La declaración del estado de guerra en el Sáhara Occidental por parte del Frente Polisario ha provocado que muchos de los hombres jóvenes refugiados en Tinduf, Argelia, salgan de los campamentos donde residen como desplazados desde hace años. No huyen por miedo a un ataque marroquí. Se han ido a escuelas a recibir instrucción militar.
Salek, de 29 años, es uno de ellos. Desde hace diez días comparte una habitación con 25 compañeros en la escuela militar. Por la mañana tienen entrenamiento físico. A mediodía estudian estrategia y después, armamento. “Nos han dicho que luego pasaremos a la artillería pesada”, cuenta. De momento, no han empuñado ningún arma. Según él, dependerá de cómo progresen. “Somos bastantes, la verdad. O demasiados. Apenas quedan hombres en los campamentos”, señala. Tiene claro que han llegado al límite. Hasta que no finalice su promoción no admitirán más voluntarios.
Desde la intervención de Marruecos en la frontera entre el Sáhara Occidental y Mauritania hace aproximadamente dos semanas, las esperanzas de resolver el conflicto por la vía diplomática se han esfumado. El referéndum de autodeterminación prometido por la ONU hace 29 años no ha llegado y la paciencia de muchos saharauis se ha acabado. Los casos de Fatimatu, Nih, Salek y Mohamed son el ejemplo de una generación refugiada que lleva toda la vida esperando a volver a su tierra. La que no conoce. El Sáhara Occidental.
A sus 28 años, Nih no concibe la vida sin la radio. Trabaja en ella y cobra 25 euros mensuales. Le hubiera gustado estudiar Periodismo, pero no tuvo la oportunidad. “En Argelia, la universidad es cara. Un refugiado no puede permitírselo y no merece la pena seguir formándose si no hay futuro”. Hoy está dispuesto a dejar a un lado la radio y su vida para unirse al Ejército de Liberación Popular Saharaui. “Mi familia está preocupada. Cuando me quedo sin cobertura piensan que me he ido al ejército. No quieren, pero yo lo decidí desde el primer momento”, afirma.
Cuando Marruecos intervino en la franja desmilitarizada de Guerguerat el pasado 13 de noviembre para romper el bloqueo a una de las principales vías de comunicación impuesto tres semanas antes por un grupo de manifestantes saharauis, Nih sabía que la guerra se acercaba y se presentó voluntario para alistarse. “Yo no soy militar. Me dijeron que las escuelas estaban llenas y que hay muchos chavales esperando” para aprender “a defender nuestra tierra”. Sueña con un Sáhara liberado donde los niños puedan jugar con algo más que arena, piedras y palos. “He pasado varios veranos en España y quiero que nuestros ancianos también tengan acceso a un hospital sin tener que recorrer miles de kilómetros lejos de este desierto inhóspito”.
El mismo día que Nih se presentó voluntario, Salek entró en la escuela militar. Es una de las tres academias enfocadas a jóvenes y hombres de más de 40 años sin ninguna instrucción. Existen otras dos. Una para menores, donde se forman hasta ser adultos, y otra exclusivamente para mujeres. Todas ellas ubicadas, desde hace años, en los alrededores de los campamentos y todas con el nombre de un mártir saharaui.
“No sé cuánto tiempo estaremos aquí. Supongo que hasta que estemos listos para ir al frente”, afirma Salek. Ha pasado su infancia en los campamentos y vive a caballo entre Bilbao, donde estudió bachillerato, y su campamento natal, El Aaiún. No es de extrañar que tenga acento vasco. “Tengo la oportunidad de ir cuando quiera pero prefiero estar aquí. No hace mucho que vine para esto, para ir a la guerra”.
“Hay cosas que hay que vivir para entenderlas. He decidido presentarme voluntario para luchar por mi tierra, para liberarla, porque ya estamos hartos de esperar más de 30 años aquí en el desierto”, dice. Salek, al igual que Nih, lleva toda su vida escuchando historias familiares de cómo después de una guerra, Argelia, vecino y enemigo de Marruecos, les prestó una parte de su territorio para vivir de manera provisional mientras esperaban un referéndum que no ha llegado. “Hasta ahora la ONU no ha hecho nada por nosotros y la única solución que veo es la lucha armada para que nos devuelvan lo nuestro”.
Uno de los profesores de Salek se llama Mohamed. Que el maestro tenga dos años menos que su alumno es fácil de explicar si tenemos en cuenta la experiencia personal de cada uno. Mohamed es militar. Después de terminar los entrenamientos y sus estudios militares estuvo en Argelia otros dos años formándose como instructor. Más allá de la experiencia, valora “tener buena condición física y conocimientos después de aprobar varios exámenes”. No es el único profesor, pero sí es de los más jóvenes. Los demás “son héroes de la guerra pasada que tienen mucha experiencia en terreno, en el trato con militares marroquíes y en el muro”. Se refiere a los más de 2.700 kilómetros de muro minado que separan la parte ocupada por Marruecos del resto del Sahara Occidental.
“Llevo siete años dando clase a los saharauis, pero en esta escuela es la primera vez”. Enseña desde hace más de 14 días cómo desenvolverse “en el muro con las minas”. Mohamed resume el objetivo de sus clases en preparar emocional, física y psicológicamente a sus reclutas. “A veces trabajamos de noche. Levantamos a los alumnos con tiros en el aire a las dos o a las tres de la mañana y les enseñamos a combatir en la oscuridad, en el frío y con sorpresas”, sostiene.
El caso de Fatimatu es diferente al de los tres anteriores. Su marido es soldado y se fue a su base militar un día después de la ruptura del alto el fuego en Guerguerat. “Pocas veces hablo con él porque no deben conectarse mucho. Me dijo que están preparándose por si tienen que ir al muro”, cuenta. Está convencida de que, cualquier día, su marido estará en la primera línea de combate. “Tengo mucho miedo a la guerra y no me gusta, pero es lo que hay. Debo tener esperanza y pensar en lo bueno”, afirma. Fatimatu es madre de gemelos de 17 meses. Mientras su marido espera un nuevo destino, ella patrulla hasta las once de la noche por su campamento, una labor que realiza junto a otras mujeres de su familia.