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Los daños por los que la petrolera estadounidense Chevron no ha indemnizado a sus víctimas en Ecuador

Cuando Servio Curipoma construyó su casa en una pequeña finca de la Amazonía ecuatoriana, desconocía que bajo el suelo se escondía una piscina de petróleo. Era una de las cerca de mil piscinas que la compañía Texaco abrió para arrojar los desechos de su actividad petrolera, y que después ocultó cubriéndola de tierra. Veinte años transcurrieron hasta que, en el año 2008, Servio y su familia fueron reubicados en una nueva casa, a unos 20 metros de distancia. Para entonces sus padres ya habían fallecido de cáncer.

La parroquia rural de San Carlos, ubicada en la provincia amazónica de Orellana, se encuentra dentro del campo Sacha, uno de los más grandes campos petroleros de Ecuador descubierto en 1969 por la trasnacional estadounidense Texaco, adquirida en 2001 por Chevron. En el pozo Sacha 56 todavía se observa la infraestructura del pozo y los cimientos de la casa que la familia Curipoma dejó abandonada. Ermel Chávez, dirigente del Frente de Defensa de la Amazonía, remueve la tierra donde Servio cultivaba sus plátanos. “Aquí, por ejemplo, metes un palo y sale agua y petróleo. Es petróleo y está tapado. Realmente no se sabe qué diámetro tendrá pero siempre hacían piscinas grandes, de hasta tres metros de profundidad y 30 metros de diámetro”.

Texaco operó entre 1964 y 1990 en la Amazonía noroccidental ecuatoriana. Cada vez que perforaba un pozo, lo hacía siguiendo la misma técnica. Alrededor de la plataforma abría grandes fosas –piscinas– directamente en el suelo donde arrojaba el petróleo de prueba, los lodos de perforación y las aguas de formación. Sin ningún tipo de impermeabilización ni consideración ambiental. En aquella época estas prácticas eran ya consideradas obsoletas e incluso estaban prohibidas en algunos países como EEUU. Muchas de estas fosas fueron posteriormente cubiertas con tierra y ocultadas por la propia empresa, que nunca determinó el número exacto de piscinas construidas. Durante el juicio que los 30.000 afectados interpusieron contra Chevron-Texaco, los demandantes descubrieron 996. Cuatro décadas después, estas piscinas continúan filtrando sustancias tóxicas en el subsuelo y contaminando las aguas subterráneas.

A unos metros de distancia vive Carmen Morocho junto a su familia. Su casa fue construida sobre un derrame de petróleo que se produjo hace 40 años. “Estamos viviendo sobre el derrame. Todo está y estamos contaminados. Hasta en la casa hay una plancha de crudo seco. Lo hemos tapado pero…”. Se detiene pensativa, como queriendo encontrar un final a la frase. “Así le damos a la vida”, suspira. Casi con la misma resignación nos cuenta que la tierra no se puede cultivar porque no produce nada. “No hemos salido de aquí porque es duro para nosotros construir una casita”.

Más de 20 años de lucha

Abandonamos Sacha para dirigirnos al campo Shushufindi, en la vecina provincia de Sucumbíos. Durante el camino, el trasiego de camiones de carga pesada vinculados a la actividad petrolera y los innumerables carteles con la advertencia de “peligro”, rompen con la aparente tranquilidad del paisaje. La continua presencia del Sistema de Oleoductos Transecuatoriano (SOTE), un entramado de oxidadas tuberías que recorre los 503 km que separan la selva amazónica de la costa en el Pacífico, nos recuerda que estamos en la zona petrolera por excelencia de Ecuador. Un gran letrero del Gobierno ecuatoriano lo confirma: “¡El petróleo impulsa el Buen Vivir de tu comunidad!”.

Durante el trayecto, Ermel nos relata el proceso de resistencia de las comunidades. El 3 de noviembre de 1993 un grupo de indígenas y colonos campesinos afectados por los impactos de Texaco interpusieron ante una corte en Nueva York una demanda colectiva en representación de las 30.000 personas afectadas. Unos meses después, el 15 de mayo de 1994, se constituyó el Frente de Defensa de la Amazonía para dar seguimiento a la demanda, y ofrecer acompañamiento y asesoramiento a las comunidades que seguían en conflicto petrolero. Posteriormente, la organización se amplió con la creación de la Asamblea de Afectados por Texaco. Comenzaba así un largo proceso de lucha que dura ya más de veinte años, y que ha logrado unir a cinco nacionalidades indígenas y a colonos campesinos frente a una causa común: exigir justicia y reparación socioambiental.

El 14 de febrero de 2011, tras el traslado del juicio a Ecuador a petición de Chevron, la justicia ecuatoriana condenó a la empresa a pagar 9.500 millones de dólares y a expresar disculpas públicas por los daños causados. En caso de no hacerlo, la indemnización aumentaría a 19.000 millones. El fallo fue ratificado en dos ocasiones: en enero de 2012 y en noviembre de 2013. Finalmente, la sentencia condenatoria fue fijada en 9.500 millones de dólares dirigida a realizar la remediación social y ambiental, a pesar de que la empresa nunca pidió disculpas. Se trata de la indemnización más grande de la historia dictaminada por un conflicto ambiental, que Chevron se niega a aceptar. “El juicio está ganado. Chevron ha sido condenado. Ahora el problema es cobrar”, subraya Ermel.

Dado que la empresa no posee activos en Ecuador, la única posibilidad es tramitar el cobro de la sentencia a través de la incautación de bienes en otros países. En noviembre de 2012 Argentina decretó el embargo de todos los bienes de Chevron en el país, en lo que parecía ser el comienzo de la ejecución de la sentencia. Sin embargo, el millonario acuerdo firmado entre la renacionalizada YPF y la petrolera estadounidense para iniciar la explotación de hidrocarburos no convencionales en la Patagonia argentina, ha truncado esa posibilidad. Actualmente las expectativas están puestas en Brasil y Canadá.

No será sencillo. En marzo de 2014, un juez de Nueva York dictaminó que la sentencia condenatoria contra la petrolera Chevron fue dictada de manera “fraudulenta”. La resolución no anula el fallo de la justicia ecuatoriana pero favorece que los tribunales de otros países no lleven a efecto su sanción.

El pasado 24 de octubre los afectados interpusieron una demanda ante la Corte Penal Internacional de La Haya contra el gerente general de Chevron, John Watson, y otros altos directivos de la petrolera estadounidense para que sean juzgados por delitos de lesa humanidad.

Reconocer el daño causado

Julia González es vecina de Shushufindi desde los años en que Texaco operaba en la zona. Recuerda con tristeza que frente a la casa familiar perforaron un pozo y nunca fueron informados sobre los peligros que conllevaba. Sin ningún cuidado, la empresa derramaba los desechos a las fuentes hídricas contaminando las vertientes de donde Julia y su familia recogían el agua para su consumo diario. “El agua era amarillenta y de ahí lavábamos, nos bañábamos y tomábamos. Nunca nos dijeron que ese agua no se podía utilizar”. Un estudio publicado por el Instituto Hegoa-UPV/EHU concluyó que la ausencia de información sobre los efectos nocivos de la actividad petrolera fue una práctica generalizada. Además, reveló que en numerosas ocasiones el personal de Texaco indicaba a las poblaciones que “tanto el petróleo como las aguas de formación tenían efectos positivos para los cultivos o incluso para la piel o la salud”.

“Con el tiempo nos afectó a mí y a mi familia”, continúa Julia. Con el transcurso de los años comenzaron a padecer infecciones y enfermedades. Todos los familiares de Julia fallecieron de cáncer. En las zonas expuestas a la contaminación petrolera como Sucumbíos y Orellana el cáncer es la principal causa de muerte, cuya incidencia es tres veces superior a la media nacional.

Los problemas de salud para las poblaciones afectadas todavía persisten. “Cada uno de nosotros todavía lo palpamos en nuestro cuerpo, en nuestro vivir diario, con nuestros problemas de salud”. Consciente de que la remediación socioambiental se antoja complicada, Julia reclama que la empresa admita los daños causados. “Todos queremos que esto termine, pero que reconozcan la contaminación y el daño hecho a la población. Reconocer para que esto termine ya. Ese es mi pedido”.

Una solución urgente

El pozo Shushufindi 61 todavía continúa en funcionamiento desde que en la década de los setenta Texaco lo perforara por primera vez. En la actualidad es la empresa pública Petroamazonas la que realiza los trabajos de extracción. Ermel nos conduce a través de una vereda hacia una piscina que en esta ocasión no está cubierta de tierra. Un lago negro de petróleo se atisba entre la vegetación. Con la ayuda de una larga rama intenta averiguar su profundidad. Son tres metros aproximadamente. “El problema es que el petróleo migra por el subsuelo hacia las fuentes hídricas. Esta piscina tendrá cerca de 40 años y el petróleo continúa migrando a través del tiempo”, asegura.

Durante el proceso judicial se tomaron 85.000 muestras de agua y de suelo de diferentes campos. Todas reportaron altos niveles de contaminación. Un estudio de la cadena alimenticia demostró que la grasa de los peces de la zona contiene hidrocarburos. “Podemos deducir que el plátano, el cacao, el ganado y hasta los alimentos están contaminados. El daño es incalculable”, continúa Ermel, que considera que hay ciertas cuestiones que no se podrán remediar. “¿Cómo se pueden reparar dos pueblos indígenas que han desaparecido? ¿Y los territorios de los pueblos originarios? ¿Y las vidas de las personas fallecidas?”. Estos son algunos de los interrogantes a los que trata de encontrar respuestas sin éxito.

“Chevron es una prófuga de la justicia”

El último tramo del recorrido nos conduce al pozo Aguarico 4, sin duda el caso más emblemático. Durante el juicio, el abogado de la trasnacional alegó que la responsabilidad de la contaminación podría ser de las empresas que han continuado con las operaciones de los pozos después de la salida de Texaco. Sin embargo, este fue operado exclusivamente por la petrolera estadounidense.

Caminando a través de un bosque primario llegamos a una nueva piscina abierta. Un manto viscoso de petróleo cubre toda la superficie. Ermel introduce la mano y el guante blanco que lleva puesto queda completamente cubierto de crudo. Un intenso olor a petróleo inunda el ambiente. En uno de los extremos de la piscina todavía se encuentra visible una tubería dirigida a un arroyo que corre ladera abajo. Este sistema, llamado cuello de ganso, era utilizado por Texaco para arrojar directamente las aguas de formación y los lodos contaminados hacia los esteros y los ríos. Las aguas del arroyo, que en algún tiempo fueron cristalinas, arrastran hoy corriente abajo una densa mancha aceitosa.

Ermel nos ha mostrado a lo largo del camino las heridas todavía visibles que la petrolera estadounidense dejó a su paso por Ecuador. Lo que no comprende es que otros países establezcan acuerdos con una empresa que no quiere admitir su responsabilidad. “Chevron es una prófuga de la justicia. La compañía ha sido condenada tres veces por las leyes ecuatorianas y aún sigue utilizando sus mañas para evadir la justicia. Cuando vamos a Europa siempre decimos que los países no pueden hacer negocios con una compañía que es criminal”, sentencia. “¿Que hasta cuándo vamos a seguir luchando? Hasta que paguen y remedien los daños”.

63.000 millones de litros de aguas tóxicas arrojadas a los ríos, 680.000 barriles de crudo derramados, 30.000 personas afectadas, dos pueblos indígenas desaparecidos y un millón de hectáreas de bosque deforestado. Este es el crudo legado que, tras 26 años de explotación, ha dejado Chevron-Texaco en Ecuador.