Refugiados ucranianos en la España vaciada, entre la gratitud y las ganas de volver a casa

Celia Broncano

Lagartera (Toledo) —
9 de julio de 2022 22:52 h

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Antes de que empezara la invasión rusa de Ucrania, Alina Yevsiukova, de 32 años, trabajaba como periodista en una cadena local y vivía con su hija y su marido en Chernígov, en el norte del país. Ahora reside con la pequeña Mariia, de dos años y medio, en Lagartera, en la provincia de Toledo. En el pueblo, de unos 1.400 habitantes, viven otros 18 refugiados ucranianos. Desde que comenzó en marzo la llegada de refugiados desde Ucrania a España, la provincia ha acogido a 613 personas, según los datos del Ministerio del Interior. En toda la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha son 2.328. 

Lagartera, una localidad conocida principalmente por sus labores de bordados, es uno de los municipios toledanos que decidieron ayudar y recibir a familias que huyen de la guerra. Para el pueblo este es el primer proyecto de acogida de refugiados, una iniciativa promovida por el alcalde, Sergio Alía, y una de sus concejales, Noemí Ropero.

Alía, como otros alcaldes de la comarca, fue contactado en marzo por una mujer ucraniana casada con un español y que vive en la zona. La señora preguntaba sobre la posibilidad de acoger a estas familias. El alcalde y la concejala decidieron entonces hablar con los vecinos y ver qué casas había disponibles para los refugiados. Consiguieron sumar así cinco viviendas que estaban deshabitadas y desde el Ayuntamiento se organizó la llegada de las familias y su asentamiento en el pueblo. 

Estar perdidos

Yevsiukova y su hija fueron de las primeras en llegar a Lagartera. Había pasado sus últimas semanas en Ucrania en un sótano en Kiev, hasta que su marido la llevó junto a hija cerca de la frontera con Polonia. “Al principio fue un 'shock'. La cultura es muy distinta”, comenta. Cuenta que una de las personas que más la ha ayudado a adaptarse ha sido Mayte Jiménez, una de las vecinas de Lagartera que se han implicado en la acogida y la ayuda de los refugiados también para los asuntos burocráticos. Para Yevsiukova es su “madre española”.

Jiménez reconoce que al principio unos y otros estaban perdidos: “No había una pauta clara y al acoger refugiados sin una ONG nos tuvimos que ir informando por nuestra cuenta sobre toda la documentación que necesitaban”.

La concejala Ropero dice que consiguieron información gracias a la labor de la asistente social del pueblo pero en muchas ocasiones ella también estaba perdida. Parte de las gestiones tuvieron que hacerlas en Toledo, ya que las capitales de provincia son las únicas habilitadas para solicitar la documentación requerida.

Cruz Roja y Cáritas contribuyeron a la acogida de las familias con ropa, alimentos y apoyo psicológico, y el Ayuntamiento abrió una cuenta bancaria para canalizar las donaciones de los vecinos. También se organizaron varias actividades deportivas y rifas para recaudar fondos. Pero las aportaciones se han ido reduciendo y cada vez cuesta más mantener a estas familias.

“El ministro Escrivá habló el otro día de una ayuda económica, pero hasta que se aprueben…”, dice Jiménez, quien subraya el esfuerzo y la reacción positiva de los vecinos ante la llegada de los refugiados. “Tuvimos que pedir que la gente dejara de visitarlos”, recuerda entre risas Ropero.

A Yevsiukova el pueblo le recuerda un poco a su ciudad y prefiere estar en un municipio pequeño: “Puedo pasear, hay animales para mi hija... Creo que en Madrid hubiera sido más difícil adaptarse”. Dice sentirse realmente agradecida por todo lo que hacen los vecinos por ella y su pequeña. Sin embargo, la barrera del idioma es una de las mayores dificultades a la que se sigue enfrentando. “Nos comunicamos o por señas o con el traductor de Google, pero falla mucho”, reconoce Jiménez. Cuentan con varias intérpretes por vía telefónica, pero solo se ponen en contacto con ellas cuando es imprescindible porque “no siempre están disponibles”. “Gracias a las clases de español que les da una profesora voluntaria, y que algunas saben inglés, poco a poco nos vamos entendiendo más, pero sigue siendo muy complicado”, explica la vecina. 

Un lugar seguro

A casi ocho kilómetros de Lagartera, en el pueblo de Calzada de Oropesa, un municipio de 595 habitantes, residen desde mediados de junio seis refugiados ucranianos. “Cuando empezó la llegada de ucranianos, nosotros nos pusimos en contacto con el Ministerio de Inclusión y la Junta de Castilla la Mancha, y nos dimos de alta como pueblo de acogida con una casa, que es la que podíamos ofrecer en ese momento”, dice el alcalde Valerio Pulido. “También hemos hablado con dos ONG. Una es Diaconía, con la que mandamos medicamentos para los refugiados, y la otra es la Fundación Integralia DKV, con la que han venido estas familias”. Como para Lagartera, también para este pueblo se trata del primer proyecto de acogida. Pulido cuenta que los refugiados llegaron con toda la documentación necesaria, ya que todo se gestionó desde la Embajada de España en Varsovia.

El Ayuntamiento ha planteado varias formas de ayuda para estas familias. Los vecinos pueden contribuir con dinero o con donaciones de artículos de primera necesidad y también pueden poner a disposición una casa o muebles para las viviendas donde se alojan los refugiados. “El pueblo ha reaccionado bastante bien. Además, estoy intentando que la gente joven intente interactuar más con ellos”, añade el alcalde. La mayoría de los refugiados en el pueblo no supera los 25 años.

Pero, al igual que en Lagartera, el idioma es uno de los principales problemas en el día a día. También en este pueblo cuentan con la asistencia telefónica de intérpretes para consultas concretas y el alcalde cree que pronto la situación mejorará, ya que las familias han sido admitidas en la beca de la UNED para aprender el idioma y dos de las refugiadas ya hablan español.

Oksana Fomenko es una de las refugiadas acogidas en Calzada de Oropesa. Antes de que estallara la guerra vivía en Mariúpol y era empresaria, y uno de sus mayores deseos es empezar a trabajar cuanto antes para poder mantenerse autónomamente. “La gente es muy agradable, y nos ayudan mucho, pero yo quiero trabajar”, comenta. No es la primera vez que Fomenko se ha visto forzada a abandonar su hogar, ya que en 2014, por el conflicto en el Donbás, tuvo que abandonar la ciudad de Donetsk. “Yo solo quiero estar en un lugar del que no tenga que huir”, dice.

Además del idioma, otro de los problemas en la zona es el desplazamiento. La mayoría de los refugiados que llegan a los pueblos son mujeres sin carnet de conducir, lo que complica su independencia para trasladarse de un lugar a otro y reduce las posibilidades de encontrar un trabajo. “Desde que llegaron yo les dije que podían coger el bus en la parada del pueblo, o el tren en Oropesa”, dice el alcalde de Calzada, “pero cada vez tenemos menos medios de transporte”.

Según la viceconsejera de Servicios y Prestaciones Sociales del Gobierno de Castilla la Mancha, Guadalupe Martín, un 15% de los refugiados que habían llegado a la Comunidad decidieron regresar a Ucrania en mayo. Noemí Ropero comenta que no sabe cuántas familias seguirán en Lagartera en septiembre, pues algunas han “devuelto la ropa de invierno que Cáritas les había dado”.

La concejala comenta que varios refugiados acogidos en otros pueblos o se han realojado en municipios y ciudades más grandes, donde la oferta de trabajo es mayor, o han decidido regresar a Ucrania, el máximo deseo de la mayoría de los que han llegado. También lo es para Yevsiukova. Cuando se le pregunta por sus planes para el futuro únicamente responde: “Volver a mi país”.