Solemos llamarlos palitos de cangrejo, pero en su composición es raro que haya poco más que extractos de este crustáceo para darle su característico sabor. El surimi, como también se le conoce, es en realidad una mezcla de restos de pescado que nació en Japón para aprovechar los sobrantes de la industria.
Hoy, suele estar formado por una amalgama de diferentes especies de baja calidad, capturadas exclusivamente para fabricar el surimi, con la que se forma una pasta que se vende en bloques. Esta se mezcla después con almidón, conservantes, potenciadores del sabor, azúcares y colorantes para formar las características barritas blancas y rojas. Su presencia suele etiquetarse en la lista de ingredientes simplemente como 'pescado'.
El opaco origen de esta pasta de pescado, que también se utiliza como pienso para animales, especialmente en granjas de acuicultura, ha dado, sin embargo, rienda suelta a abusos y prácticas ilegales en una industria que lleva años siendo denunciada por organizaciones no gubernamentales y medios internacionales por el uso de mano de obra esclava y por el tráfico de personas.
“El surimi es uno de los mayores problemas en la trazabilidad en la industria pesquera, porque es una mezcla de especies y nadie sabe con certeza de dónde procede”, explica Anchalee Pipattanawattanakul, responsable de océanos de Greenpeace en el Sudeste Asiático, en una conversación con eldiario.es.
El escándalo del surimi saltó con un artículo publicado por The Guardian en junio de 2014, en el que se relacionaba a CP Foods, la mayor empresa de producción de gambas del mundo, originaria de Tailandia, con piensos producidos con surimi capturado en condiciones análogas a la esclavitud.
“Esclavos obligados a trabajar sin salario durante años bajo la amenaza de violencia extrema son utilizados en Asia en la producción de marisco que se vende por grandes supermercados de Estados Unidos, británico y de otros países europeos”, arrancaba el reportaje, que relataba cómo los pescadores eran obligados a trabajar incluso 20 horas diarias o solo recibían un par de comidas básicas al día.
El artículo fue uno de los detonantes, junto a sendos toques de atención por parte de la Unión Europea y de Estados Unidos, de toda una serie de reformas de la industria pesquera de Tailandia, cuarta exportadora mundial según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), para regular un sector que estaba fuera de control.
“Nuestras leyes estaban muy obsoletas y muchos barcos ni siquiera estaban obligados a registrarse”, asegura Adisorn Promthep, director general del departamento de pesca del Gobierno tailandés, quien explica que la nueva normativa exige controles sobre todos los barcos pesqueros comerciales.
La industria sostiene que está mejorando también su trazabilidad para eliminar prácticas abusivas de su cadena de producción. “Hemos eliminado muchos proveedores, muchos barcos que no cumplían con nuestros requisitos mínimos”, recalca PakPrink Boonnom, responsable de recursos humanos de CP Foods, en una entrevista con este medio. “Hacemos además auditorías constantemente, incluso a aquellos que no son nuestros proveedores. Es la única forma de mejorar la industria”, añade.
Una industria que no cambia
Cuando el Gobierno tailandés comenzó a incrementar la vigilancia en los barcos pesqueros a partir de 2015, muchos de ellos tomaron la salida más fácil: escapar. Así lo denuncia un informe de Greenpeace publicado a finales del año pasado, en el que la organización ecologista asegura que muchos de los barcos que faenaban en aguas tailandesas y que alimentan mayoritariamente a la industria del surimi, se han adentrado en zonas más lejanas para evitar los controles. Así, muchos de estos barcos habían empezado a operar a finales de 2015 en el Banco Saya de Malha, una zona con una gran biodiversidad marina situada al norte de Madagascar, aunque en aguas internacionales.
“Tailandia se ha centrado fundamentalmente en reformar la gestión en aguas territoriales. Pero la pesca en alta mar no sigue los mismos estándares”, señala Daniel Murphy, investigador independiente especializado en industria pesquera. “Así que [los barcos en alta mar] siguen operando como siempre. Van buscando los huecos y los fallos en el control de los recursos pesqueros”, prosigue el investigador. Y el surimi, explica, es perfecto para este tipo de modelo en el que apenas hay trazabilidad.
Greenpeace no ha sido el único en denunciar los intentos de la industria por evitar los controles. Aunque la calificación de Tailandia en el último informe sobre tráfico de personas elaborado cada año por el Departamento de Estado de Estados Unidos mejoró, en buena parte por las reformas emprendidas por el Gobierno, numerosas organizaciones han alertado de que la industria está lejos de estar libre de abusos.
La última ha sido la Organización Internacional del Trabajo, que publicó el pasado mes de marzo un comunicado en el que criticaba a Tailandia por no respetar la Convención sobre Trabajos Forzosos en la industria pesquera. “Estamos todavía en un periodo de transición. Las empresas y los pescadores están aprendiendo, pero hay conciencia”, asegura Adisorn Promthep.
Aunque la atención internacional se ha centrado en Tailandia, debido a su importancia en el sector, las prácticas abusivas no son, sin embargo, exclusivas de sus barcos. “La industria se está desplazando a Amán, Somalia o Mozambique, países con prácticas pobres en términos de control y vigilancia sobre los barcos extranjeros para proteger sus recursos naturales”, apunta Daniel Murphy. Una industria que, gracias a este juego esquivo, puede seguir ofreciendo un producto tremendamente barato, pero cuyo coste real nadie tiene demasiado claro.