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Los motivos de Jessica para no estudiar

Jessica I

Héctor Abad Faciolince

Poeta, novelista, columnista de El Espectador y periodista de Blu Radio —

Las vías de acceso a El Salado son tan malas que la mayoría de los 450 paramilitares que cometieron la masacre en este corregimiento de los Montes de María llegaron a pie. Los jefes llegaron en helicóptero, y unos pocos más, en jeeps que se robaron en el camino. Cercaron el pueblo, bloquearon las vías de salida y luego entraron a requisarlo casa por casa.

Algunos pobladores oyeron los tiros mientras los paramilitares se acercaban matando por la trocha, y se escaparon al monte; por eso se salvaron. Otros se escondieron en los pozos sépticos. Pero cuando esa manada de asesinos llegó al caserío, en El Salado todavía quedaban cientos de habitantes, parapetados en sus casas. De allí los sacaron a la fuerza y los obligaron a reunirse en una cancha de baloncesto al frente de la iglesia.

Ahí interrogaron, torturaron, abalearon, acuchillaron, machetearon, empalaron a 66 mujeres, hombres, ancianos y niños (y a otros 50 en los alrededores), entre el 18 y el 20 de febrero del año 2000. Y volvieron a irse, la mayoría a pie, otros en jeep y los líderes en helicóptero, bajo la vista gorda del Ejército, tras dejar una estela de sangre y terror.

Los sobrevivientes salieron de sus escondites y fueron a las casas a recoger lo más esencial. El pueblo de miles de habitantes fue abandonado, quedó convertido en un caserío fantasma, sin una sola alma, y durante años se lo tragó la manigua.

Algunos valientes saladeros –que es el gentilicio de sus pobladores– intentaron un primer regreso dos años después, liderados por un líder nato, inteligente y altivo, Luis Torres Redondo; pero tres años más tarde tuvieron que volver a salir despavoridos, diezmados por la guerrilla y desprotegidos por el Estado, amenazados nuevamente por los paramilitares en proceso de desmovilización, y acosados por terratenientes y empresarios que poco a poco –y a precios irrisorios– les iban comprando las tierras convertidas en rastrojos por el abandono y el miedo.

Al nuevo éxodo siguió un nuevo retorno, más reciente, esta vez con acompañamiento internacional y con el apoyo de algunas fundaciones, en especial de la Fundación Semana y su directora, la dulce y firme Claudia García.

Visito El Salado por primera vez en mi vida, como quien peregrina a un Guernica colombiano, un sitio que se ha convertido en el símbolo del martirio campesino de la guerra en Colombia, pero también de su renacimiento. Para llegar allí cogemos un automóvil en Cartagena y vamos hacia el sur durante dos horas hasta el Carmen de Bolívar. Hasta el Carmen la carretera es amplia, asfaltada, una troncal. Allí cambiamos de coche porque en la temporada de lluvias sólo entran los jeeps y recorremos en 50 minutos la trocha de 18 kilómetros que lleva hasta el caserío renacido.

El paisaje es exuberante y sobrecogedor, la tierra fértil, pero como ha llovido el camino es un barrial. Antes era peor; ahora, en las cuestas más empinadas, han construido unas huellas de cemento que hacen posible la subida sin que los 4x4 se queden patinando en el lodo jabonoso.

En el casco urbano de la población el ambiente es de trabajo y esperanza. En los últimos cinco años El Salado ha resucitado. Hay escuela primaria, hay colegio de bachillerato, hay guardería infantil, hay hogar para ancianos, hay Casa del Pueblo con una bien surtida biblioteca.

Una niña camina tranquila, con su uniforme, por la cancha de baloncesto donde hace trece años se cometió la masacre. Tienen agua potable y hay alcantarillado. Hay comercios y talleres de artesanos, hay tiendas con mercancía. Hay un pequeño monumento a los masacrados, al lado de donde los enterraron de afán, tratando de unir sus partes desmembradas, en fosas comunes.

En los alrededores de El Salado se cultiva yuca, plátano, ñame, mango, hortalizas, y sobre todo hojas de tabaco negro y de tabaco rubio. En el pueblo se producen ahora puros de gran calidad para los cuales ya hay planes de exportación.

No han vuelto los 6 o 7 mil habitantes que tuvo el pueblo, pero los 1.300 que ahora lo habitan son un ejemplo de optimismo y resurrección. Todos recuerdan la masacre, todos recuerdan su huida, pero ahora han regresado, han vuelto a levantar sus casas, y se quieren quedar. Todos, además, quieren contar, quieren hablar, y hablan sin miedo de su tragedia pasada, de sus amigos y parientes asesinados, y hablan también con orgullo de sus planes presentes.

Queremos ir más allá para ver cómo viven los que no volvieron al caserío, sino aún más lejos, a las veredas donde tienen sus parcelas y donde otra vez cultivan las magníficas hojas de tabaco, flexibles, anchas, aromáticas.

Conseguimos cuatro caballos y en ellos seguimos tierra adentro por una trocha aún más estrecha y embarrada que la que nos trajo del Carmen. Nos dirigimos hacia Santa Clara, una vereda a más de una hora de camino a caballo. Atravesamos el arroyo Morrocoy, que da al arroyo Mancomoján (célebre por batallas durante la Independencia y la Guerra de los Mil Días).

Los cascos de los caballos se hunden en los saltanejos y el barro salpica todo alrededor. Los dueños de las fincas, los accidentes del paisaje, nos los va describiendo el guía que llevamos, el mejor que se pueda conseguir, Lucho Torres (el mismo líder del retorno), que en las dos horas de cabalgata va desgranando la historia de su vida, ligada íntimamente a la trágica historia del pueblo donde nació. Pero no es este el cuento que voy a contar, pues este ya ha sido narrado en detalle en otras partes (véase el estupendo recuento hecho por el Grupo de Memoria Histórica).

No, el cuento que quiero contar es uno mucho más simple: se trata de la historia de una niña que vive en esta vereda apartada del mundo, Santa Clara. Allí, en diciembre del año pasado, ella terminó la primaria, porque la vereda tiene escuela elemental. Sabe leer, escribir, sabe las cuatro operaciones aritméticas. Tardó un poco más de lo normal en terminar, porque la presencia de la maestra aquí era irregular. Pero desde hace un año habría podido y quisiera haber entrado a hacer la secundaria, en el colegio que ahora existe en El Salado, y sin embargo en todo este año no ha podido asistir.

El caney de la familia Flórez

El caney de la familia FlórezSi Jessica Flórez fuera hombre, estaría estudiando bachillerato en el colegio de El Salado. Si no fuera una niña de 13 años, sino un niño, Jessica Flórez saldría cada día desde el rancho que su familia reconstruyó hace seis años, haría a pie o en burro la hora y media de camino para llegar hasta el pueblo, estudiaría desde las siete de la mañana hasta el mediodía, y volvería otra vez a pie o en burro hasta el caney de tabaco donde vive con su familia, por una trocha polvorienta en verano y empantanada en invierno, otra hora y media de camino.

Pero Jessica es mujer y tiene miedo de hacer ese trayecto sola, que en todo caso sus padres nunca se lo dejan hacer si no va en compañía. Es comprensible: dejando de lado el clima (sol calcinante en verano, barro y lluvias torrenciales en invierno), por esos parajes no vive casi nadie, y una niña sola sería presa fácil de cualquier maldad.

Héctor, el hermano mayor de Jessica, de 18 años, no quiso estudiar y le ayuda a su padre a cultivar y recolectar las hojas de tabaco; la hermana mayor de Jessica, Olga Lucía, tampoco quiso hacer la secundaria, y ahora, a los 17, ya tiene un niño y otro viene en camino. Vive con su marido muy cerca de ahí. “Si tuvieran caballo –les sugiero–, tal vez podrían acompañar a Jessica hasta El Salado todas las mañanas, y recogerla por la tarde”.

Mientras lo digo pienso que yo mismo podría conseguirles de regalo un animal. Pero el hermano me aclara: “Caballo hay; lo que no tenemos es tiempo para llevarla y luego volver por ella. Una hora de ida y otra de vuelta, cuatro horas al día… Lo primero es lo primero; se pierde la cosecha, mi papá no me dejaría”.

Tienen razón, el caballo no sirve. El viaje, hecho una vez, es un paseo agradable: todos los días sería una tortura, sin contar con que un caballo puede cojear o enfermarse en cualquier momento. Después me entero que esta es la solución que les ha dado el gobernador de Bolívar: mandarles burritos de regalo. Una solución que nada arregla.

En la vereda de Jessica no hay más niños de su edad. La única que hay es una prima, que sí estudia en un pueblo, pero porque tiene una familia de confianza que la recibe toda la semana. La prima vuelve a la vereda los sábados, y así el problema del transporte es menos grave. Les pregunto si se les ocurre alguna otra solución.

La madre de Jessica, Marelbis Bohórquez, niega con la cabeza. Mientras piensa, hierve café en el fogón de leña. Bajo ese mismo techo de paja en que cocina su madre, duerme en hamacas toda la familia. Y allí mismo se mueven los perros, las gallinas, los pavos y los cerdos.

De las varas del techo cuelgan las anchas hojas del tabaco. En esta temporada el rancho es el caney donde se seca el tabaco. Cuando esté seco se entonga en las prensas, y ahí se fermenta, ya listo para vender. De eso viven. Por mucho que lo piensa, la madre no encuentra ninguna solución.

Moto no tienen, pero propongo una moto. Jessica me contesta: “Aun si tuviéramos moto, cuando llueve, las motos no pueden pasar”. Le pregunto qué ha hecho en todo este año, desde enero hasta octubre, y me cuenta que ayuda a su madre en las labores de la casa; trae agua del pozo, barre, cocina. Lo que ella quiere es terminar sus estudios, pero no sabe cómo.

¿Vivir en una casa de El Salado? No conocen a nadie bien, y no tendrían cómo pagarle el hospedaje y la alimentación. Al fin me dice que hay una solución: esperar un año más, hasta que un niño y una niña de la vereda crezcan y terminen la primaria; así serían tres y en compañía de otros la dejarían ir. Ya tendrá 15 años cuando empiece el bachillerato, pero ¿qué más se puede hacer? Su sueño es estudiar.

Volvemos a montar en los caballos y regresamos a El Salado por la misma trocha empantanada. Lucho Torres, la memoria viviente de este lugar, sigue contando la historia del pueblo y de su vida. Es un hombre ponderado y sabio, sobrio. Hablamos del abandono en que el Estado ha dejado todas estas regiones. Los particulares, las fundaciones privadas, han tenido que hacer lo que el Gobierno y sus representantes, los políticos, no han sabido hacer.

Para que Jessica pudiera estudiar, se necesitaría un camino transitable y un transporte –quizás un jeep– escolar. Esta es la solución que la Secretaría de Educación de Antioquia, lejos de Bolívar, ha encontrado para sus estudiantes de las veredas más lejanas. La Fundación Semana y los pobladores de El Salado han hecho mucho por mejorar el pueblo, que ya no es una sombra, ni un pueblo fantasma, sino un ejemplo de rescate para todos los pueblos abandonados y martirizados de Colombia. Un modelo replicable que debería servir de paradigma en muchos otros sitios.

Los motivos que tiene Jessica para no estudiar no tienen nada que ver con su deseo, ni con sus capacidades, y ni siquiera con la ausencia de escuelas. Es un problema de vías y de medios de transporte. Los paramilitares llegaron aquí a matar en jeep, a pie, a caballo, e incluso en helicóptero. ¿Qué transporte podemos ingeniarnos para que Jessica pueda ir desde su vereda hasta El Salado a estudiar?

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