Cuando vio las imágenes de los niños y niñas sirios, Niclas Hammarström pensó que debía hacer algo. Este fotógrafo sueco había colgado la cámara en 2002 del mismo modo que el futbolista cuelga las botas, pensando que es para siempre.
Pasó nueve años sin hacer fotos. Hoy asegura que no lo echaba de menos y cuenta que fue un viejo amigo quien le sugirió que volviera a ponerse detrás del objetivo. “Lo harás bien”, le dijo. Hay pasiones que tardan poco en volver a encenderse. Hammarström recibía este martes en la distancia el Premio Internacional de Fotografía Humanitaria Luis Valtueña por su trabajo en Aleppo. Hace tan sólo dos semanas regresaba a Suecia tras permanecer 46 días secuestrado en Siria.
A Hammarström, como él mismo reconoce, nunca le han gustado los conflictos. Tras cubrir Sarajevo decidió darse un descanso. “Desde entonces no hice ninguna guerra, realmente porque no quería, siempre me han dado algo de miedo”, explica a Desalambre en una conversación telefónica. “Hace tres años pensé que debía hacer algo, que tal vez no iba a cambiar el mundo pero que podía hacer que la gente comprenda las cosas que están pasando”.
Entonces tuvo lugar la matanza en la isla noruega de Utoya y se topó de bruces con algunas de las fotografías más duras que ha tenido que hacer, “por lo inesperadas”, recuerda. “Fuimos los primeros periodistas en estar allí, nadie sabía el alcance de lo sucedido hasta que llegamos y vimos a toda aquella gente. Era una escena tan fuera de la realidad…”. Sus instantáneas de aquella tragedia recibieron un segundo premio en el World Press Photo de 2012.
En octubre de ese año llegó a Aleppo. En este primer viaje –luego vendrían dos más– tomó las fotos que componen la serie premiada por Médicos del Mundo, un conjunto de imágenes desgarradoras de esta ciudad siria que parecen darle silenciosamente la razón a lo que escribía, refiriéndose a la fotografía, la ensayista Susan Sontag en su obra Ante el dolor de los demás: “Si el dolor podía hacerse lo bastante vívido, la mayoría de la gente entendería que la guerra es una atrocidad, una insensatez”. Sus fotografías tienen esa virtud.
“Es posible que la gente se esté acostumbrando a las imágenes que retratan el sufrimiento humano pero lo que yo pretendo, lo importante a la hora de hacer fotografías de la guerra, es que la gente las recuerde. Eso es lo que intento, hacer fotos que le hagan a la gente pensar un poco más allá cuando las vea, y hacerlo con respeto”.
“Algunos días llegaba a sentir todo ese apoyo”
El 23 de noviembre de 2013 Niclas Hammarström fue secuestrado junto a su compañero, el redactor Magnus Falkehed, en la zona de Yabrud, cerca de Líbano, “a media hora de la frontera de la paz y la libertad”, escribiría posteriormente Falkehed, en un reportaje publicado en el diario sueco DN. “Teníamos previsto quedarnos en esa área unos diez días pero, pasados seis, pensamos que ya había llegado el momento de volver a casa. Empezaba a ser muy complicado para nosotros trabajar allí, nos acusaban de espías, nos amenazaban continuamente”, recuerda.
“Cuando ya estábamos cerca de la frontera con Líbano paramos en un checkpoint y tres hombres armados nos capturaron y nos trasladaron a una casa”, relata. El secuestro no fue reivindicado por ningún grupo armado y, según la prensa sueca, su motivación fue económica. Lo que no ha transcendido es si tras la negociación se produjo o no el pago de un rescate.
Tras un intento de fuga en el que Niclas fue disparado en la pierna izquierda, con la fortuna de que la bala entró y salió sin afectar tejidos importantes, los dos rehenes fueron trasladados a otra casa. “Allí permanecimos unos 30 días en unas condiciones realmente duras”. Condiciones que para el sueco fueron lo más parecidas a “un infierno” de no haber sido por el frío: “Pasamos mucho frío, intentábamos mantener el calor como fuera”.
Pero ni la falta de electricidad y la oscuridad permanente, ni las dos o en ocasiones una única comida al día, ni los cinco minutos máximos diarios para ir al baño, en los que aprovechaban para lavar sus ropas, o las amenazas de muerte constantes fueron lo más doloroso para ellos. “Lo peor era la incertidumbre, pensar en mi familia, en cómo estarían mi mujer y mis tres hijos, si alguien se estaba preocupando de ellos”, confiesa el fotógrafo. “En una situación así, a veces llegan pensamientos muy sombríos”.
En su caso particular, afirma que fue esencial el hecho de ser dos personas. “El poder estar juntos nos ayudó mucho, de no haber sido así, no sé si lo hubiera podido soportar, es muy duro y es bueno tener a alguien con quien hablar, a quien poder abrazar o con quien poder llorar”, cuenta sabiéndose afortunado de haber vuelto y consciente de que “tendrá que pasar mucho tiempo para superarlo”.
En su mente también están los más de treinta compañeros de profesión que permanecen secuestrados en Siria, entre ellos los españoles Javier Espinosa, Ricardo García Vilanova y Marc Marginedas. “Mi único mensaje es que sean fuertes y no pierdan la esperanza. Cuando yo estaba allí, en ese lugar tan oscuro, pasaba momentos en los que no sabía si alguien se estaba preocupando o pensando en mí, pero sí lo están. De alguna manera un poco extraña había veces, algunos días, en los que podía llegar a sentir todo ese apoyo”.
De esta “guerra cruel” y de este secuestro, Niclas Hammarström revela una lección aprendida: “No confiar en nadie”. “La gente puede parecer muy amable pero…, sí, eso he aprendido, a no confiar en nadie”, vuelve a soltar titubeando, como si recordara algo. Y se hace el silencio.
Niclas volverá a colgarse la cámara. “No sé dónde, pero volveré. Lo que no creo es que regrese otra vez a Siria, aunque sí haré algo humanitario”. Como cuando dejó la fotografía y trabajó en la empresa familiar, dedicada a vender material de ayuda para discapacitados, una tarea que a su modo, sostiene, “fue también humanitaria”.