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Incriminada por su novio pandillero

Elsa Cabria / Ximena Villagrán / Rosario Marina / Alberto Arce

San Salvador (El Salvador) —

El asesino dijo que el muerto, antes de muerto, estaba muy borracho.

El día de Navidad de 2014, una mujer de 70 años fue a la Policía de su municipio a denunciar la desaparición de su hijo, de 40. Declaró que el hombre había salido de su casa alrededor de las 10 de la mañana para ir a trabajar al centro de San Salvador, la capital de El Salvador. Alto, trigueño y de ojos café, llevaba camisa y pantalón azules y una mochila negra. La anciana supo por vecinos que el día de la desaparición lo habían visto en la calle principal de su colonia y que había sido amenazado por un pandillero del Barrio 18. No era la primera vez que le sucedía. Su otro hijo ya había desaparecido en 2012. Desaparecido significa asesinado. La madre temía, con razón, que los pandilleros hubieran matado a ambos.

Dos años después de la última desaparición, la pareja de aquel desaparecido supo por la televisión que la Policía había encontrado unas osamentas al fondo de un barranco de la colonia. Era el 24 de mayo de 2016. Junto a los huesos, había una mochila negra, la misma que el hombre llevaba el día de su desaparición. La mujer fue a Medicina Legal, la institución forense de El Salvador. El muerto de la tele era su muerto.

Cuando la Fiscalía entrevistó a la ya viuda del hombre, ella señaló a la posible culpable: la pandilla Barrio 18 Sureños, una escisión salvadoreña del Barrio 18, una de las pandillas más grandes de Centroamérica. El Gobierno decidió aislar a los líderes de las pandillas Barrio 18 y Mara Salvatrucha (MS) en las cárceles para dificultar su organización. Lo logró. La ruptura dentro de la 18 fue irreversible. A partir de 2006, nacieron dos facciones enemigas: Sureños, los que seguían las normas de su pandilla en California, bajo órdenes de veteranos deportados presos; y Revolucionarios, que buscaban tener una personalidad más local, sin órdenes foráneas, cuyos líderes estaban fuera de las cárceles de El Salvador.

Para 2016, aquel hijo desaparecido llevaba dos años enterrado al fondo del barranco víctima de esa guerra intestina entre pandillas. La Fiscalía ya lo sabía, se lo había dicho El testigo. Por eso la Policía fue a buscar los huesos. Ese testigo era miembro de la pandilla, fue uno de los tres asesinos y, en ese mismo caso, donde admitió el asesinato, también acusó a 76 personas del Barrio 18 Sureños de participar en 20 homicidios similares.

Este tipo de testigo, el que delata, se llama criteriado en El Salvador. En los últimos 11 años, 663 personas en ese país obtuvieron una reducción de la pena y una residencia temporal a cambio de dar información, según el tipo de negociación mantenida con la Fiscalía General de El Salvador. Su utilización es recurrente en los casos de pandillas: el testimonio de una sola persona es suficiente para que la Fiscalía acuse a decenas de personas. El uso del testigo protegido se multiplicó por 15 en los últimos 11 años sin mucho éxito. El 54% de los informantes se ha retirado del programa.

“El declarante recibió una llamada de Z donde le decía que en el pasaje el hermano de B andaba bien bolo [borracho], por lo que [el declarante] salió de donde estaba con Hebe, diciéndole que moviera [llevara] al hermano de B y que, cuando lo tuviera en una casa, le avisara. A los quince minutos le habló que ya lo tenía, estaba bien bolo, tanto así que no se levantaba, siendo que Hebe se retira del lugar”.

Informe de la Fiscalía sobre la declaración del testigo.

Hebe se llama de otra forma, pero por su seguridad, este será su alias y su nombre, el de la diosa griega de la juventud y la belleza eterna. Según El testigo, después de que Hebe se marchara, otros dos pandilleros llegaron a la casa. Entre los tres ahorcaron al hijo de la anciana, con las manos y con un cincho [cinturón] hasta matarlo. Esperaron a que se hiciera de noche para sacarlo de la casa y lo lanzaron por el barranco que queda al final del pasaje [callejón] donde estaban. Bajaron al fondo, cavaron un hoyo y lo enterraron.

El 28 de mayo de 2016, el médico forense encontró la cabeza del hombre por un lado y el esqueleto por el otro. La camisa estaba rota, llevaba pantalón vaquero, tenía la mandíbula rota y solo una zapatilla de deporte, la izquierda. En la bolsa pequeña de la mochila negra había una cartera con unas tarjetas de presentación que no lograron identificar. Hacía seis meses que estaba convirtiéndose en esqueleto.

***

El 16 de agosto de 2018, Hebe se puso de pie frente al juez con sus pantalones celestes, sus tenis, su camisa negra de manga larga y sus 19 años. Estaba acusada de agrupaciones ilícitas, lo que significa que se juntó con, al menos, dos personas para delinquir de manera temporal o permanente. Se juega ir a juicio y ser condenada a un mínimo de tres años de cárcel.

En la sala hay otras cinco amigas de su colonia. Viajó con ellas porque también estaban acusadas. Su abogado particular pide al juez que ella pregunte al testigo. Los oscuros ojos con rimel de Hebe miran al testigo protegido, cubierto de pies a cabeza con una tela oscura, como el verdugo que le corta la cabeza.

—¿Sabes quién te habla?

—No, no sé quien sos.

—Fuimos pareja, ¿sí o no?

—No.

No lo dirá en la audiencia, pero Hebe dice antes y después que El testigo, el criteriado, era su novio. El presunto novio la incriminó y la acusó de participar en el homicidio del hijo de aquella anciana y la Fiscalía, además, la acusó de agrupaciones ilícitas. Por eso pasó mes y medio en los calabozos de la Policía, tres meses en prisión preventiva y ocho meses más con obligación de ir a firmar al juzgado cada 15 días hasta que salió absuelta.

“En cuanto al delito de agrupaciones ilícitas [...] es opinión de la suscrita juez que tanto la existencia legal del delito como la participación delincuencial de los procesados ha quedado demostrado por medio del dicho del testigo”.

Resolución de audiencia preliminar.

El enamoramiento

—Muchacha, ¿no ha visto a los policías ahí arriba?

La muchacha, que caminaba por su colonia, se giró, lo miró, lo reconoció. Él a ella, no.

En un café de la zona de hoteles de San Salvador, en julio de 2018, la muchacha recuerda con sonrisa pícara ese cruce de miradas de enero de 2016. Hebe dice que se conocían de niños, pero que llevaban años sin verse. A los meses de esas miradas, hubo una solicitud de amistad en Facebook aceptada. Y likes a muchas de las fotos de Hebe. Pero ella, que se esforzaba por “ser buena”, no quería nada con un pandillero. Lo dice ella.

La muy cristiana evangélica madre de Hebe y de otros dos varones, uno mayor que ella, otro mucho menor, puso una venta de pupusas, el plato típico de El Salvador, en su manzana. En una ocasión, el pandillero llegó y le gritó. “¡Suegra!”. La mujer se quedó mirándole y le espetó muy seriamente: “¡Cómo que suegra!”. Esa vez y otras tantas entre enero y octubre, el pandillero pasó gritándole a Hebe ante la circunspecta mirada de la madre: “Hebe, te amo”. La noche del 12 de octubre de 2016, delante de la casa de ella, él le preguntó si quería salir con él. “Y yo me quedé: ¿Ah? Y le dije: 'Sí, voy a andar con vos, así de repente”, recuerda Hebe con inocente ironía.

“El testigo identifica en su entrevista únicamente con el alías Hebe [a la persona], a quien describe de la siguiente manera: color de piel blanca, color de cabello negro y estilo largo, complexión delgada, estatura un metro cincuenta aproximadamente, 18 años. La conoce desde el año 2008, y desde el 2014 colabora con la pandilla hasta ahora. Las funciones que realiza, le postea [vigila] al hermano que es civil activo de la pandilla, porque como el hermano es civil y ya ha matado, y está a punto de brincarse [entrar en la pandilla], le mueve [esconde] las armas de fuego al hermano…”.

Informe sobre la declaración del testigo.

Hebe es como la describe El testigo en su relato a la Fiscalía. De esas personas delgadas que tienen cara redonda, granulosa sin granos, de labios finos, pálida. Sin ser consciente de que tres personas la observan, se apoya en el mostrador de una oficina del centro judicial Isidro Menéndez, en San Salvador, un bochornoso día de finales de julio. El aire acondicionado está altísimo. Dice su nombre al funcionario. Su camiseta blanca de corazones rosas transparenta un sujetador azul claro. El pantalón de lona se ajusta a su cuerpo adolescente.

Las tres personas la reconocemos porque estamos sentadas detrás revisando las tres cajas de archivadores que acumulan su expediente. En los archivos, aparece su foto, igual que la de muchos de los otros 76 acusados en 20 homicidios a los que El testigo inculpó.

El encuentro es fortuito, pero Hebe reaccionó con normalidad cuando le explicamos por qué queríamos hablar con ella. Estaba en esa oficina porque desde diciembre de 2017, cuando la jueza le concedió la libertad provisional, cada 15 días va en bus con su mamá al juzgado a firmar.

***

El mismo año en que entró en funcionamiento el programa de protección de testigos, las pandillas prohibieron que las mujeres en El Salvador fueran pandilleras. Hasta ese año, 2006, había mujeres con poder de mando en las reuniones de toma de decisión y coordinación en ambas pandillas. Pero fueron expulsadas por falta de confianza.

La sospecha vino porque algunas eran informantes de la Policía y de la Fiscalía. “Cuando había rupturas [sentimentales con pandilleros], eran más vulnerables a dar información, sabiendo que habían cometido delitos, preferían colaborar con la Justicia, pensaban más en sus hijos”, dice Guadalupe Echeverría, jefa de la Unidad Especializada Antipandillas.

Las mujeres se convirtieron en testigos criteriados. Ante lo que se consideraba una falta de lealtad, hubo castigos: algunas violadas, algunas asesinadas. Sin embargo, la lógica pandillera contrasta con la realidad: el 65% de los testigos del programa de protección hasta diciembre de 2017 han sido hombres.

En 2006, una líder del Barrio 18 se convirtió en alias Joker, testigo criteriada de la Fiscalía. Su pandilla mató a unos familiares suyos y ella decidió colaborar. Durante tres años, apoyó en la desarticulación y condena de cuatro células locales de San Salvador. Su caso fue el detonante del fin de la mujer pandillera. Así lo sostiene Echeverría, quien con voz suave y tono académico, es experta en violencia pandillera.

Mientras la Fiscalía investigaba a la quinta célula, alias Joker fue asesinada. En 2009, la pandilla le hizo “el pase del amigo”: una amiga la convenció para salir un rato de la casa refugio donde vivía oculta para juntarse con alguien en el municipio de Santa Ana y la mataron.

Desde que El Salvador instauró el uso de testigos criteriados en 2006, en ningún año las mujeres han sido más del 35% de los testigos, pero son las que perdieron la confianza de arriba.

Ellas pasaron a ocupar un nuevo rol, puramente logístico, en el nivel más bajo de la pandilla, como colaboradoras. No tienen acceso a reuniones o coordinaciones ni dan órdenes. Las colaboradoras cobran y llevan dinero, guardan y mueven armas. Prestan cuentas, ejercen de testaferros para recibir y enviar remesas internacionales. Roban. Matan. Igual que los hombres colaboradores. Pero están lejos de los líderes.

***

Después de firmar en el juzgado, apretujada en una mesa de un restaurante de comida rápida al que accede ir junto a su mamá a petición de las periodistas, Hebe se muestra callada. Habla más la madre. Habla más, aunque ella sonríe cuando la mamá evangélica charla sobre El testigo. “Era el asesino de la colonia”, dice la mujer sin miramientos. Y Hebe se ruboriza silenciosa.

—¿Por qué te fijaste en un pandillero?

—Ni yo sé, quizá a las niñas fresas [pijas] les gustan los malos. Yo decía: 'Uy, no, yo no voy a andar con uno de esos jamás, ¿va?' Pero los jamases llegan —dijo cuatro días después, riéndose, cuando su mamá no la está escuchando.

La detención

“Observando detenidamente las fotografías del pliego, el testigo señala que la fotografía número 1, la cual corresponde a la señora Hebe, manifestando que la conoce por el alías, es colaboradora de la pandilla 18, y participó en el homicidio del hermano de B”.

Informe de la Fiscalía sobre la declaración del testigo.

A las 2:35 de la madrugada de un día de finales de julio de 2017, cuatro policías subieron las tres escaleras de la entrada y tocaron a una puerta pintada de celeste, bajo un balcón blanco, en una casa también celeste, con techo de lámina.

Abrió el padre de Hebe. Llegaron para detener a su hija, acusada de homicidio y agrupaciones ilícitas. Cuando le pidieron que los acompañara para hacer el registro de la casa, accedió. Dentro estaban Hebe y su madre. No encontraron ningún objeto ilícito. Así lo escribió un policía en su informe. Hebe pidió tiempo para cambiarse porque estaba con pantalones cortos y un top y dice, un año después, que los policías aceptaron a regañadientes.

El papá es un hombre al que no vamos a conocer. Muy presente en las palabras de Hebe pero ausente en el tiempo que ella pasó en prisión y en sus visitas al juzgado porque tiene que trabajar. Primero evangélico, luego alcohólico, luego evangélico de nuevo. Es el hombre que le pidió a su única hija que no tuviera malas compañías, el que sacó a su familia un año y medio de su colonia para huir de la violencia, el mismo que golpeó a sus hijos durante esos años.

Durante la detención, un policía advirtió a Hebe que se preparara, que allá iba a hacer frío. Allá era la cárcel. “Ta' güeno”, le respondió antes de ir a su cuarto a ponerse unas mallas, una camisa de manga larga, unos vaqueros y calcetines. En su habitación, se dio cuenta de que su hermano pequeño, cuya presencia los policías no atisbaron, la observaba.

—¿Qué te pasa? Dormite.

—¿Para dónde vas? ¿Por qué te estás cambiando?

Hebe abre la puerta y le señala al policía.

—¿Qué hace ese hombre ahí, vos?

—Ya voy a venir.

—¿Para dónde vas?.

—Ya voy a venir.

Hebe no volvió.

Hebe pasó frío.

Cuatro años antes de pasar frío, cuando tenía 14, Hebe y su hermano mayor, –acusado por El testigo de otro asesinato y agrupaciones ilícitas, pero absuelto–, tuvieron que abandonar la escuela pública donde estudiaban, porque estaba en la parte alta de su colonia, territorio de la Mara Salvatrucha. Como consecuencia, su padre se llevó un año y medio a la familia a vivir a otro lugar. El barrio en el que la familia ha vivido casi toda su vida es parte de uno de los municipios históricamente más peligrosos del área metropolitana de El Salvador.

En El Salvador es complicado entrar en centenares de barrios. El lema 'Ver, oír y callar' se respeta en los barrios y se rompe fuera de ellos. Hebe cambia tres veces el punto donde la vamos a recoger para la entrevista, cerca de su colonia. Desde que la conocimos, el pacto fue hablar fuera de su municipio, no quiere que entremos en su colonia. No quiere que la vean con desconocidos.

La localidad donde vive fue parte del grupo de 18 municipios que, en 2013, cuando el Gobierno pactó una tregua de fin a la sangre con las pandillas, fue declarado libre de violencia. Un eufemismo para decir que las pandillas no se iban a agredir ni entre sí ni a nadie en ese territorio.

Seis meses duró la espectacular bajada de homicidios –que redujo a menos de la mitad la cantidad de asesinatos en El Salvador, que estaba entre los tres países más violentos del mundo–, hasta que un gobierno acorralado por haber ocultado su papel principal en la negociación y un creciente número asesinados de las dos pandillas debilitaron la tregua. Aunque se sumaron instituciones internacionales y otras pandillas de menor peso a las reuniones, de poco sirvió. El gobierno siguiente enterró la tregua. Desde entonces, es el país más homicida del mundo.

—¿Qué cambió en la colonia para que después pudieran regresar?

—No cambió nada —dice.

Hebe regresó a su colonia porque, dice, no tenía sentido que pagaran un alquiler cuando tenían una casa en propiedad. Ella tuvo que terminar los estudios básicos y parte de bachillerato en un colegio privado, en la parte baja de la colonia, creado por maestros que antes trabajaban en el colegio de arriba, donde su hermano pequeño sí pudo seguir estudiando. Dice que pandilleros de la Mara Salvatrucha llamaron a su papá para que ella no volviera a subir. Menos aún cuando los contrarios, como ella dice, se enteraron de que su novio era 18.

Un 28 de diciembre de 2016, dos años después de regresar a la colonia, dos meses después de empezar a salir con El testigo, tras la pelea con su papá, terminó con Hebe mudándose a casa de su novio, El testigo. Sus papás dejaron de hablarle los dos primeros meses de 2017. No querían que estuviera con él, pero continuaron pagando sus estudios. Después, cuando El testigo se reunía en su casa con sus pandilleros, ella dice que solía irse a la casa familiar. Sus padres cedieron ante la relación.

Ella pasó mucho tiempo sola en la casa de su marido, que es como se refiere a su novio. El testigo compraba la comida y, ella aprendió a cocinar para dos, nunca para los pandilleros visitantes. “No era la chacha [empleada doméstica] de nadie, solo de él y mía”, dice Hebe dos años después.

Dice que no hizo favores ni trabajos para el Barrio 18 Sureños, pero El testigo le daba unos 30 dólares diarios para comprarse lo que ella quisiera. El dinero lo guardaba su mamá. Al mes eran 750 dólares, más del doble del salario mínimo de El Salvador. Su hermano mayor llegaba a visitar y a fumar marihuana con El testigo. A cambio, posteaba –avisar si llega la Policía–.

La novia aceptó dinero de la pandilla para vivir, la madre guardó el dinero de su hija que provenía de la pandilla, el hermano hizo favores a la pandilla, el padre toleró la relación de su hija con un miembro de la pandilla. En una sociedad violenta, la pandilla es una cosa y la gente es otra. En esta familia, todos se sienten ajenos al Barrio 18 Sureños, pero la relación existe porque los límites no están definidos.

El tatuaje

El testigo tenía una memoria privilegiada, aparentemente. Contó cómo entró en 2007 a la pandilla y cómo fue creciendo su clica –célula local pandillera–. En su declaración, recordaba en qué año conoció a cada uno de los pandilleros y colaboradores, como Hebe. Describió altura, peso, marcas, tatuajes y razón por la que los conocía, desde qué año estaban con la pandilla y cuál era su función. De cada uno de los 76 acusados por la Fiscalía. Una memoria infalible, pero de casi todos, solo dijo saber sus apodos.

Diez años después de convertirse en 18 sureño, El testigo vendió a toda su clica y a presuntos colaboradores acusándolos de asesinato. También vendió a su novia por presuntamente ayudar a asesinar al hombre de la mochila negra, en 2014. Pero a lo largo de tres gruesos archivadores, El testigo nunca dijo que Hebe fue su novia. Es ella quien dice hoy que “anduvo acompañada” por él.

Para entender el funcionamiento, la jerarquía, y el territorio que controla una estructura pandillera, El testigo criteriado tiene que haber estado dentro de la organización criminal. Por eso, la Fiscalía salvadoreña lleva más de una década apoyándose en este tipo de informantes.

El problema es que en decenas de casos, como sucede en el de Hebe, El testigo interesado en obtener reducción de condena y beneficios especiales, es la única fuente de información. La institución no contrasta los datos que obtiene y muchos casos se caen antes de llegar a juicio por falta de pruebas. Como ocurrió con Hebe, absuelta por un juez.

“Hay muchos casos en los que no se verifica la información”, admite la fiscal Echeverría, experta en pandillas. Pero exime de culpas a su unidad y responsabiliza a la institución que les nutre de pruebas. “El problema es la investigación de la Policía Nacional Civil; muchas veces en aras de sacar de circulación [de las calles] a cualquiera, ha creado perfiles delincuenciales de personas que no pertenecían a pandillas. Ya hemos tenido casos delicados, se ha procesado a personas inocentes”.

“Se interroga al testigo en el sentido de que describa a la persona, manifestando que es de estatura 160, color de piel blanca, color de ojos no recuerda, cabello color negro, de textura algo acolochado [rizado], de complexión física algo delgada, agregando que no conoce el nombre, pero conoce el alías, Hebe. Así mismo se formulan las siguientes preguntas: ¿Posee marcas? No, ¿Posee tatuajes? No, ¿Posee lentes? No”.

                                                                 Reconocimiento en rueda del testigo a Hebe

El 12 de diciembre de 2017, Hebe y su hermano lograron la libertad provisional. Para ese momento, por un fallo de la Fiscalía, en su expediente solo constaba el delito de agrupaciones ilícitas, ya no el de homicidio. Las mujeres representan el 10% de todos los capturados en El Salvador en los últimos seis años. Aunque no es un delito estrictamente vinculado al fenómeno pandillero, agrupaciones ilícitas es el segundo delito más cometido de todos los detenidos entre 2012 y 2017, los años más sanguinarios de las pandillas.

Entre los documentos que sirvieron para evidenciar que no iba a huir del país, el abogado de Habe presentó su cuaderno de ciencias naturales de bachillerato y un diploma de participación y constancia de buena conducta emitido por el centro de estudios de la iglesia evangélica a la que asiste.

A la hora del almuerzo de un día de julio de 2018, Hebe no come nada. No aparenta nervios, solo no quiere comer en el restaurante al que la llevamos para conversar. No suelta el móvil aunque no va a hablar por teléfono. La hija de la madre seria y evangélica aparenta la misma seriedad en versión juvenil. Pero es apariencia. Con su dulzura posadolescente, Hebe habla mucho cuando tiene ganas de charlar.

—¿Qué crees que buscabas en el malo?

—Como la rebeldía que quería, porque iba enojada con mi papá. Quizá después de acompañarme [por mi novio] fue... no sé… Siento en mí que me podía defender sola, me metí en problemas en la colonia y jamás le dije nada.

Hebe habla dulcemente de las tres veces que se metió en problemas por él. Fue por celos, dice, porque él estaba con ella. Y con otras tres. No callaban la relación con El testigo. Le hablaban para advertirle de que cada una de ellas era la novia real.

Hebe estrelló el teléfono del novio contra la pared tras encontrar fotos con otra.

Agarró a una mujer del pelo y le dio una paliza delante de él. Empujó a otra más por las gradas de una cancha de fútbol.

Pícara, dice que dejó dos veces a su novio. Días antes de la definitiva, poco antes de ser detenida, El testigo llamó a Hebe. Ella salió de casa de su mamá y fue a la casa de él. Eran las dos de la tarde, estaban solos. “Te tengo una pregunta”, le dijo él antes de echarse a reír. “¿No me tenés miedo?”, le preguntó.

“No, no te tengo miedo”, recuerda hoy que le respondió, muy extrañada. No entiende por qué le hizo esa pregunta. “Porque pa' fuera, él lo sabía todo, un machito y así, pero conmigo en la casa por cualquier cosa lloraba, bien chillón, bien fresón”. Por qué le iba a tener miedo, se pregunta en voz alta mientras manosea su celular.

Cuando en junio de 2017, Hebe fue detenida, la Policía le preguntó si conocía al asesinado, al dueño de la mochila negra, enterrado en un barranco en 2014. Dice que no tenía idea de quién era ni uno ni otro. Le preguntaron si “hizo favor” a los tres asesinos para que lo mataran. Dijo que no. Fue su papá, cuando ella estaba en las celdas policiales, quien le dijo por teléfono quién era el muerto.

Esta historia de muerte y amores muestra vidas paralelas, no convergentes. Al cruzar el expediente del caso y el relato de Hebe, El testigo es y no es novio. Solo existe un detalle en el que están de acuerdo: el por qué del asesinato en el que la involucró. “Lo mataron porque andaba bolo y empezó a gritarle a todos los bichos [jóvenes] de ahí”, dice Hebe que le contaron en la colonia.

***

El 16 de agosto de 2018, Hebe se levanta a las cinco de la mañana sin saber que va a enfrentarse al hombre vestido de verdugo, El testigo. El abogado le insiste en que pregunte al testigo. No quiere, está indecisa, pero pensándolo bien, ella sabe cómo probar, con una sola pregunta, que El testigo miente:

—¿Tenés un 18 en el pecho?

—Volveme a repetir la pregunta.

—¿Tenés un 18 en el pecho?

—Sí.

—Gracias, eso es todo.

El día en el que todos los acusados salieron libres es el mismo en el que Hebe se convirtió públicamente en la novia negada del pandillero que vendió a los suyos.

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Este reportaje forma parte de la serie 'Las colaboradoras', un proyecto periodístico sobre el papel actual de las mujeres en las pandillas de Centroamérica. Una iniciativa de El Intercambio financiada por Internews.El Intercambio Internews

Texto: Elsa Cabria, Ximena Villagrán y Rosario Marina / El Intercambio

Fotografías: Oliver de Ros / El Intercambio

Edición: Alberto Arce

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