“No es bueno para un niño entrar a un grupo armado porque cuando lo haces ves a gente matando gente, ves muertos. Eso no es bueno porque tú aún eres un niño, tu mente no es fuerte todavía para ver cosas como esas”. A sus 17 años, Jean –nombre ficticio- ya sabe lo que es un AK47. “Maté a gente con ella, maté a mucha gente”. Dice que ahora ya ha crecido, que “cuando era joven”, a los 16, y decidió unirse a las milicias Seleka (“alianza” en sango, el idioma oficial de la República Centroafricana), “no sabía lo que estaba haciendo”. “Mi única motivación era pensar que ganaría dinero”.
Desde el inicio del conflicto en la República Centroafricana hace ahora dos años, el número de menores reclutados por los grupos armados como combatientes, porteadores, espías o con fines sexuales se ha cuadruplicado. Según UNICEF, en diciembre de 2012 había unos 2.500 niños y niñas soldado en el país. Hoy, la cifra se sitúa entre los 6.000 y los 10.000. Algunos tienen tan solo ocho años de edad.
La necesidad de supervivencia ante una situación de empobrecimiento agudizada por la crisis, los deseos de venganza o el secuestro son algunas de las causas que pueden conducir a un niño a las filas de uno de estos grupos, sostiene Save the Children en un informe que ha visto la luz este jueves. En él se recogen las historias personales de algunos de ellos, como Jean o como Maeva, integrante de los anti-balaka (“anti-machetes”), la milicia formada por cristianos y animistas que se oponen al control de los musulmanes de Seleka, la fuerza en el poder desde que derrocaran al presidente François Bozizé, en marzo de 2013. Pese al frágil acuerdo de alto el fuego alcanzado el pasado julio, los enfrentamientos entre las distintas facciones han seguido sucediéndose.
“Un día, los de Seleka llegaron. Yo no estaba porque había ido a la iglesia. Cuando regresé, encontré el cuerpo de mi tía dentro de la casa. La habían asesinado. Entré en pánico, cogí su teléfono y llamé a mis padres, que vinieron y se llevaron el cuerpo. Cuando los ritos del funeral acabaron, tres días después, decidí volver a casa. Entonces, cinco hombres armados entraron. Me violaron. Después de eso huí del pueblo y oí hablar de los anti-balaka. Recordé todo lo que le habían hecho a mi tía y como resultado de la rabia, decidí unirme a ellos”, cuenta Maeva. Sucedió en 2013. Cuando fue entrevistada por Save the Children, en septiembre de este año, seguía vinculada al grupo. Estaba en Bangui, la capital del país, en la base de la milicia, junto a otros niños.
“Ahora lavo los platos, limpio, cocino, [hago] cosas como esas. Las chicas y los chicos somos iguales, hacemos las mismas tareas. Nuestros líderes nos han inculcado eso. Ellos no me impedirían dejar el grupo si quisiera, pero no me quiero ir todavía”, dice esta adolescente de 17 años, que asegura que algunos comandantes anti-balaka le han pedido matrimonio, aunque casarse no está aún en sus planes. Si no hubiera sido por todo lo que sucedió, Maeva subraya que nunca habría imaginado que acabaría convertida en una rebelde. “Siento que ya he vengado a mi tía”, reconoce, y admite que le gustaría seguir estudiando en el futuro pero, de momento, no ve muchas opciones de vida fuera del grupo armado.
“Querían que fuésemos mezquinos, despiadados”
UNICEF calcula que en la República Centroafricana, un país de mayoría cristiana que no llega a los cinco millones de habitantes, más de 2,3 millones de niños y niñas se han visto afectados por el conflicto. Además, alrededor de 500.000 continúan desplazados. A mediados de año, el secretario general de la ONU alertaba en su informe Infancia y Conflicto Armado de que el progresivo deterioro de la situación estaba favoreciendo el re-reclutamiento de menores. “Muchos de estos niños han pasado por cosas por las que ningún adulto y menos un niño, debería pasar, presenciando la muerte de seres queridos, viendo sus casas destrozadas y sobreviviendo en condiciones duras y de inseguridad”, denuncia la responsable de Protección de Save the Children en la República Centroafricana, Julie Bodin.
Grâce a Dieu –nombre supuesto- se unió al Seleka después de que secuestraran y asesinaran a su padre. “Hasta hoy nadie ha sido capaz de encontrar su cuerpo”, desvela. Grâce tenía entonces 15 años y era el mayor de siete hermanos, su madre vendía frijoles en el mercado. No daba para mucho. “Pensé que si me unía al grupo armado podría cuidar de mi familia. No me gustaban, pero no veía otra solución”, recuerda.
Tras integrarse, lo trasladaron a un lugar situado a 10 kilómetros de distancia para recibir instrucción. “Cada mañana teníamos que entrenar duro, arrastrándonos por el barro. Los soldados querían que fuésemos mezquinos, despiadados. Cuando había enfrentamientos éramos nosotros, los niños, quienes éramos enviados a primera línea, lo duro era luchar en primera línea, vi a muchos de mis compañeros morir mientras peleábamos”, relata. “Yo siempre intentaba no matar a gente inocente. He visto muchas cosas, un montón de atrocidades”. En esos momentos, no era muy consciente de lo que sucedía. “Solo después, cuando nos íbamos, empezaba a darme cuenta de lo que habíamos hecho. Moral, emocionalmente, aquello me trastornaba”, confiesa.
Ante situaciones límite como las vividas por Grâce, el alcohol y las drogas suelen ser recursos habituales para evadir su realidad de niños soldado. “La gente tomaba muchas drogas, cáñamo… Yo bebía un montón de cerveza, no me drogaba. Algunas veces, me emborrachaba antes de una batalla. Otras veces, bebía hasta emborracharme después. De cualquier modo, bebí mucho durante ese tiempo”, rememora.
War Child advierte de la escasa respuesta que han recibido las necesidades de los niños y niñas en la República Centroafricana, un país históricamente ignorado por la comunidad internacional. Han pasado tres meses desde el inicio del mandato de la Misión Multidimensional Integrada de Estabilización de las Naciones Unidas en la República Centroafricana (MINUSCA), la misión de paz aprobada por el Consejo de Seguridad de la ONU en abril de este año y organizaciones como Save the Children cuestionan que haya habido una mejora significativa en términos de protección. “Se necesitan más recursos de manera urgente para recomponer la vida de estos niños y para reconstruir y fortalecer las escuelas, que son la clave para que puedan salir adelante”, destaca Bodin.
En estos dos años, la violencia ha desmantelado el sistema escolar. Según UNICEF, el 60% de los colegios de la Bangui han desaparecido desde que la milicia anti-balaka invadiera la capital, hace un año. A consecuencia del conflicto, muchas escuelas se han transformado en bases militares, han sido saqueadas, destruidas o blanco de ataques, como cuenta Gladys: “El año pasado no pudimos seguir estudiando por culpa de la violencia. Cuando íbamos al colegio nos disparaban, por eso dejamos de ir a clase”. En noviembre de 2013, Gladys –nombre ficticio- se unió a los anti-balaka después de que miembros de Seleka mataran a su madre, su abuelo, un tío y destrozaran la propiedad de su padre.
Un horizonte con decenas de miles de niños y niñas, traumatizados por las experiencias vividas, sin acceso a la educación y encarando un futuro en que las oportunidades brillan por su ausencia supondría, alerta Save the Children, “serios riesgos a largo plazo para la seguridad y estabilidad en la República Centroafricana”.
Niños desmovilizados [se calcula que desde enero de 2014 han sido más de dos mil] como Grâce a Dieu, Jean o Gladys, o todavía dentro de una milicia, como Maeva, coinciden a la hora de expresar su voluntad de estudiar. “Ahora me encuentro bien, no tengo pesadillas. Mi mayor deseo es volver a la escuela. Solía gustarme mucho leer”, dice Grâce.
Jean intuye que no será fácil. “No sé qué pasará en el futuro, lo que sí sé es que los enfrentamientos continúan”.