Así viven miles de refugiados atrapados en Grecia tras el acuerdo UE-Turquía
En la plaza Galoupoulou, justo detrás de la estación internacional de tren de Salónica (Grecia), diversas familias afganas con niños pequeños duermen a la intemperie. Aguardan la llamada del traficante que les recogerá para llevarlos en coche hasta Idomeni, a 80 kilómetros de distancia, y desde allí, continuarán el camino andando hasta cruzar clandestinamente la frontera con Macedonia. Es una de las vías irregulares abiertas en el país tras el cierre de la ruta de los Balcanes.
Su objetivo sigue siendo el mismo de hace un año: llegar al norte de Europa, sobre todo a Alemania. En su mayoría alcanzaron Grecia antes de la entrada en vigor del acuerdo UE-Turquía, que supone el bloqueo de los refugiados en las islas y su posterior devolución al país euroasiático. Muchos de los “afortunados” que arribaron días o semanas antes, siguen intentando salir del país heleno. Su vida continúa siendo el eterno intento de lograrlo, sobreviven para conseguir vivir en otro lugar.
Entre ellos están Abdullà y Mariam (nombres ficticios), un matrimonio de la ciudad afgana de Kunduz, y sus cuatro hijos de entre uno y cinco años. Ya han intentado cruzar la frontera tres veces en una misma semana. Con la barrera de Macedonia cerrada, la estrategia ahora es encontrar la forma de burlar a las autoridades, a cambio de aumentar el negocio de los traficantes.
“Hemos pasado cinco meses en un campo de Atenas en muy malas condiciones, por eso decidimos subir hasta Salónica e intentar salir de Grecia. Queremos llegar a Austria. Hacemos esto por nuestros hijos, merecen vivir en un lugar seguro y en paz”, explica Abdullà, que huyó de Afganistán con su familia cuando los talibanes tomaron Kunduz e intentaron extorsionarlo.
En dos ocasiones la policía griega los detuvo antes de que consiguieran cruzar y, cuando lograron traspasar el muro, la policía macedonia los arrestó y los devolvió a Salónica. La pareja vendió todo lo que tenía y salió del país. Pagaron 6.000 dólares para llegar a Europa y ahora desembolsarán unos 7.000 euros más.
Más negocio para los traficantes
Pero no pueden dejar rastro. Tienen el dinero bloqueado en una oficina de Afganistán y el traficante solo cobrará una vez Abdullà y su familia hayan conseguido llegar a destino: usan la 'hawala', un sistema informal que permite mover dinero sin quedar registrado.
Su uso por parte de las mafias se ha generalizado. De esta manera, pueden intentarlo tantas veces como haga falta sin tener que volver a pagar tras cada tentativa fallida, aseguran. “La frontera de Macedonia es la más difícil, pero la cosa se suaviza en Serbia y Hungría”, explica Abdullà mientras sonríe, confiando en que tarde o temprano, lo conseguirán.
Como Abdullà y Mariam, muchos de los demandantes de asilo se desesperan en Grecia, donde en la actualidad hay cerca de 57.000 personas atrapadas en los alrededor de 40 campos de refugiados repartidos a lo largo y ancho del país. Custodiados por los militares, sus condiciones son pésimas, tanto que el Centro griego para el Control y Prevención de Enfermedades (KEELPNO) pidió su clausura a finales de julio tras constatar que suponen un riesgo para la salud pública.
Abusos sexuales a menores en Softex
El de Softex, situado a las afueras de Salónica, es uno de ellos. En las instalaciones abandonadas de una vieja fábrica de papel de váter malviven unas 1.400 personas. En el interior, una gran nave con escasa ventilación, se exitienden unas 150 tiendas donde se hacinan familias enteras bajo un calor insoportable.
En el exterior, se multiplican otras tantas decenas de lonas. Softex acoge a los últimos desalojados del campo improvisado de Idomeni. La mayoría son sirios, como Mohammed, un chico de 17 años que hace gala de ser el último en subir a uno de los autobuses en los que los militares trasladaron a la gente desde Idomeni hasta los campos oficiales.
Habla un inglés perfecto y por las mañanas trabaja como traductor para la Cruz Roja Griega –una de las poquísimas organizaciones con permiso para trabajar en los campos–. Cobra cinco euros al día. Eso permite a su familia comprar alimentos extra en los puestos de comida que los propios refugiados han montado en los campos para suplir las deficiencias de la repetitiva dieta a la que los militares les tienen acostumbrados.
Durante varios días, los residentes de esta campo de refugiados organizaron una huelga e impidieron el paso de los camiones que distribuyen la comida. Pero la dieta es un mal menor en Softex: por las noches, el campo es una pequeña ciudad sin ley. Quienes más sufren esta inseguridad son las mujeres que viven solas en las tiendas y los menores no acompañados.
La Oficina de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) ha confirmado ataques sexuales a mujeres solas y a niños: “Hacemos un seguimiento individualizado de cada uno de los casos denunciados y hemos elevado nuestra preocupación por la inseguridad del campo ante las autoridades en numerosas ocasiones”, alertan.
En Softex, la tensión es palpable. Los saqueos en las tiendas son comunes y la gente se queja de que los soldados que custodian el recinto no actúan ante las denuncias. En este campo no hay escuela para los niños, que se pasan el día correteando por las pasillos de cemento entre las hileras de tiendas y ante la mirada resignada de los mayores, que tampoco tienen actividad alguna para llenar las pesarosas jornadas que pasan dentro de sus tiendas, enganchados al ventilador para soportar el calor sofocante que supera los 40 grados.
Las mujeres cocinan con pequeños fogones dentro de las tiendas, a pesar del riesgo que eso implica: no hay ni planes de evacuación ni extintores en caso de incendio.
El tiempo se eterniza en ese espacio inefable, convertido en el patio trasero de Europa. Centenares de personas salieron el 8 de agosto en manifestación por las calles de Salónica para denunciar la situación de Softex: días antes, una mujer murió después de desmayarse mientras se lavaba. La ambulancia tardó más de una hora en llegar y no se pudo hacer nada por salvarle la vida. A pesar de las protestas, de momento, las cosas siguen igual en el campo.
Salir de Grecia
Ante esta situación desesperada, la prioridad para los que se encuentran atrapados en la península griega, donde no quieren quedarse, se acrecienta. Están todos registrados y tienen la tarjeta que les reconoce su estatus de solicitantes de protección internacional, pero la burocracia va lenta.
Khaled, un chico sirio de 22 años que huyó de Damasco para evitar ser alistado por las fuerzas gubernamentales, ha conseguido salir de Softex y vive en un piso compartido con tres amigos también sirios y una voluntaria catalana que decidió quedarse en Salónica tras el desalojo de Idomeni.
Los jóvenes habían conseguido instalarse en uno de los tres squats ocupados por los movimientos de solidaridad griegos, que se resisten a aceptar la gestión de esta crisis humanitaria por parte del del gobierno de Alexis Tsipras. Khaled y sus amigos vivían en Orfanotrofeio, un antiguo orfanato que se había convertido en un hogar para decenas de refugiados.
La mañana del 27 de julio, la policía antidisturbios desalojó todas las casas ocupadas, en las que vivían unas 70 personas. Khaled afirma que perdió todos sus enseres personales tras el desalojo.
Los bulldozers derribaron el orfanato. No fue la única mala noticia de aquella semana. A los pocos días, recibió otro mazazo en forma de SMS. La Oficina griega de Asilo le comunicaba la fecha de su primera entrevista para valorar su petición de asilo: mayo de 2017. Khaled se derrumbó: “Si hubiera sabido esto, me hubiera quedado en Siria, porque allí sabes lo que te depara el futuro, o vives o mueres. Aquí solo hay incertidumbre”.
Si pudiera, Khaled también intentaría cruzar la frontera, pero no le queda dinero para pagar a los traficantes. Tampoco Omar (nombre ficticio), otro chico sirio que tiene asignada tienda en Softex, tiene más recursos para huir. Los gastó todos en un único intento: viajó hasta Atenas donde contactó con un traficante que le facilitó un pasaporte falso de nacionalidad española.
Hasta 11 intentos fallidos
“La idea era huir a través de Italia. Tomé un ferry en Atenas para ir al puerto del Patras y de allí, a Bari, pero al salir de Patras, en el control de pasajeros, el policía me habló en español y, claro, no supe contestar, porque no hablo español”.
Lo detuvieron en Patras y lo dejaron marchar al cabo de unas horas después de pagar una pequeña fianza de 88 euros. Tiene mujer e hijo en Siria y, después de la experiencia, quiere volver a su país, a pesar de que cuenta con la ayuda de una organización de voluntarios que le acogen en pisos en localidad de Polykastro, muy cerca de Salónica, así que vive a caballo entre el piso y el campo de Softex.
También Jammal (nombre ficticio) lo ha intentado, hasta 11 veces. Sus padres y su hermana ya están en Alemania. Él no lo logra: la última vez, hace solo unos días, lo intentó desde el aeropuerto de Atenas.
Por 3.000 euros compró un carnet de identidad falsificado, de nacionalidad italiana. “En la cola la policía nos ha interrogado a todos los jóvenes, y nos ha pedido el pasaporte”.
A pesar de que sabe que los ciudadanos europeos no están obligados a viajar con pasaporte en territorio UE, no pudo seguir. Ahora solo puede esperar a que se resuelva su solicitud de asilo y pedir ser reubicado en Alemania. Tardará meses en saber la respuesta.