El ruido de sirenas, helicópteros y disparos es la constante con la que nos levantamos y nos acostamos desde hace días en Jerusalén. La tensión, la exasperación, la desesperanza, la frustración y el dolor son una onda expansiva que recorre la ciudad, desde que comenzó la nueva oleadada de violencia. Parten desde la capital y llegan hasta otros muchos lugares de la geografía palestina.
Los cierres continuos de las calles y barrios de Jerusalén Este, que impiden a la población local entrar a sus propias casas, están trastocando las vidas de unas familias que ya vivían al límite tras más de medio siglo de conflicto. Se han establecido zonas de acceso y movimientos prohibidos, o restringidos, que también a las organizaciones internacionales de acción humanitaria, como Alianza por la Solidaridad, nos impiden realizar nuestro trabajo, que nos dificultan los desplazamientos a las comunidades en las estamos trabajando. Permanentes mensajes de alertas de seguridad rebotan en nuestros teléfonos a cada momento. Palpamos la severa presencia policial y militar al doblar cada esquina.
Desde el pasado 1 de octubre, los incidentes violentos en Palestina ocupan todas las portadas. Sin embargo, poco se habla de cómo está afectando a una sociedad civil palestina que vive en precario desde hace décadas, inmersa en una violencia que vuelve a recrudecerse, con unas medidas de seguridad que cada vez les estrecha más el cerco de sus derechos y de su supervivencia.
Casi todas las conversaciones giran en torno a la situación que estamos viviendo. Se habla de una tercera intifada, que para muchos palestinos y palestinas es ya una realidad. Explican que este levantamiento está intrínsecamente ligado a las mismas razones que originaron la primera y la segunda: una ocupación que dura ya 48 años, que oprime y asfixia cada vez más a la población palestina, que veta el ejercicio de sus derechos como ciudadanos a trabajar, a desplazarse libremente, al acceso de servicios básicos como la salud, el agua, la educación o la vivienda, a la oración en sus lugares de culto religioso. Ahora, difiere de las anteriores en su individualidad y su dispersión geográfica y la justifican en la desesperación ante la falta de oportunidades que tienen debido al bloqueo y el progresivo aumento del espacio ocupado.
Estos días, he escuchado en múltiples ocasiones la palabra dignidad. Compañeras y vecinos con los que he compartido tiempo en estas semanas me han repetido que el levantamiento es para ellos una cuestión de “dignidad y de resistencia”. Son conscientes de que carecen de medios para que sus voces se escuchen, piensan que el suyo es un conflicto olvidado para el mundo, pero tras 48 años varados desde la Ocupación de Jerusalén Este, Cisjordania y Gaza, sienten que tienen el derecho de luchar por su pueblo.
La población de Gaza, donde Alianza por la Solidaridad trabaja apoyando a las mujeres, proporcionándolas atención sanitaria, atención frente a la violencia, está sufriendo las consecuencias con la misma o más dureza. El encierro en un espacio de terreno reducido y militarmente controlado aumenta exponencialmente su vulnerabilidad. Basta ver su vida para entender que no pueden más.
Una mujer gazatí excepcionalmente fuerte y sabia, con la que tengo la suerte de trabajar, me decía por teléfono esta semana: “La gente en Gaza no tiene corazón ni energía para una nueva guerra”. No tienen manera de recomponerse de las múltiples heridas de las provocadas por las guerras sufridas, especialmente la última, durante el verano de 2014, que dejó arrasada Gaza y cuya reconstrucción parece un asunto olvidado.
Cada entrada a Gaza y cada vistazo a sus calles derruidas tras la ventana del coche me sobrecogen. En los últimos seis años, la población de Gaza ha vivido ya tres guerras.
Ha pasado un año de la 'Operación Margen Protector' y la ayuda de los gobiernos no ha llegado ni al 29% de lo que fueron sus compromisos.
No se trabaja en la búsqueda de una solución política, que debería ser exigida y liderada por la comunidad internacional, el camino para evitar la violencia.
No se ha exigido responsabilidad alguna por los crímenes de guerra y las gravísimas violaciones del derecho internacional humanitario.
Ahora, Palestina sufre y se revuelve.