La reina dadivosa y el buen salvaje (o cómo no hacer periodismo)
El relato predominante sobre África se sitúa entre el buen salvaje y el salvaje a secas. Pobres incapaces que necesitan nuestra ayuda y supervisión o simples bárbaros que se embarcan en espantosos conflictos que ni siquiera pueden compararse a nuestras civilizadas guerras. La semana pasada, coincidiendo con la visita de la reina a Mozambique, tocaba airear el primero de estos relatos.
Muy a menudo siento que los medios de comunicación toman a la ciudadanía por tonta. La Casa Real vende la visita de la reina a Mozambique como un viaje de cooperación y van ellos y lo compran. Y no sólo lo compran, sino que además lo hacen bajo esa conceptualización del buen salvaje intelectualmente menor que necesita de nuestro apoyo para salir adelante. Fíjense que aún en tiempos de crisis somos solidarios y lo demostramos enviando a la reina como adalid de nuestras buenas intenciones con “los negritos”.
Para alimentar este discurso no pueden faltar las historias de niños y niñas, a ser posible huérfanos y si son fruto de una violación y abandonados aún mejor. Pobres, necesitan nuestra ayuda. Por supuesto, no puede faltar un toque de folklorización tan necesario en estos casos: la música, imprescindible, porque ¡mira que baila bien la gente africana!; y por supuesto la artesanía (nada de arte, como diría Galeano, que son pobres). Y así, las imágenes que nos llegan son protagonizadas por una reina dadivosa que visita orfanatos, baila danzas junto a las mujeres y compra en los mercados tallas de madera.
Lástima que sólo de refilón se mencionaran las “nuevas formas de cooperación con Mozambique” que comienzan a realizarse. Tal vez esas nuevas formas tengan mucho que ver con el petróleo y el gas que se han descubierto en el país. Hubiera sido interesante y periodísticamente responsable indagar sobre este asunto. Curiosamente, esos mismos días, la ONG Justiça Ambiental acusaba al gobierno y a las compañías extranjeras de violar sistemáticamente los derechos de la población. También la Asociación Académica para el Desarrollo de las Comunidades Rurales denunciaba que el G8 “convierte África en una plataforma comercial para las grandes multinacionales del negocio agrario y la industria alimentaria”.
Lástima que también se perdiera la oportunidad de explicar los datos que unos días antes había publicado el CAD y que situaban a España como campeona europea de recortes en cooperación. Una pena que no se explicaran las graves consecuencias que tales recortes tendrán sobre el trabajo que se viene realizando y sobre la vida de miles de personas.
Los artículos mencionados en los enlaces anteriores pertenecen a esa prensa que se autodefine como seria. Resulta cuanto menos sorprendente que al compararlos con los publicados por Hola -revista caracterizada por la superficialidad de sus contenidos que no dejan de ser meras anécdotas- la diferencia entre unos y otros sea casi inexistente. Tal semejanza deja clara evidencia del carácter vasallo de un periodismo supuestamente independiente y profesional.
La historia de Mia Couto del inicio sirve para ilustrar el neocolonialismo maquiavélico que impera. Los relatos predominantes que sitúan a los países africanos en inferioridad con respecto a occidente se construyen precisamente para justificar intervenciones externas en asuntos que les son propios. El periodismo no puede convertirse en vocero de esos discursos del poder. La responsabilidad ética y profesional obliga a ir mucho más allá de la realidad oficial, a contrastar fuentes, a indagar. Y, por supuesto, obliga a hablar con las personas de la calle, esas que no salen en los grandes titulares pero que son quienes mejor pueden describir la realidad del país, sus necesidades y sus propuestas. Ellas, y no otras, son las verdaderas protagonistas; nadie puede hablar en su nombre.
Cualquiera que haya visitado recientemente Mozambique y haya hablado con sus gentes sabe que existe un gran malestar social con ese tipo de desarrollo que hemos exportado desde aquí y que está generando enormes desigualdades. La soc
iedad civil mozambiqueña está denunciándolo. No contarlo como periodista no sólo es irresponsable, sino que además es cómplice de delitos presentes y futuros.
Viví en Mozambique en 2003 y 2004. Entonces era el tercer país más pobre del mundo, según el Informe de Desarrollo Humano. Regresé allá hace un par de años cuando todos los indicadores internacionales hablaban de una economía que crecía un 7,2% anual. Encontré un país en el que el modelo capitalista se había instaurado de manera impúdica en la capital: centros comerciales, hoteles de lujo y enormes coches convivían con barrios enteros en los que la situación apenas había cambiado. La desigualdad era enorme. El maldesarrollo se había instalado en la ciudad y con él, sus malas prácticas: horarios laborales interminables, enorme subida de los precios de productos básicos, salarios minúsculos. El interior del país continuaba igual que décadas atrás, incluso peor porque el acaparamiento de tierras por parte de capital extranjero afectaba ya al 21% del terreno. El descubrimiento de petróleo y gas en el país había atraído a las empresas extranjeras en una suerte de tonto el último en busca del beneficio. China pisaba con fuerza y construía infraestructuras con sus propios trabajadores a cambio de saciar su imparable sed de materias primas… Flávia, una buena amiga de Maputo, me dijo entonces “¿sabes?, me gustaba más el Mozambique de antes”.
Quien quiera informarse sobre lo que ocurre en Mozambique basta con leer alguno de los brillantes artículos de Mia Couto o Paulina Chiziane, consultar alguna de las ONG mencionadas en este artículo, leer periódico Verdade o tan sólo escuchar la música del rapero Azagaia.