sintiendo, y también les ayudamos a lidiar con las pesadillas, la enuresis [incontinencia urinaria] y cualquier otro signo de trauma y ansiedad que presentasen.
Una de las cosas más interesantes que pusimos en práctica durante ese proceso terapéutico fue el hacer uso de la narración para ayudar a los niños a afrontar sus traumas. Dividimos a los pacientes en grupos y trabajaron juntos para crear un libro sobre uno o dos personajes de ficción que habrían seguido un periplo similar al suyo.
Dividimos el libro en capítulos: antes, durante y después de la guerra; la decisión de abandonar su país; su viaje a Grecia y la vida en Moria. También se dedicaron algunas secciones a sus experiencias en las sesiones de psicoterapia de Médicos Sin Fronteras y, finalmente, al “final feliz” que todos deseamos para ellos. También les pedimos que volcaran en estos personajes ficticios las aspiraciones vitales que tenían para cuando llegase el ansiado momento de abandonar el campo de Moria.
Aunque los personajes eran ficticios, los niños proyectaron sus propias experiencias a través de ellos. Y esto demostró ser realmente terapéutico y catártico, ya que los chicos eran capaces de liberar todos los sentimientos reprimidos y hablar de aquellas experiencias de las que hasta entonces no habían sido capaces de hablar. Al final del proceso, los personajes parecían reales. Leímos las historias en una ceremonia ante las familias y amigos de los niños y fue un momento muy emotivo. Muchos padres se sorprendieron al ver que sus hijos recordaban tantos detalles sobre la guerra y sobre su viaje a Grecia.
Contar estas historias fue muy importante para los niños. Por fin pudieron quitarse una parte de esa angustia que les oprimía. Algunos de ellos habían sido muy bastante reacios hasta entonces a hablar con sus familias, porque no querían disgustarlos ni crear más estrés, así que aquel ejercicio supuso una auténtica liberación para ellos. Aun así, la realidad a la que nos enfrentamos es que todos estos niños aún viven en el campo de refugiados, así que, aquello que les produce una gran parte del trauma, todavía no ha terminado. Muchos de ellos siguen sintiendo que aún no se encuentran en el ambiente adecuado para compartir sus pensamientos.
“Todos tenemos un futuro por delante”
Un joven de 17 años nos dijo que sufría una gran tristeza, pero que al ser el mayor de los hermanos, pensaba que tenía la responsabilidad de dar ejemplo al resto y seguir siempre sonriendo, ocultando sus verdaderos sentimientos a su familia. Nos contó que estaba realmente agradecido de tener un espacio seguro en el que hablar; de disponer de un lugar en el que no tendría que preocuparse de si estaba molestando a alguien o no.
Para él era muy importante sentir que no sufriría consecuencias por el hecho de expresarse libremente. Y finalmente, también nos dijo que hablar sobre sus emociones le había ayudado a comprender sentimientos que antes ni siquiera sabía que tenía.
Al final del proceso terapéutico, observamos cambios notables en su estado de ánimo y su comportamiento. Aquel chico tenía mucho interés por la música rap, así que en la ceremonia del libro interpretó un tema que trataba sobre algunas de las tensiones raciales y religiosas que se vivían por aquellos días en el campo. Recuerdo que cuando nos vimos por primera vez unas semanas antes, era un chico mucho más callado, introvertido y triste, así que para mí fue genial el ver cuánto había evolucionado.
Durante el proceso de contar historias, los niños solían compartir sus recuerdos sobre la vida bajo el régimen del Estado Islámico en sus respectivas ciudades. Un niño de 14 años nos contó que cuando paseaba por su vecindario veía las cabezas cortadas clavadas en barras de acero que el grupo había dispuesto por toda la ciudad. Otro niño procedente de Sinjar en Irak, describió la llegada de los combatientes del Estado Islámico y nos contó cómo trataron a la comunidad kurda y las atrocidades que cometieron.
Fue muy emocionante ayudarles a contar sus historias: en algunos momentos me sentía como si estuviéramos escribiendo la historia reciente de varios países, a través de la perspectiva particular de una serie de niños que habían sufrido en primera persona los efectos de las guerras y de lo que supone tener que dejar apresuradamente tu hogar.
Los niños hablaban continuamente de la tristeza que sentían porque no habían podido despedirse de sus amigos, familiares y compañeros de clase. Así que en una de nuestras historias, los personajes escriben una carta de despedida a todas las personas que habían dejado atrás. Fue algo increíblemente conmovedor. Cuando llegó el momento de leer esta carta en la ceremonia, todo el mundo rompió a llorar.
Hablamos largo y tendido con los niños sobre sus sueños y expectativas, sobre lo que querían hacer una vez terminase esta pesadilla. No les dimos falsas esperanzas; solo les ayudamos a reflexionar sobre unos sentimientos que ya estaban ahí. Y es que incluso algunos casos de personas que dirías que ya no esperan nada positivo de la vida, ves que en el fondo sí que siguen teniendo esperanzas; solo necesitan aferrarse a ellas.
Un adolescente lo explicó perfectamente cuando nos dijo: “Sí, he perdido seis años, pero sé que voy a recuperarme. Todos tenemos un futuro por delante. Tenemos sueños que vamos a perseguir y estoy seguro de que la mayoría de los refugiados que hoy están aquí, tienen talentos y aspiraciones que lograrán hacer realidad en el futuro”.
Los comentarios que recibimos por parte de los padres fueron increíbles. Nos decían que sus hijos se sentían mucho más felices después de nuestras sesiones. Para los padres creo que aquella lectura de los libros también resultó terapéutica; particularmente el último capítulo sobre cómo sería la vida después de Moria. Muchos padres habían perdido la esperanza, pero la redescubrieron a través de las historias de sus hijos.
“No creo que nunca me vuelva a sentir feliz”
Recuerdo otro niño, de apenas ocho años de edad, que negaba su nacionalidad y sus orígenes como resultado del episodio traumático que había sufrido. Cuando comenzó a venir a nuestras sesiones, se mostraba muy introvertido y siempre tenía lágrimas en los ojos. Su madre nos dijo que el niño estaba convencido de que él no provenía de aquel lugar del que había huido y que él siempre decía que no quería tener nada que ver con ese país. Creo que no quería recordar lo que había pasado y esa era su manera de tratar de bloquear aquellos pensamientos.
Después de la primera sesión, cuando comenzó a hablar sobre sus orígenes y ya no pudo detenerse. Cuando se abrió por primera vez, nos contó cómo extrañaba su hogar y lo que había dejado atrás. Pero luego comenzó a hablar sobre las cosas bonitas que recordaba, asociando su hogar y su infancia con recuerdos más positivos. Poco a poco se volvió más y más sociable y comenzó a hacer amigos en el grupo, y luego, finalmente, también fuera del campo.
En la ceremonia de lectura, su madre nos dijo: “No sé cómo lo habéis hecho, pero ha cambiado. Ahora es mucho más hablador y está mucho más tranquilo”. Dejó de tener aquellas lágrimas que siempre parecían a punto de brotar de sus ojos y cuando volvimos a verlo semanas después su rostro estaba iluminado con una amplia sonrisa.
Escuchar todas aquellas historias sobre la guerra y los viajes a Europa resultaba muy duro; especialmente cuando quienes las contaban eran niños. Teníamos cinco niños, pertenecientes a dos grupos de hermanos, que habían perdido a sus padres de la manera más horrible. Todos experimentaban mucho dolor y solían hablar de su pérdida, pero teníamos que tener cuidado y hacer las cosas con mucho tacto, porque de lo contrario aquellos ejercicios podrían haber ejercido justo el efecto contrario del que queríamos conseguir.
Durante una sesión en la que hablamos sobre la felicidad, un niño de nueve años que había perdido a su padre dijo: “No creo que nunca me vuelva a sentir feliz”. Fue desgarrador escuchar esto de alguien tan joven, que tenía toda la vida por delante. Afortunadamente, después de algunas sesiones, la mayoría de los niños parecían más felices. Todavía hablaban de sus padres, pero se centraban en cualidades positivas y recuerdos felices, en lugar de en cómo se los arrebataron.
Fue maravilloso ver cómo los niños se animaban y se ayudaban mutuamente a contar sus historias. Al principio podían mostrarse retraídos, pero al final se apoyaban unos a otros, esforzándose para asegurarse de que en el libro se incluyeran las historias de cada uno de ellos.
Todos habían sido testigos de las atrocidades cometidas por el Estado Islámico en sus ciudades y países. Sé que es una experiencia atroz sobre la que forjar vínculos, pero de alguna manera se trataba de un proceso curativo. Les ayudó a compartir la carga de lo que habían pasado. Fue algo hermoso de contemplar, porque al final no importaba de dónde eran; las historias se narraban como si fueran de cualquiera de estos lugares y como si todas esas cosas les hubieran pasado a cualquiera de ellos.
Después de la ceremonia de lectura de los libros, resultó muy difícil despedirse de ellos. Como estos niños han perdido a tantas personas en sus vidas, no se debe crear un vínculo muy fuerte con ellos, ya que al momento de romperlo puedes generarles un trauma adicional. Es una habilidad difícil, pero por eso trabajamos con psicólogos expertos que nos permiten lograr un equilibrio adecuado. Tenemos que dejarles claro que tenemos nuestras propias familias y hogares a los que regresar.
Una cosa de la que me aseguré fue de despedirme de ellos adecuadamente. Como decía, no poder despedirse de sus amigos y familiares en sus países de origen había sido una experiencia muy triste para estos niños, así que procuré que eso no volviera a suceder.
Me aseguré de que los niños supieran que iba a llegar el día de despedirse y pasé tiempo con cada uno de ellos. Hablamos sobre lo bonito que era poder despedirse y recordar todos los recuerdos felices del tiempo que habíamos pasado juntos.