Los pueblos de la comarca de las Merindades, al norte de Burgos, están en pie de guerra. Luchan contra el fracking, una peligrosa técnica de extracción de gas que podría suponer graves consecuencias para la población. A miles de kilómetros, las comunidades campesinas de San Marcos, en Guatemala, hacen lo propio contra megaproyectos de minería que contaminan sus tierras ancestrales. Mientras Inditex anunciaba el pasado mes de marzo unos beneficios superiores a 2.500 millones de euros, miles de niños y niñas del estado indio de Tamil Nadul, trabajan en condiciones de semiesclavitud confeccionando prendas para las grandes firmas internacionales.
Volvamos al Estado español: cuatro millones de personas viven en situación de pobreza energética. En invierno se ven obligadas a renunciar a la calefacción en sus casas porque el precio que deben pagar por ello les impide acceder a otras necesidades básicas. Las mismas empresas energéticas que imponen precios abusivos en España, esquilman los recursos de amplias zonas de América Latina. Y así podríamos seguir con cientos de ejemplos. Casos que demuestran que las causas de la pobreza y desigualdad en nuestros pueblos y ciudades son exactamente las mismas que las que afectan a otras zonas del planeta. El reparto injusto de la riqueza está causando niveles de desigualdad insoportables en todo el planeta.
Hace tiempo que la sociedad española vio con claridad que sin solidaridad entre los pueblos no hay futuro posible. Que la injusticia no tiene fronteras y que la única manera de combatirla es uniendo luchas sociales. A principios de los años 90, cientos de acampadas plagaron nuestras plazas. Exigían a las instituciones públicas –desde los ayuntamientos hasta el gobierno estatal, pasando por diputaciones y comunidades autónomas– que dedicaran un exiguo 0,7% de sus presupuestos a cooperación para el desarrollo. Aquellas movilizaciones comenzaron a construir nuestra política de cooperación; una política que tiene una particularidad con respecto a la que se realiza en otros países: aquí contamos con la llamada cooperación descentralizada, la que hacemos desde nuestras localidades y Comunidades Autónomas. De pueblo a pueblo.
Durante muchos años hemos sido referencia internacional en lo que a cooperación descentralizada se refiere. Sin embargo, la llegada de la crisis y la insensata aplicación de políticas de austeridad y recortes, la ha golpeado fuertemente. De 100 euros de presupuesto de las CCAA, tan solo 8 céntimos se destinan a luchar contra la pobreza. Y por si esto fuera poco, la ley de reforma de la administración local pretende limitar las políticas de cooperación descentralizada exclusivamente al ámbito autonómico, hurtándosela a ayuntamientos y diputaciones.
Elecciones 2015, una oportunidad para dar un giro de timón
Las elecciones locales y autonómicas pueden ser una oportunidad para revertir esta situación. Además de la recuperación presupuestaria –absolutamente necesaria para la implementación de cualquier política pública– pueden llevarse a cabo muchas otras iniciativas que atajen las causas de los problemas de nuestros pueblos y de aquellos que están a miles de kilómetros.
Es la pescadilla que se muerde la cola: para resolver los problemas de aquí tenemos que trabajar para solucionar los problemas de allá. Y esto puede hacerse desde nuestras localidades y autonomías. Muchas ya lo están haciendo y consiguiendo importantes resultados. Más allá de la política de cooperación, el resto de políticas deben contribuir a un mundo más justo en el que las personas, independientemente de dónde nazcan o vivan, tengan las mismas oportunidades. Pensemos por ejemplo en todo lo que puede conseguirse si en las licitaciones de los ayuntamientos se establece como norma que tengan más peso las propuestas respetuosas con el medio ambiente; cuánto puede lograrse mediante el fomento de la compra de comercio justo, la banca ética o las propuestas de cooperativas sociales.
Si paramos el fracking en las Merindades, pero seguimos contaminando en Guatemala, el medioambiente seguirá degradándose y con él las condiciones de vida de todo el planeta. Si firmamos contratos con empresas que violan derechos humanos, permitiremos que lo sigan haciendo tanto aquí como en el resto del planeta. Guatemala y Burgos están mucho más cerca de lo que pensamos y una y la otra pueden hacer mucho en común.
La dignidad humana y la solidaridad vienen de la mano de la justicia global. Una justicia que comienza en nuestros ayuntamientos, en su política de cooperación y en la contribución que sus políticas hacen a la construcción de un mundo mejor. Y comienza también en las decisiones que como ciudadanía tomamos en nuestro día a día. Tal vez antes de ejercer nuestro derecho al voto, debamos estudiar los programas de los partidos y observar quiénes abordan nuestros problemas con la visión global que requieren. La red de Coordinadoras Autonómicas de ONGD ha elaborado un decálogo que tal vez pueda ayudar a ejercer con responsabilidad nuestro derecho. Ojalá podamos contribuir al ejercicio democrático y responsable de una ciudadanía que sabe bien que la solución a nuestros problemas va mucho más allá de nuestra propio entorno.