Los hijos de la prisión mexicana de Santa Marta Acatitla
La pequeña de cuerpo frágil y cabello lacio se gira hacia lo que puede ser la primera cámara fotográfica que ha visto en sus cuatro años de vida. Sonríe. Muestra sus dientes diminutos y posa, como si supiera automáticamente que la cámara la enfocará a ella. Después corre y se para delante de un mural que tiene dibujado el sol de fondo. Nadie le ha dicho cómo ponerse para la foto, pero alza sus delgados brazos hacia el cielo e intenta no hacer muecas por el sol que ataca de frente. La acompaña su mamá, una joven que podría ser su hermana mayor, viste el riguroso uniforme azul de las presas que ya han sido sentenciadas en la cárcel de Santa Martha Acatitla. Será la primera foto familiar, la primera foto que tienen juntas.
Es un viernes por la mañana, después de un mes y medio de trámites burocráticos y casi media hora de revisión. La fotógrafa y yo por fin estamos entregando nuestras identificaciones y permisos -firmados y sellados- a la empleada que deberá aprobar el ingreso. Nos dicen que solo podremos pasar con una grabadora y una cámara de fotos, inspeccionada a detalle para confirmar que coincide con el modelo que presentamos semanas antes en nuestro intento de conseguir la autorización.
Al entrar hay un sinfín de corredores, de laberintos grisáceos. En esos pasillos comienzan a aparecer las reclusas, en grupos pequeños de tres a cinco mujeres. Por unos momentos eso no se parece a las cárceles de las películas hollywoodenses, como American History X, las internas ríen entre ellas e intercambian miradas cómplices. Un poco más adentro hay un mural inmenso que nos da la bienvenida: decenas de pequeños relojes de arena fueron pintados con esmero por las reclusas para adornar el perímetro del Centro de Desarrollo Infantil que se encuentra en la prisión. A unos cuantos pasos hay una tienda que en los días de calor, como hoy, vende helados, y detrás de ésta, está situado el patio pequeño donde los niños pueden jugar en su tiempo libre.
Este viernes no hubo clases. Son pocos los niños que están jugando en el patio, fuera de las celdas de sus madres. Los pequeños se divierten con unas pelotas tan grandes como ellos, están tan atentos que pasamos desapercibidas. Ninguno de ellos pasa de los seis años: al cumplir los cinco años con once meses de edad, ya no pueden vivir dentro de la cárcel. Al llegar a esa etapa de su vida tendrán que ser trasladados, sacados de la prisión donde en la mayoría de los casos han nacido. Obtienen su libertad fuera de las rejas, con sus madres aún tras las celdas.
Son 108 niños los que viven en prisión. Hasta el año 2010, por falta de datos oficiales se estimaba que existían 874 menores en reclusión en las diferentes cárceles de fuero común a lo largo del país, de acuerdo con el informe “La situación de las mujeres en reclusión” de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Todos ellos comparten un común denominador: nacieron en prisión y no cometieron ningún delito. Sus madres, en cambio, cumplen condenas que en lo general, van de uno a diez años. En las cárceles, hasta el año 2007, los tres delitos más comunes de los presos en el país son: robo simple, robo con violencia y delitos contra la salud, según el informe “Cárceles en México”“Cárceles en México” de Marcelo Bergman y Elena Azaola.
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Victoria se sienta en frente de una mesa de cemento situada en el patio del Centro de Desarrollo Infantil. Cruza los brazos. No tiene muchas ganas de hablar de su vida privada con una desconocida. Sus párpados están pintados de un azul claro, que contrasta con su blusa color azul marino. El cabello corto y teñido de castaño claro le llega casi hasta los hombros. Tiene una mirada fuerte, muy fuerte, que se suaviza cuando menciona por primera vez a su hija: Frida Alejandra.
No solo se le suaviza la mirada. Sus ojos comienzan a mirar hacia arriba y a lagrimear. Frida Alejandra es la niña más grande del centro, tiene cinco años y nueve meses, y en agosto deberá abandonar el lugar que ha sido su hogar durante su corta existencia. Es imposible hacer un juicio sobre si Frida Alejandra se ha beneficiado de crecer dentro de la cárcel junto a su madre. Pero a Victoria el tener a su hija junto a ella le ha rendido frutos: su comportamiento ha cambiado de forma positiva dentro de prisión, ya no cae en provocaciones, y le falta poco para terminar bachiller. Había entrado a prisión sin haber terminado la educación primaria.
El hecho de tener una hija en prisión marcó el cambio en su manera de vivir. El 60% de las internas que tienen a sus hijos en la cárcel, se quedaron embarazadas estando presas, ya fuera durante las visitas de sus parejas o en los interreclusorios. Hay quienes dicen que muchas reclusas se quedan embarazadas a propósito para tener mejores beneficios como celdas en los primeros pisos. Ya que en cada celda de éstas sólo pueden estar tres internas con sus hijos. Otro de los beneficios que mencionan es la imposibilidad de ser trasladadas a cárceles federales porque no está permitido tener niños.
Desde febrero de este año, madre e hija han estado acudiendo a terapia con la psicóloga del Centro de Desarrollo Infantil. Intenta prepararlas para la inminente separación.
“Va a ser un desprendimiento muy fuerte porque Frida siempre ha estado conmigo. Ella es muy inteligente, muy lista. Espero que esa inteligencia le ayude a superar su salida. Me gustaría ser tan fuerte como ella, Frida ya lo está llevando mejor que yo. Esto (la próxima separación) es lo más difícil de estar en este lugar”.
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A Matilda le faltan ocho años y medio para cumplir su sentencia. Es muy alta, de piel morena, con cabello oscuro que recoge en una coleta. Su hija Nahomi está sentada junto a ella, parece que tiene más edad, pero apenas ronda los cuatro años. Trae una blusa rosa estampada con las princesas Ariel y Bella de Disney, su cabello, rizado como el de su madre, está recogido en dos coletas.
A diferencia de Victoria, que enviará a Frida Alejandra a vivir con Deyanira, su hija de 31 años, Matilda no sabe quién cuidará de su hija cuando tenga que salir del reclusorio. Su familia en Honduras, de donde es originaria, lleva seis meses sin responder a sus llamadas. Cada vez que lo intenta, la operadora le dice que ese número ya no se encuentra disponible. Tampoco ha tenido éxito pidiendo ayuda a su embajada: “Los del consulado hondureño no vienen aquí para nada. Les estamos pidiendo apoyo para que nos echen una mano, no económicamente, sino con la extradición. No se han presentando. Cuando nos contestan, nos dicen que tienen mucho trabajo y no tienen tiempo para venir. La última vez que vinieron a vernos fue hace dos años”.
La cárcel la ha enseñado a ser fuerte, lo demuestra con la seguridad con la que enuncia cada palabra que sale de sus labios. Para mantener a la niña y poder comprarle lo necesario, -como ropa, medicamentos y algunos juguetes-, Matilda trabaja todos los días lavando ropa, planchando y haciendo el aseo. Ella no cuenta ni con el apoyo de su familia ni del ex recluso hondureño que la embarazó, el cual obtuvo su libertad y regresó a su país, dejando atrás a Matilda y a su hija Nahomi de la que nunca se encargó.
El caso de Matilda no es el único entre las madres reclusas. Los niños tienen que enfrentarse a la ausencia de una figura paterna mientras crecen en prisión. La mayoría de los padres no visitan a sus hijos. Desde el momento en el que se enteran del embarazo, se desentienden de ellos. Solo el 21% de los padres se hacen cargo de sus hijos mientras están en la cárcel los primeros años de sus vidas.
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¿Es saludable que los niños crezcan entre rejas? La directora del CENDI, Jessica Mayde, afirma que los niños se dan cuenta en todo momento de la situación. Muchos le preguntan cómo es el mundo exterior o qué es el metro. Se dan cuenta del encierro. Según explica, si es sano o no ese ambiente, depende de cada caso en particular. También de en qué medida el Centro de Desarrollo Infantil intenta inculcar valores pero, como añade Mayde, no pueden hacer todo el trabajo. Depende de la madre, y del lugar donde vayan a vivir cuando llegue la salida definitiva.
Para Araceli, la psicóloga que trabaja como perito en la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, el tema debería ser tratado con extrema cautela. Por un lado, ella opina que no se le puede quitar el derecho a ser madre a las internas y arrebatarles a sus hijos cuando nacen. Por otro, el ambiente de una prisión, aunque se tomen medidas de seguridad, puede afectar el futuro desarrollo de los niños: “Cada caso concreto debería ser estudiado, ver si tiene familiares óptimos para que cuiden de ellos. En el caso de que no exista otra opción mejor es preferible que se queden en la cárcel. Pero lo ideal sería que se investigara minuciosamente cada caso, aunque es obvio que en prisión no van a dedicar tiempo para eso”, concluye.
Y ¿qué sucede cuando las internas no tienen familiares fuera de la cárcel para que se hagan cargo de sus hijos? Si se da esta situación se van al DIF (Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia) o a algún albergue. Una vez que se efectua su salida definitiva, el centro penitenciario no lleva un seguimiento de los menores.
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A Victoria le faltan todavía diez años para terminar de cumplir su sentencia. Cuando por fin salga del reclusorio, Ana Frida tendrá 16 años. Estará entrando a la adolescencia y seguramente ya habrá dado su primer beso. Vestirá, probablemente, ropa más moderna como las demás jóvenes de su edad y ya no usará no esas blusas rosas llenas de princesas de Disney. Victoria, seguramente, sonreirá. Y se sacarán su primera foto en libertad.
*Reportaje publicado previamente en Spleen JournalSpleen Journal