La portada de mañana
Acceder
Mazón calca la estrategia del PP en otras catástrofes y sigue sin explicar su comida
La riada se llevó 137.000 vehículos en horas y comprar uno es casi imposible
Regreso a las raíces: Trump, gobierno de “delincuentes”. Por Rosa María Artal

Refugiados sudaneses y eritreos: los otros parias de Israel

Hay pocas cosas que definan a Israel mejor que las fronteras. En su guerra por conseguir cada vez más territorio, las fronteras se vuelven armas privilegiadas: moviéndolas se avanza, creándolas se asedia y, blindándolas, se garantiza que el territorio ganado no se vuelva a perder. Su fortificación más famosa es el muro que Ariel Sharon mandó construir alrededor de Cisjordania en plena segunda intifada, ese monstruo de hormigón que invade, en muchos de sus trayectos, el territorio palestino. Pero hay más muros, más verjas, más alambradas: hoy en día, casi la totalidad de las fronteras del país están cercadas y el plan de Benjamín Netanyahu es fortificar los tramos que aún no lo están.

Todo lo justifica la seguridad nacional. Además del muro de Cisjordania, al este del país, una valla sella el norte en los territorios ocupados de los Altos del Golán. En el sur, la barrera que divide el país de Egipto es una construcción faraónica de 230 kilómetros de largo y 5 metros de alto –el doble del muro de Cisjordania– con alambres de púas, cámaras, sensores y radares. Lo último en tecnología. Por eso Israel está camino de hacer de las fronteras no solo un arma, sino también una mercancía: con la llegada de numerosas personas refugiadas de Siria, varios países europeos han visitado la zona y varias empresas israelíes aseguran que Hungría y Polonia ya les han consultado sobre la posibilidad de importar un modelo de vallado idéntico al que sella el sur del país.

Esa valla del sur es especial por su tecnología, pero también por lo que trata de contener: el proyecto se inició en 2011, en medio de la revolución de Egipto, para evitar ataques como los que ocurrieron en agosto de aquel año, en los que varios palestinos de los Comités de resistencia popular mataron a ocho israelíes. Pero pronto su objetivo viró: la valla serviría, ante todo, para detener el flujo de personas africanas que, desde finales de los 2000, trataban de entrar al país en busca de asilo. La mayoría venían de Eritrea y de Sudán. La mayoría eran hombres. La mayoría eran refugiados: los eritreos huían de un estado policial conocido como “la Corea del Norte africana”; los sudaneses venían, principalmente, de Darfur.

La valla cumplió su propósito: en 2010 entraron en el país 14.715 refugiados; en 2011, 17.298; en 2012, 10.440. Cuando la valla terminó de construirse, en 2013, solo consiguieron entrar 36. Pero eso no solucionó la situación. 45.000 de ellos siguen en Israel y suponen una de las mayores disyuntivas para el país: la de elegir entre ser un país de mayoría judía o un país democrático.

Los orígenes de la migración

La historia de la inmigración sudanesa y eritrea a Israel empieza con una masacre en Egipto, en 2005. En octubre de aquel año, unos 2.000 refugiados sudaneses habían acampado frente a la delegación de Acnur en el Cairo. El 30 de diciembre, la policía dispersó violentamente a los manifestantes: murieron al menos 28. La masacre hizo que un millar de sudaneses decidieran cruzar el Sinaí a pie para llegar a Israel. Fueron los primeros, les siguieron muchos más. La mayoría llegaron entre 2009 y 2012, cuando se terminó de construir la valla.

Ali es uno de ellos. Estaba en el instituto cuando empezó el genocidio en Darfur, en 2003, y el grupo paramilitar Yanyauid quemó su aldea. Asesinaron a algunos de sus familiares y otros tuvieron que irse a campamentos para desplazados internos. Ali pasó los años siguientes tratando de retomar su educación y trabajando con organizaciones humanitarias. Fue detenido varias veces, encarcelado, torturado con descargas eléctricas. Cuando, en 2011, Sudán del Sur se separó de Sudán y la universidad a la que había sido admitido desapareció, fue uno de los impulsores de las protestas estudiantiles. La policía empezó a reprimirlos y Ali supo que su activismo y trabajo humanitario anterior iban a costarle caros: tenía que irse del país.

Russom lo había hecho unos años antes, en 2009. A pie, cruzó la frontera que separa su país, Eritrea, de Etiopía. Allí pagó 200 dólares para que lo cruzaran a Sudán. De allí fue a Egipto. No tiene las fechas claras, puede que pasara un año en Sudán, o quizá unos meses. Huía de una dictadura basada en ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, censura, tortura, represión. Huía de lo que huyen todos los eritreos que están en Israel: del reclutamiento forzado para formar ese ejército descomunal que representa, hoy, el mayor ejército por población en el mundo después del de Corea del Norte.

Algunos de los que han escapado cuentan cosas como estas: Mechile dice que, en el año 2000, le hirieron en la pierna en primera línea de batalla y quedó cojo y que su comandante le obligó a seguir luchando, siempre en primera línea, durante diez años. Afwerki pasó dos años luchando en Sawa y cobraba 145 nakfa (5 dólares) al mes. El período de reclutamiento es indefinido y la mayor parte de las veces los soldados son mano de obra esclava que trabaja al antojo de sus superiores. El país considera desertores a quienes escapan: si vuelven, se enfrentan a penas de prisión de por vida o, incluso, a la muerte. Después de Siria, los eritreos fueron el grupo más numeroso de demandantes de asilo en Europa en 2014.

Ali y Russom pasaron por el Sinaí en las mismas fechas, pero no corrieron la misma suerte. El trayecto por el Sinaí hasta Israel estaba en manos de los grupos de beduinos de la región. Ali pagó unos 3.000 dólares y cruzó. A Russom lo secuestraron y lo internaron en uno de los campos de torturas de la región. Pedían 20.000 dólares para liberarlo. Pasó un año maniatado y con los ojos vendados. Mientras lo cuenta muestra su cuerpo lleno de quemaduras: son las marcas de la tortura, del plástico quemado que los torturadores derramaban, cada día, sobre su cuerpo. Vio a muchos morir a su alrededor.

Se calcula que 10.000 eritreos que están hoy en Israel fueron secuestrados y torturados en el Sinaí entre 2009 y 2013, siempre con el mismo mecanismo: los captores les daban teléfonos móviles para que llamaran a sus familias mientras los estaban torturando. Un amigo le dio a Russom el número de Meron Estefanos: desde Estocolmo, Meron, eritrea nacionalizada sueca, conduce un programa de radio al que llaman en directo aquellos que están siendo torturados. Meron les ayuda a recaudar los fondos para su liberación: 4.000 dólares del rescate de Russom vinieron de su programa de radio. Los 16.000 dólares restantes provenían de su familia, que vendió todo que tenía y se endeudó de por vida para poder liberarlo. Russom llegó a Israel en 2011, dos años después de salir de Eritrea. Pasó un año sin poder trabajar por las secuelas de la tortura.

La vida del refugiado en Israel

Algunos de los demandantes de asilo cuentan que llegaron a Israel porque, una vez en Egipto, no tenían más remedio. Entrar en Europa era casi imposible. Pero la mayoría admite que Israel sonaba como una buena alternativa: un país democrático y mucho más rico que sus vecinos de la región. Y también: un país fundado por y para refugiados sería más comprensivo con otros refugiados, pensaban. Se equivocaban. Al principio, el recibimiento fue tibio, pero cuando las cifras de demandantes de asilo empezaron a crecer, Israel endureció leyes y la retórica cambió. En el discurso público pasaron de ser refugiados a ser considerados “infiltrados”.

“Infiltrado” es un palabra cargada en Israel. En 1954 el país aprobó la Ley para la Prevención de la Infiltración, que trataba de impedir que los refugiados palestinos de la nakba (“la catástrofe” que da nombre al éxodo palestino de 1948) volvieran a entrar en el país y se reunieran con sus familias o recuperaran las propiedades que habían quedado en manos israelíes. Cualquier palestino que tratara de entrar en el país se consideraba un “infiltrado”.

Cincuenta años después, Israel solo tuvo que enmendar aquella ley para usarla contra los demandantes de asilo. Al fin y al cabo, tanto palestinos como africanos planteaban el mismo problema al país: es difícil conservar una mayoría judía si no se criminaliza a quienes no lo son. En 2012, la parlamentaria del Likud Miri Regev dijo, en una manifestación anti-inmigración, que los refugiados africanos eran “un cáncer en el cuerpo de Israel”. Una encuesta posterior aseguraba que el 52% de la población israelí estaba de acuerdo con ella.

Hoy la situación es así: el Estado israelí confiere a eritreos y sudaneses “protección grupal”, un estatus que garantiza que no serán expulsados del país. Si los deportara, Israel estaría infringiendo el principio de no-devolución, básico en la Convención de Ginebra, que prohíbe a un Estado expulsar a alguien a un país donde su vida o libertad estén en peligro por razones de raza, religión, opiniones políticas o nacionalidad. Y esto ocurre con la dictadura militar eritrea, pero también con Sudán: el gobierno sudanés prohíbe a sus ciudadanos entrar en Israel, al que considera Estado enemigo, por lo que, cuando un sudanés pone un pie en suelo israelí, sabe que no podrá regresar a su país y es, automáticamente, un refugiado. O debería serlo.

Según Hotline, una ONG israelí que defiende los derechos de migrantes y demandantes de asilo en Israel, desde 2013, solo tres eritreos (y ningún sudanés) han recibido estatus de refugiado y el país tiene la tasa de reconocimiento de refugiados más baja del “mundo occidental”: un 0,15%, comparado con el 66% de Estados Unidos, el 28% de Alemania y el 45% de Canadá.

El principio de no-devolución es el único que parece respetar la política migratoria israelí hacia los africanos no judíos. Los demandantes de asilo tienen visados temporales que tienen que renovar cada dos o tres meses y que no les otorgan ningún derecho básico: ni a la sanidad, ni al trabajo. Las sucesivas enmiendas a la Ley para la Prevención de la Infiltración prescriben que cualquier demandante de asilo puede ser enviado a Holot: un “campo de detención al aire libre” con capacidad para hasta 3.000 personas construido exclusivamente para eritreos y sudaneses en medio del desierto del Néguev, en la frontera con Egipto, al lado de la prisión de Saharonim. Es el CIE de Israel.

El Tribunal Supremo consideró inconstitucionales las enmiendas de 2012 y de 2013, que prescribían que los demandantes de asilo podían ser retenidos hasta tres años (siete en el caso de aquellos que provinieran de “Estados enemigos”). La enmienda en vigor en la actualidad los obliga a permanecer en el campo durante un año. El mecanismo para enviarlos allí parece totalmente arbitrario: cuando van a renovar sus visados, pueden otorgarles uno nuevo o informarles de que, en el plazo de unos días, tienen que presentarse en Holot.

Esa aparente arbitrariedad es clave en política de disuasión del gobierno israelí: desalentar a los demandantes de asilo, romper cualquier lazo que hayan establecido con el país de tal manera que tengan más remedio que firmar órdenes voluntarias de deportación.