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Muerte de un chico en Melilla: más que un “desgraciado suceso”

Xoán Vázquez

Prodein —

El lunes murió un chico. No hemos visto nada en las noticias. Ni políticos dando el pésame ni la opinión pública movilizándose. No era europeo, y esa es la única causa. Bueno no, la única no. También era pobre. Un nadie.

Osama era un chico como cualquiera de los cientos que crecen hijos de una familia extensa, en duras condiciones, endurecidos y curtidos por los años de buscarse la vida en las calles de Fes, Marruecos. Como para la mayoría, la única salida a la miseria es una: llegar a Europa y buscarse un futuro. O por lo menos la oportunidad de tenerlo. El viaje es largo, y las posibilidades de triunfar mínimas. Pero vale la pena jugársela.

Una de las rutas más codiciadas es también una de las más costosas: entrar en Melilla. El reino marroquí no reconoce la soberanía de los enclaves españoles en el Norte de África y se refiere a ellos como “los presidios”, pues eso fueron durante casi cuatrocientos años: cárceles. Y a pesar de haber cambiado su estatus legal a través de los años, eso siguen siendo a ojos de cualquiera que cruce sus infranqueables muros. Melilla es una cárcel rodeada por una valla de 12 kilómetros.

Es el sueño de miles de migrantes que esperan utilizarla como trampolín de entrada a Europa: malienses o sirios que escapan de la guerra, argelinos y otro sin fin de nacionalidades utilizan esta ruta cara al 'sueño Europeo'. Pero nadie quiere quedarse en Melilla, y una vez que entran, el presidio se convierte en una pesadilla para muchos.

Esto es lo que ocurre con los menores del Rif, que cruzan el puesto habilitado de Beni Nzar, la grieta de la muralla, para acceder a Melilla. Algunos tienen solo ocho años. No tienen nada que perder. Cruzan corriendo la aduana perseguidos por los militares y la policía. Si los pillan tanto los policías españoles como los marroquíes les darán una paliza y los devolverán. Ellos volverán a intentarlo.

Así es como entran decenas de jóvenes marroquíes a vivir en Melilla. Allí, y pese a lo que muchos quisieran, la legislación española impide expulsarlos por minoría de edad y la ciudad autónoma pasa a hacerse cargo de su tutela. Así es como entran en los centros de menores como “La Purísima”. Este centro y muchos de sus trabajadores lleva siendo objeto de denuncias públicas y judiciales por parte de la ONG Pro Derechos de la Infancia de Melilla durante muchos años por diversos casos de maltrato, abusos, chantajes y corrupción sin que ninguna prospere. La ONG apunta a los dirigentes más altos de la Consejería de Interior de la ciudad autónoma como los culpables últimos de este trato degradante. Los centros de menores, mal abastecidos y desbordados de capacidad, son instrumentos de tortura. El mensaje debe ser claro: no sois bienvenidos.

La reacción de los niños a los maltratos y a la falta de expectativas en Melilla es escaparse del centro y vivir en la calle. Se agrupan y callejean, construyen chabolas, esnifan pegamento para olvidar y viven de las limosnas de los vecinos. Otros duermen al raso. Todos rondan el puerto con el objetivo de hacer “riski”, saltar al puerto y colarse en los barcos de carga que van a Málaga o Almería.

La actitud de las autoridades siempre ha sido la misma: más policía y más criminalización. A veces los detienen y los devuelven al centro de menores, otras solo reciben golpes y vejaciones por parte de los agentes. Algunos chicos hablan incluso de devoluciones de menores a Marruecos realizadas por la policía ilegalmente.

Desde hace unos meses la situación ha empeorado. La administración es conscientes de que no son capaces de gestionar el tema de los menores y la solución ha sido más mano dura. Se ha levantado una nueva valla en el acceso al puerto que da al acantilado para tratar de hacer imposible el acceso y la policía realiza redadas casi a diario. Quizás ha sido la proximidad de las elecciones lo que ha hecho que el alcalde Imbroda quiera borrar la mala imagen de niños durmiendo en las calles de Melilla y merodeando en el puerto.

Por su parte, los jóvenes han encontrado otro acceso desde más lejos, rodeando el acantilado y exponiéndose al peligro aún más para acceder al puerto.

Osama murió la noche del pasado lunes precipitándose al abismo delante de sus amigos. Sus compañeros, traumatizados, no saben qué pasará y si esta muerte traerá aún más desgracias a las ya existentes.

La administración trata de desentenderse alegando que era mayor de edad y que no estaba por tanto bajo su tutela. En la ficha policial aparece como menor pero en la autopsia que acaban de realizar los médicos alegan que era mayor de edad. Pero no hay resultados concluyentes. La prueba que se realiza es el análisis óseo y el Defensor del Pueblo y varias organizaciones han denunciado ya la poca fiabilidad de estas prácticas, que tienen un margen de error de hasta cuatro años.

El Delegado del gobierno, Abdelmalik El Barkani, ha incluso insinuado que es una fortuna que esto no ocurra más veces, dados los riesgos que corren estos chicos. Como si los chicos cruzaran acantilados por deporte. O como si la vida callejera de los menores no tuviera unas causas y unos culpables, con nombres y apellidos. Más allá de si el Estado era el tutor legal o no, la administración está directamente involucrada en esta trágica muerte, ya que no es más que la consecuencia última de sus medidas de acoso y represión a los jóvenes marroquíes.

Y es esa fórmula, la violencia, la represión y exclusión, la que se aplica de forma sistemática contra todo los no-europeos desde este continente. La misma política que coloniza, devasta y saquea países y luego no se hace responsable del desastre humano que deja atrás. La misma que deja ahogarse a miles de personas de una tacada en el mar mientras se vanagloria de ser respetuosa con los derechos humanos.

Unas políticas que reaccionan levantando obstáculos a las necesidades humanas. Y venga vallas, y muros y concertinas y violencia para frenar la necesidad de huida de las personas de la desgracia. Más muros contra la realidad, más paredes a la necesidad. Y más criminalización.

De 17 o de 18 años, Osama era un nadie, un estorbo para un mundo que le dio siempre la espalda por nacer del lado equivocado y ahora un muerto que la Ciudad Autónoma intentará sacarse de sus espaldas como sea.

Su muerte se trata como un “desgraciado suceso” que no tiene más trascendencia. Pero sin embargo es la punta del iceberg de un complejo sistema de vida que sufre a diario el racismo, la exclusión, la pobreza, la violencia y la discriminación.

Lejos de ser olvidado, sus amigos están escribiendo pancartas en su honor para recordarle. La visión de su pérdida deja un sentimiento de desamparo, impotencia y desolación entre ellos, que mañana se volverán a levantar para sobrevivir a un mundo que se les revela hostil desde que nacieron. El crimen de ser pobre, migrante y 'moro' en Europa.