Los refugiados sirios que nunca llegaron a la UE: “Estamos cansados de estas condiciones”
Apenas 20 kilómetros separan esta porción de tierra a medio asfaltar en la que se levantan decenas de tiendas y la frontera con Siria. Su país, aquel del que huyeron, está detrás de las montañas que se dibujan en el horizonte bordeando el valle de Bekaa, al este de Líbano. Varios niños corretean por el camino polvoriento que da acceso a este asentamiento en el que sobreviven unas 120 familias refugiadas. En el interior de la tienda de lona y madera de Fátima, una pequeña cabeza, la de su hijo menor, asoma entre las mantas mientras descansa tranquilo en el suelo. Llevan cuatro años aquí.
Fátima responde con timidez mientras se toca suavemente la barriga. En octubre será madre de nuevo. Es el tercer hijo que tiene aquí, tras escapar de la guerra. El tercero que no conocerá, de momento, otra cosa que no sea este campo de refugiados. Los otros tres permanecen detrás de su madre, inmóviles y atentos a sus palabras. Dimas, de nueve años, mantiene intacto su gesto serio. Es gemela de Madar, que tiene una discapacidad física que le obliga a pasar mucho tiempo dentro de la tienda, según explica su madre.
Para Fátima y su marido, Omar, quedarse en Raqqa cuando cayó bajo el control del ISIS no era una opción. Su escapatoria fue instalarse en el país vecino, como han hecho un millón y medio de personas desde que estalló la guerra hace más de ocho años. Fátima y Omar, que prefieren ocultar sus verdaderos nombres para mantener el anonimato, huyeron en 2015, el mismo año en el que cientos de miles de solicitantes de asilo trataron de alcanzar las costas europeas.
“Estuvimos [conduciendo] durante días en la carretera hasta que llegamos aquí”. Ese “aquí” en el que ven pasar los años es Ghazze, en Bekaa, la zona con mayor número de refugiados de Líbano, 341.475 personas, de acuerdo con los datos más recientes la Agencia de la ONU para los refugiados (Acnur).
Kafaa gesticula insistente para enseñar la que, desde hace siete años, es su vivienda. Aquí son nueve personas, entre ellas sus nietos pequeños, que se entretienen corriendo de un lado a otro con una metralleta de juguete. Un arriate con geranios rojos decora las lonas blancas que cubren la estructura. Dentro, una tela dorada recubre las paredes, de las que cuelgan cuadros con inscripciones en árabe y un gran espejo. Por momentos podría pasar por una de las habitaciones de su casa de Idlib. Sin embargo, siguen en el mismo asentamiento pegado al vertedero de Ghazze y sin demasiadas esperanzas en el futuro.
“Nos fuimos cuando comenzaron los bombardeos, temíamos por nuestra seguridad y nos recogieron unos vecinos. Elegimos venir a Líbano. Primero, por la proximidad. Turquía está cerca de Idlib también, pero con Líbano tenemos la lengua en común, porque no sabemos turco. No nos planteamos otro país porque implicaba más dinero, un dinero que no teníamos para hacer viajes tan largos”, resume Kafaa.
La idea de mudarse a un apartamento le ronda la cabeza, aunque no puede permitírselo. “Aquí la situación está cada vez peor, estamos cansados de estas condiciones”, sostiene. Su hija Halima colabora como voluntaria en las tareas de promoción de la higiene entre sus vecinos impulsadas por Acción Contra el Hambre España, encargada de gestionar los servicios de agua potable y vaciado de fosas sépticas en los asentamientos de la zona. Ocho años después, la respuesta sigue siendo de emergencia –pensada para meses–.
“La situación es mucho más vulnerable ahora, están cubiertas menos necesidades básicas”, explica Isabel Ordóñez, portavoz de la ONG en el país. “El marco de políticas no permite acciones que se perciben como promoción de la permanencia duradera de los refugiados. Múltiples barreras limitan o impiden un enfoque más sostenible. La pregunta para los actores humanitarios, incluida nuestra organización, por lo tanto, es: ¿Cómo mejorar sus condiciones mientras están aquí?”, agrega. El cansancio también pesa sobre Fátima mientras ilustra con sus manos, a cuatro palmos del suelo, el nivel que alcanzaron las inundaciones que anegaron el pasado enero varios asentamientos.
La mayoría vive en extrema pobreza
Según los datos de Acnur, actualizados a finales de mayo, Líbano, un país de 4,4 millones de habitantes, alberga a 935.454 refugiados sirios. El dato es cinco veces mayor que el número de solicitantes de asilo que la Unión Europea se comprometió a reubicar y reasentar en su territorio en 2015, con un mecanismo de cuotas que acabó fracasando dos años después. El Gobierno libanés afirma que otras 550.000 viven en el país sin estar registradas. Las cifras convierten a Líbano en la mayor población refugiada per cápita del mundo, solo superado por Turquía en cantidad de personas procedentes de Siria (más de tres millones). La mayoría habita en edificios en zonas urbanas, mientras cerca del 20% malvive en asentamientos informales.
Cuando huyeron de la guerra, Líbano les proporcionó un suelo alejado de los ataques, pero las condiciones en las que se han visto obligadas a sobrevivir no han hecho más que deteriorarse. La mayoría vive en situación de extrema pobreza, con menos de 2,4 dólares al día, según datos proporcionados por Acción Contra el Hambre. A ello se le suman las restricciones en el derecho al trabajo.
“Los refugiados legalmente solo pueden trabajar en tres áreas: en agricultura, medio ambiente y en construcción”, indica Ordóñez. Muchos se ven obligados a endeudarse, como Omar, que asegura que los problemas de espalda le impiden trabajar. “Para poder dar a mis hijos de comer le he pedido dinero a mis padres y a mi hermano, espero encontrar un trabajo que no sea muy duro”. Según explican, tienen que pagar 1.000 dólares al año al propietario de la tierra sobre la que levantan su tienda.
Sobre miles de ellos pesa, además, el riesgo de ser detenidos por las autoridades libanesas y tienen restringido el acceso a servicios básicos como la educación o la asistencia sanitaria por no tener papeles. Se calcula que el 74% de los refugiados en Líbano, país no signatario de la Convención de Ginebra de 1951, no cuenta con permiso de residencia: muchos no pueden pagar la tasa de 200 dólares que cuesta tramitarlo.
En 2015, Líbano cerró su frontera y suspendió el registro de solicitantes de asilo. “Por un lado, están los que entraron antes de ese año, que son refugiados con permiso de residencia que tienen que renovar anualmente. El problema es que muchos no pueden y se quedan de forma irregular. Luego están quienes han entrado después del 2015, que no tienen ningún tipo de estatuto”, esgrime la responsable de Acción Contra el Hambre.
“Quería ir a Europa para curarme, pero no podía pagarlo”
Kafaa sí ha podido renovar su permiso, a diferencia de Omar y Fátima, que no tienen papeles. Lo mismo le ocurre a Ahmad. Padre de tres hijos, vive con ellos y su esposa en un asentamiento en Kamd El-Laouz, también en el Valle de Bekaa. Una enfermedad rara, el síndrome de Steven-Johnson, le dejó ciego. “Cuando ISIS tomó el control de Raqqa, quise acceder a tratamiento para mis ojos, porque aún no estaba ciego al 100%, pero no me dejaron salir de la ciudad. Empecé a perder la vista y decidí escapar con la ayuda de mi mujer”, recuerda Ahmad. Ella, mientras, se coloca frente a él y agarra con cuidado su mano para llevarla a la taza de café que acaba de preparar.
Para llegar a Líbano, atravesaron las mismas montañas que hoy les separan de Siria. Ahmad sí intentó marcharse a la UE. Su camino se quedó una parada antes, en Turquía. “Quería ir a Europa porque quería tratarme allí. Así que me fui solo a Turquía con la ayuda de un primo y mi familia se quedó aquí. Pero no tenía dinero suficiente para continuar el viaje. Volví a Líbano y me enteré de que la ONU estaba organizando el proceso de reasentamiento, pero no sabía cómo iba el proceso ni cómo solicitarlo”, asegura. Le habría gustado llegar a Suecia, donde vive su hermana. Junto a varios familiares, según relata Ahmad, logró cruzar el Mediterráneo desde Libia. “Casi muere ahogada, pero logró seguir adelante”.
Lleva dos años y medio aquí. Ahora acude una vez por semana a aprender informática y braille en un pueblo cercano con el apoyo de una ONG local. Depende de la ayuda de las organizaciones, ya que no puede trabajar, aunque colabora como voluntario de Acción Contra el Hambre. Las dificultades en el día a día se multiplican.
“Solía recibir ayuda de 200 dolares al mes de la ONU por mi discapacidad. Hubo recortes en la asistencia y paré de recibirla. Mis hijas también tienen problemas de vista, es muy difícil lidiar con esto. La tienda no es apropiada, ni tenemos suficiente electricidad”, recalca. De momento, no se plantea regresar a Siria. Aunque el Gobierno libanés lleva más de un año propiciando el retorno de los refugiados, la ONU y las organizaciones humanitarias insisten en que la vuelta debe ser totalmente voluntaria y segura.
Cerca de Ghazze, Kafaa afirma tener pocas expectativas de que la situación vaya a cambiar. Minutos después, no puede contener la risa cuando se ve a sí misma hablando ante la cámara en un vídeo de la ONG. “¡Halima!”, exclama, para que su hija se acerque a verlo con ella. Su desparpajo inunda la conversación. Al rato, su rostro se vuelve más serio y suelta aquello que se le había venido a la cabeza. “Una cosa que me molesta es cómo nos retratan a los refugiados. Los sirios deberían estar en las escuelas, viviendo su vida normal, pero nos representan siempre como enfermos, hambrientos, sufriendo. Cuando los sirios se convirtieron en refugiados, el mundo perdió mucha humanidad”, sentencia.
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Nota: Esta cobertura de eldiario.es en Líbano es posible gracias a la invitación de la ONG Acción Contra el Hambre España. La organización ha corrido con los gastos del viaje.