Miles de vidas vagan a la deriva en el Mar de Andamán

“Me entristece comunicarle que mi hijo ha partido en un barco hacia Malasia sin informarnos. Lleva flotando a la deriva en el mar, junto con otros viajeros, más de dos meses. Como padre suyo, me gustaría dirigir esta petición al Gobierno tailandés para que le rescate y le lleve a Tailandia. Si no, morirá en el mar”, reza la carta dirigida al Gobierno tailandés del padre de un joven que en marzo se echó al mar desde la costa de Bangladesh con rumbo a Malasia.

Es una de las tres peticiones de este tipo a las que ha tenido acceso eldiario.es, todas ellas redactadas el 14 de mayo en un campo de refugiados de Bangladesh, donde viven decenas de miles de refugiados de la etnia rohingya que han huido de la persecución a la que están sometidos en la vecina Birmania, su país de origen. Hemos omitido los nombres de él y de su hijo por razones de seguridad, ya que el hijo se encuentra en manos de los traficantes de personas que organizaron su salida del campo.

El joven es uno más de las alrededor de ocho mil personas atrapadas en frágiles y abarrotados barcos que flotan a la deriva en el Mar de Andamán desde hace semanas. Muchos son bangladesíes huyendo de la falta de oportunidades de su país de origen, una de las naciones más pobres y superpobladas del mundo, pero la mayoría son musulmanes rohingyas procedentes de los campos de refugiados de Bangladesh o de Birmania, donde son víctimas de una auténtica limpieza étnica.

Para muchos rohingyas, es preferible lanzarse a un viaje incierto y plagado de peligros a quedarse en un país en el que se les ha despojado de todos sus derechos. Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), unas 160.000 personas han emprendido en los últimos tres años ese peligroso viaje desde las costas de Birmania y del sur de Bangladesh. En lo que va de año, la cifra se eleva a 25.000, el doble que el mismo periodo del año pasado.

Para escapar del infierno en el que viven en Birmania, los rohingya se ponen en manos de traficantes de personas para que les lleven en barco hasta Tailandia de camino a Malasia, su destino final. Una vez en Tailandia, hasta ahora los traficantes los retenían en campos ocultos en la jungla de la frontera con Malasia, donde los mantenían cautivos hasta que sus parientes en Birmania o Malasia pagaran un rescate para liberarlos.

Como forma de presión, era común que los parientes que negociaban los rescates con los traficantes oyeran de fondo los gritos de los prisioneros mientras eran torturados. Muchos de los prisioneros morían de hambre o enfermedades en los campos, otros eran asesinados cuando sus captores descubrían que nadie iba a pagar un rescate por ellos.

La existencia de esos campos se conoció a finales de 2013, gracias a una investigación de la agencia Reuters. Desde el principio, ha habido sospechas de que había funcionarios de inmigración y miembros de la policía y de la Marina tailandesas implicados en el tráfico de personas. Pero no fue hasta hace algunas semanas que el Gobierno tailandés emprendió una campaña contundente para desarticular las redes que trafican con los rohingyas y los bangladesíes.

A principios de mayo, una fuerza conjunta de la policía y el ejército tailandeses descubrió un campo abandonado con tres supervivientes y una fosa común que contenía 26 cadáveres. En los días siguientes la policía descubrió nuevos campos con más fosas y detuvo al presunto cabecilla de la red de tráfico de personas en Tailandia, un rohingya llamado Anwar, y a tres funcionarios tailandeses locales.

La persecución del Gobierno tailandés contra el tráfico de personas se produce cuando está recibiendo cada vez más presiones por parte de la Unión Europea y Estados Unidos para que haga frente al problema.

La consecuencia más inmediata de la campaña del Gobierno tailandés contra las redes de tráfico de personas es que las tripulaciones de muchos de los barcos no se han atrevido a llevarlos a tierra y los han abandonado a su suerte en las aguas del Mar de Andamán.

A la deriva

Sin una tripulación capacitada para pilotarlos, los barcos llevan semanas a la deriva en alta mar, sin alimento ni agua potable. En algunos casos, los refugiados se están viendo obligados a beber su propia orina para sobrevivir.

Ante esta situación, Tailandia, Malasia e Indonesia están impidiendo que lleguen a sus costas y empujándolos mar adentro. El primer ministro tailandés, Prayuth Chan-Ocha justificó el viernes la decisión de denegarles asilo argumentando que “en el futuro, si vienen muchos más, eso creará un problema. Robarán los trabajos y los medios de subsistencia a los tailandeses.”

“No cabe duda de que las crueles e inhumanas políticas de Tailandia, Malasia e Indonesia de rechazar estos barcos va a provocar muertes en el mar. Dejemos esto claro: los dirigentes de estos países están incumpliendo una obligación humana básica al negarse a recibir a esas personas en sus costas, donde pueden recibir asistencia humanitaria y los cuidados médicos que tanto necesitan,” denuncia Phil Robertson, vicedirector de la división de Asia de Human Rights Watch.

Uno de los barcos ha sido expulsado de aguas tailandesas ya dos veces. El barco, en el que viajan unas 300 personas fue avistado por periodistas del New York Times y la BBC el pasado jueves. Diez de sus pasajeros habían muerto días antes y habían ido lanzados por la borda. La Marina tailandesa lo abordó poco después de que llegaran los periodistas y, tras arreglar el motor y proporcionarle comida y agua, lo envío hacía aguas territoriales malasias.

Chris Lewa, de la ONG Arakan Project, lleva años observando la situación de los rohingya en Birmania y está en contacto telefónico regular con gente dentro del barco cuando éste se halla dentro de una zona con cobertura telefónica. “Podía oír los llantos de los niños cuando hablaba con ellos”, contaba a eldiario.es en una entrevista telefónica el sábado.

El barco ya había sido interceptado por la Armada malasia unos días antes y empujado a aguas tailandesas, cuenta Chris Lewa. Sin embargo, según un portavoz del Gobierno tailandés y un funcionario de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM ), las autoridades tailandesas ofrecieron a los pasajeros del barco desembarcar en Tailandia, pero estos decidieron seguir su singladura hacia Malasia.

“La Armada Real Tailandesa habló sólo con un Rohingya angloparlante del que más tarde se descubriría que estaba trabajando para los traficantes que controlan el barco. Este hombre le dijo a la Marina que los pasajeros del barco querían continuar su viaje hacia Malasia y no deseaban quedarse en Tailandia. Tras recibir la respuesta que deseaba, es evidente que la Marina no hizo más indagaciones y decidió empujar el barco fuera de sus aguas”, cuenta Phil Robertson a eldiario.es.

Según Chris Lewa, muchos de los pasajeros quieren ir a Tailandia, e incluso podría haber habido peleas en el barco. Sin embargo, la embarcación “está controlada por tres miembros de poca monta de la mafia de traficantes de personas. Es posible que no quieran desembarcar porque temen ser detenidos si llegan a Tailandia, pero también es probable que tengan miedo de ser asesinados por sus jefes allí”, afirma Lewa.

Ahora el barco se encuentra en algún punto del Mar de Andamán, sin cobertura telefónica desde el sábado por la noche. Se cree que podría haber intentado aproximarse a las costas de Aceh, en el norte de Indonesia, ya que allí han desembarcado unas 1.500 personas en los últimos días y están recibiendo ayuda de la población y de organizaciones locales. Pero el Gobierno indonesio ha enviado cuatro destructores y un avión para patrullar sus aguas y evitar que los barcos lleguen a sus costas.

Para coordinar la respuesta a la crisis, Tailandia ha convocado para el 29 de mayo una cumbre de 15 países, incluidos Indonesia, Malasia, Bangladesh, Australia y Estados Unidos, así como organismos internacionales. Pero el Gobierno de Birmania, donde se haya la raíz del problema, ya ha anunciado que podría no acudir: el viceministro birmano de Asuntos Exteriores declaró el pasado jueves que “no tendría sentido discutir el asunto puesto que nuestro país y nuestro pueblo no los aceptan [a los rohingya]”.

En cualquier caso, señala Phil Robertson, “la cumbre regional de 15 gobiernos organizada por el primer ministro tailandés, el general Prayuth Chan-Ocha, debería ser adelantada inmediatamente porque para cuando tenga lugar podría ser demasiado tarde para la gente que está en alta mar”.

Los rohingya: un pueblo negado

Los musulmanes rohingyas del Estado de Arakan, en el oeste de Birmania, llevan sufriendo la persecución del Gobierno birmano desde al menos finales de los años setenta. Considerados inmigrantes extranjeros procedentes de la actual Bangladesh tanto por las autoridades como por una gran parte de la población birmana, de mayoría budista, en 1982 se convirtieron en un pueblo apátrida cuando el régimen militar del General Ne Win aprobó una ley de ciudadanía prácticamente diseñada para excluirlos a ellos.

Según esa ley, que sigue en vigor, sólo pueden optar a ser ciudadanos de pleno derecho los miembros de aquellos grupos étnicos que se hallaran en el actual territorio de Birmania antes de 1824, el año en que dio comienzo el periodo colonial británico. El Gobierno birmano reconoce un total de 135 “razas nacionales” que cumplen ese requisito. Entre ellas no están incluidos los rohingyas, que, según la historia oficial, son los descendientes de inmigrantes procedentes de la actual Bangladesh durante el periodo colonial británico e incluso tras la independencia del país en 1948.

Los historiadores y políticos rohingya afirman que sus raíces en Arakan se remontan al siglo VIII, y por tanto, deberían ser incluidos entre las “razas nacionales”. La verdad histórica probablemente se encuentre en un punto medio entre ambos extremos: lo más plausible es que los rohingya sean los descendientes, por un lado, de esclavos llevados al reino de Arakan desde el reino de Bengal por los arakaneses y por mercenarios portugueses durante los siglos XVI y XVII y, por otro, de los trabajadores procedentes de Bengal que emigraron a Arakan durante la ocupación británica.

El Estado de Arakan fue en el pasado un reino independiente que en algunas épocas llego a ser relativamente poderoso en la región. En la actualidad es el segundo estado más pobre de Birmania, uno de los países más depauperados de Asia. La mayoría de la población, unos dos millones y medio de habitantes, son budistas de la etnia rakhine. Los Rakhine tienen un fuerte sentimiento nacionalista y se consideran “atrapados entre los birmanos al este y los bengalíes al oeste”. Los rohingya musulmanes son unos 800.000. Ambos grupos han mantenido desde hace al menos dos siglos una convivencia relativamente pacífica, aunque no exenta de tensiones que han estallado esporádicamente en episodios de violencia sectaria, a partir de la Segunda Guerra Mundial.

A finales de los años setenta, el Gobierno birmano comenzó una campaña de discriminación contra los rohingyas que se extiende hasta nuestros días. En 1978 lanzó la “Operación rey Dragón” para identificar a inmigrantes en situación irregular, el proceso se llevó a cabo con una brutalidad tal que un cuarto de millón de rohingyas huyó a Bangladesh. Debido a las presiones internacionales, al poco tiempo el Gobierno birmano recibió de vuelta a una gran parte de ellos. Pero a principios de los ochenta le denegó la ciudadanía a una inmensa mayoría de la población rohingya, lo que implicó que se vieran despojados de todos sus derechos. Durante años, el Gobierno birmano ha limitado enormemente su libertad de movimientos, su derecho a casarse, su acceso a la educación o a recibir atención sanitaria.

La situación no hizo más que empeorar en 2012, un año después de que Birmania comenzara un incierto proceso de transición democrática tras cinco decenios de dictadura militar. En junio y octubre de ese año, se produjeron sedas oleadas de violencia sectaria entre los musulmanes rohingya y los budistas rakhine que se saldaron con al menos 140 muertos, la mayoría de ellos musulmanes, barrios enteros arrasados y al menos 140.000 desplazados internos, también en su inmensa mayoría musulmanes.

Desde entonces, los rohingya viven totalmente confinados en sus pueblos, en guetos urbanos o en campos de desplazados internos. Incapaces de trabajar, muchos de ellos dependen de una ayuda internacional más que insuficiente y que debe sortear la hostilidad de la población budista local y la desidia de las autoridades. En los campos abundan los casos de malnutrición severa y son frecuentes las muertes como consecuencia de enfermedades perfectamente tratables. Además, el Gobierno les arrebató en marzo sus tarjetas de residencia, con lo cual los rohingyas prácticamente no existen a efectos administrativos.

Aparte de la persecución gubernamental contra los rohingya, entre la población birmana apenas hay voces que se alcen en su defensa. Incluso entre la oposición democrática liderada por la premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, está extendida la creencia de que son inmigrantes en situación irregular de Bangladesh que deberían ser expulsados del país.

Decenas de miles de rohingyas han huido de Birmania durante décadas, pero ha sido en los últimos tres años cuando los números han adquirido la proporción de un auténtico éxodo. Rechazados en su propia tierra, ningún país de la región los ha aceptado como refugiados.