Al mediodía del miércoles 5 de agosto un barco se hundía en el Mediterráneo meridional, a escasas millas de la costa de Libia. El Dignity I de Médicos Sin Fronteras (MSF) llegaba sólo veinte minutos después de que la precaria embarcación desapareciera. En esos momentos, cada esfuerzo se dirigía a salvar todas las vidas posibles empleando cualquier medio. Un helicóptero lanzaba balsas salvavidas mientras las lanchas rápidas surcaban la zona del naufragio buscando supervivientes. Al final del día, 399 pasajeros fueron rescatados, se recuperaron 25 cadáveres y desparecieron unas 200 personas, 200 personas ahogadas en el mar.
En el MY Phoenix estábamos a unas cinco horas de navegación cuando recibimos la noticia y las instrucciones para dirigirnos al lugar. Cuando llegamos, todo estaba ya en calma y el día tocaba a su fin. El helicóptero detuvo los vuelos de búsqueda y regresó al buque nodriza de la Armada italiana. El sol se hundió en el mar y seguimos buscando cuerpos hasta que la última luz se desvaneció. No había nada más que pudiéramos hacer. Cuando pusimos fin a los trabajos de búsqueda nos reunimos en la cubierta de proa donde expresamos nuestro dolor y respeto con un minuto de silencio.
Menos de 24 horas después, la tragedia amenazó con atacar de nuevo. A las 13 horas del 6 de agosto, el Centro de Coordinación de Salvamento Marítimo de Roma nos pedía el auxilio urgente a un barco de 15 metros en el que viajaban más de 600 personas y que corría riesgo evidente de zozobrar. La embarcación se encontraba a menos de una hora de distancia de nuestra posición. En la operación también intervendrían otro de los barcos de MSF, el Argos, y un navío de guerra de la marina italiana.
Preocupados por el gran número de personas a bordo y el pésimo estado de la embarcación que las transportaba, dos de las lanchas neumáticas semirrígidas del MY Phoenix se hicieron al agua y aceleraron el ritmo. Iban equipadas, como de costumbre, con decenas de chalecos salvavidas. En esta ocasión, además, también remolcaban un Centifloat, un alargado flotador hinchable de 25 metros equipado con cuerdas al que se pueden sujetar hasta 100 personas mientras esperan ser rescatadas del agua.
A diferencia del resto de barcos de madera a los que habíamos asistido desde que empezamos la misión, el viejo barco de pesca conservaba la cabina. Era, por tanto, extremadamente alto. Decenas de personas viajaban hacinadas, como ocurría a lo largo y ancho de toda la nave, en el techo del puente de mando. La embarcación parecía suspenderse en el aire durante segundos que duraban una eternidad antes de regresar, a regañadientes, a su posición normal. Contuve la respiración varias veces mientras asistíamos al balanceo y la barandilla de la banda de babor se desplomaba al agua; mentalmente nos preparábamos para lo peor. Algunos de los pasajeros cayeron o saltaron al agua para aferrarse a los chalecos salvavidas y al enorme flotador instalado por las lanchas rápidas.
El capitán del Argos se posicionó hábilmente a un costado de la embarcación para protegerla de un viento y un oleaje que podrían aumentar el riesgo de naufragio. Las prioridades inmediatas giraban en torno a conseguir el mayor número de chalecos salvavidas posibles y reducir el número de personas que iban en la cubierta superior para evitar que el barco zozobrara. De llegar a producirse un naufragio en esas condiciones, muchas personas habrían quedado atrapadas en su interior, tanto en la bodega como en la cabina, sin escapatoria posible.
Las tripulaciones de las lanchas distribuyeron con celeridad los chalecos salvavidas y comenzaron a trasladar a los pasajeros al MY Phoenix y al Argos repitiendo la operación tantas veces como fue necesario. Bebés, niños y mujeres fueron los primeros en subir a bordo. Después le siguieron sus padres, así hasta que las más de 600 personas estuvieron a salvo. Esa misma noche, todas fueron trasladadas al Siem Pilot, una gran patrullera fronteriza europea, que les trasladaría a Italia.
Desde que me subí al MY Phoenix a principios de mayo, he conocido a centenares de personas que están huyendo de una larga lista de situaciones intolerables como el reclutamiento forzoso en Eritrea, la esclavitud en Libia, las guerras abiertas en Siria, Sudán del Sur y Yemen, la persecución religiosa sistemática o la violencia indiscriminada en muchas partes del mundo. Son enfermeros, mecánicos, electricistas, camioneros, peluqueros, estudiantes… Son tías y tíos, hermanos y hermanas, padres y abuelos, niños y bebés. Para bien o para mal, son como nosotros y nuestras familias.
Tristemente, el 5 de agosto marcó el fin de demasiadas vidas en el sur del Mediterráneo. En lo que llevamos de año han fallecido ya más de 2.200 personas. Esto no es una catástrofe natural. Se trata de las políticas restrictivas, la desesperación y la gente sin escrúpulos lo que hace que esto suceda. Sólo las personas pueden evitar que se repita.
Mientras haya barcos no aptos para navegar y en los que se ponen en juego centenares de vidas, resulta un imperativo moral mantener y aumentar las misiones de búsqueda y rescate con una capacidad operativa adecuada. Pero las intervenciones de salvamento no son suficientes para un problema histórico. Tiene que haber alguna manera mejor, algún pasaje seguro a un lugar seguro, alguna respuesta internacional coordinada, eficaz y humana. No es mucho pedir y esperar.
Se ha dicho que no debemos permitir que vuelva a suceder, pero está pasando de nuevo.