Mansour mira al frente decidido y dice tajante. “Lo que te han quitado por la fuerza solo se puede recuperar por la fuerza”. Después este joven saharaui de 24 años nacido en los campamentos de refugiados, parece arrepentirse de su franqueza y suaviza su comentario con una sonrisa: “Solo desean la guerra los que no la han conocido”. Él nació con el alto el fuego entre el Frente Polisario y Marruecos de 1991. Veintitrés años después, cada vez son más los jóvenes nacidos entonces que se plantean volver a la lucha armada como única vía para recuperar su tierra, el Sáhara Occidental ocupado por los marroquíes.
Las emociones se mezclaban este martes por la noche en el campamento de refugiados de Dajla, el más alejado de la ciudad argelina de Tindouf. Los saharauis esperaban como agua de mayo, nunca mejor dicho, la llegada de la comitiva del Festival Internacional de Cine del Sáhara, Fisahara, y la resolución de las Naciones Unidas sobre el Sáhara. La alegría por la llegada de los visitantes se vio empañada por las noticias que sus compatriotas les contaban desde Estados Unidos y que monopolizaban todas las conversaciones en torno al té de la noche. La ONU volvía a darles la espalda una vez más: el Consejo de Seguridad ha decidido ampliar un año más la Misión de Naciones Unidas para el Referéndum del Sáhara Occidental (Minurso) sin ampliar sus competencias en derechos humanos. Un año más. Un año más la Minurso seguirá aquí testimonialmente sin ejercer control real sobre las violaciones de derechos humanos.
El aplauso del gobierno marroquí a la decisión no deja lugar a dudas sobre su significado. Marruecos ha vuelto a evitar la injerencia de la ONU. El Sáhara Occidental seguirá siendo uno de los pocos lugares del mundo en los que Naciones Unidas no puede vigilar que se respeten los derechos humanos. Como sucedió el año anterior, ante una propuesta similar de Estados Unidos, la diplomacia marroquí se ha movilizado de nuevo para rechazar el informe de Banki Moon que propone establecer “un mecanismo duradero, independiente e imparcial” de vigilancia. Nuevamente, Marruecos, ha conseguido el apoyo de sus aliados, España y sobre todo Francia, para ejercer su poder sobre los territorios ocupados sin la incómoda mirada de observadores internacionales que les disuadan de utilizar la violencia.
Todo sigue como estaba. Detenido en el tiempo como estos campamentos que nacieron como asentamientos provisionales pero llevan más de 30 años azotados por la arena del desierto. La noticia ha caído sobre Dajla como un jarro de agua fría. En uno de los rincones más resecos del planeta, esa expresión podría significar un alivio, pero esta enésima prórroga es un agujero más en el cinturón que ahoga a este pueblo, una razón más para la desesperación en la que se está cociendo a fuego lento una respuesta violenta de los saharauis. Luchaa, no solo tiene nombre de guerra, también cree que la violencia puede ser la única salida para una generación de jóvenes saharauis que no quieren perder su vida como sus padres y abuelos en este inhóspito, inhabitable pedazo de tierra. “La guerra no es la solución pero tenemos que hacer algo para desatascar esta situación y cada vez somos más jóvenes que pensamos que la estrategia pacífica no funciona”, explica Luchaa.
“No son todos los jóvenes, solo los más politizados”
Le ataja Carlos Cristóbal, director de la Escuela de Cine, ex diputado foral del PSOE en Navarra y reconocido activista prosaharaui desde el año 1997: “Hay muchos jóvenes saharauis que prefieren vivir sin preocuparse demasiado y no se plantean estas cuestiones. No son todos los jóvenes, solo los más politizados”. Luchaa y Mansour asienten pero insisten: la violencia como camino es una idea que prende como la pólvora entre las generaciones que no conocen otra vida que la de los campamentos. “El Polisario lo sabe, hablamos con ellos, acatamos su vía pacífica pero saben que estamos desesperados”, me explican. “Y la desesperación puede dar lugar a soluciones desesperadas”, me dice Bay, de 40 años, cubaraui como llaman aquí a quienes han estudiado en Cuba becados por el gobierno de Fidel. Allí aprendió la revolución, me cuenta. Pero puede ser un suicidio, le comento. Un suicidio no es peor que esto, me viene a decir.
Aunque sea una lucha desigual, confían en sus posibilidades. Me hablan de acciones de sabotaje, de que el ejército saharaui ha crecido en número, de que tienen armas, de que le hicieron la guerra a Marruecos y obligaron a la potencia alauí a firmar un armisticio. Le pregunto a Bay si está prendiendo en el Sáhara el islamismo radical pero me explica que la sociedad saharaui es abierta y moderada, que aquí no tiene sitio el extremismo religioso. “Nunca he empuñado un arma”. Ninguno de ellos lo ha hecho ni les gustaría tener que hacerlo pero parecen dispuestos o, al menos, dispuestos a apoyar a quienes lo hagan. “La sangre de los saharauis se sigue derramando aunque hay un alto el fuego. En los territorios ocupados reprimen, torturan, persiguen, segregan a los saharauis. Sigue siendo una guerra”, explica Mansour que habla como un soldado pero parece más el primero de la clase que el primero del pelotón.
“Yo solo iré a los territorios ocupados con un fúsil para que la bandera del Sáhara ondee libre en mi país”, concluye con la misma decisión en su mirada con la que empezó a hablar. La indiferencia internacional ante la interminable violación de los derechos humanos por parte de Marruecos nos dirán si habla en serio. Desgraciadamente en serio.