PARTE 1. Lesbos, principio y fin
23 de junio de 2022. Lesbos
Rezwana es una diminuta mancha negra en medio de un erial de yerba alta y seca. El sol, que cae en picado sobre su cabeza, borra la sombra. Desde lejos, parece inmóvil.
Quiero quedarme sola, por favor. Sola. Solo un rato.
La dejamos sola, mirándola desde una distancia infranqueable de un puñado de metros. Ella, allí sentada, ella que dobla la espalda, una pequeña mancha negra que se recoge sobre sí misma hasta cubrir otra minúscula mancha blanca. Una lápida. Un rectángulo de mármol plantado en la tierra, con unas palabras y unos números. «Îγνωστη Γυναίκα», mujer desconocida. Un par de metros más allá, hay otra. «Îγνωστο Κορίτσι», niña desconocida. En la explanada, enclaustradas entre olivos seculares, con sus ramas torcidas como brazos dolientes elevándose hacia el cielo, hay decenas de lápidas como estas. «Îγνωστος», desconocidos. Hombres, mujeres, niños.
Rezwana desliza lentamente la mano sobre el mármol. La caricia tan deseada, que no podrá ser nunca más. Limpia el mármol con el agua de una pequeña botella de plástico. Baña la tierra, baña los ramilletes de siemprevivas que hemos traído y, con las uñas, trata de arrancar las raíces de la yerba para dejar más espacio libre alrededor de las dos lápidas. Son las únicas que han sido liberadas de la maleza, antes de nuestra llegada. Las dos personas que identifican ya no son nombres desconocidos. Se llamaban Negin y Fátima, tenían once y treinta y siete años y murieron hace siete, el 28 de octubre de 2015.
Nos acercamos a las tumbas y le mojo el pelo con agua. El resto de la cara está bañada en lágrimas que gotean sobre las lápidas y sobre sus manos. «Hace demasiado calor», le digo.
Un rato más, por favor.
¿Por qué? ¿Por qué yo estoy viva y ellos no? ¿Qué podría haber hecho para salvar al menos a uno de ellos? ¿Por qué tenían que morir así? ¿Por qué tuvieron que morir aquí?
Al caer la noche, desde el balcón de mi habitación del hotel, las luces del puerto de Mitilene reflejadas en el mar parecen una mancha de Rorschach. Yo no tengo respuestas racionales, Rezwana. Solo hemos encontrado un fragmento de realidad: murieron y están aquí. Podían no haber muerto así, podían no haber sido enterrados aquí, podían haber llegado sin arriesgar su vida en el mar. No pudieron. Lo único que sabemos es que están aquí. En Lesbos.
*
Es la primera vez que Rezwana vuelve a la isla. Nos habíamos prometido ir juntas si llegábamos a tener una respuesta que realmente nunca pensamos que conseguiríamos.
Nuestras vidas se habían cruzado sin cruzarse hace siete años. Eran los meses más duros de la llamada «crisis de los refugiados». A Europa se le secarían pronto las lágrimas derramadas por la imagen del pequeño Alan Kurdi, el niño de tres años que se ahogó junto a su madre y su hermano mientras intentaban cruzar el mar Egeo, huyendo de la guerra en Siria. El 2 de septiembre de 2015, el día que encontraron el cadáver del chiquillo boca abajo en una playa de la localidad turca de Bodrum, como si estuviera durmiendo, recibí la noticia en la otra orilla. «A Lesbos se llega, pero luego de Lesbos no se sale nunca, por muy lejos que te hayas ido», me habían avisado.
Unas semanas después de la muerte del pequeño, cuando ya se esfumaba el eco de las palabras de desesperación de su padre, llegó la noticia de un accidente de enormes dimensiones. Un barco de madera, con más de trescientas personas a bordo, se había hundido a unos tres kilómetros de Lesbos.
Era el 28 de octubre de 2015.
Los registros oficiales contabilizaron 274 supervivientes y, al menos, cuarenta y tres muertos —diecisiete hombres, seis mujeres, diecinueve niños, un bebé— y un número indeterminado de desaparecidos. En el barco viajaba Rezwana con sus padres, Naseer y Fátima, su hermana Negin, su hermano Hadith, de cinco años, y su hermana Mehrumah, de catorce meses. Solo Rezwana sobrevivió. Huérfana a las puertas de Europa.
*
20 de agosto 2021. Atenas
Después de meses de videollamadas en plena pandemia de covid, aterrizo en Atenas para cumplir con la promesa de ir a verla tan pronto como las restricciones de viaje lo permitiesen. A la salida de la estación de metro Acrópolis, rodeada por el trajín de turistas en este primer verano pospandémico, Rezwana aparece con un paquete de pasteles recién comprados en su panadería favorita. Nos abrazamos como dos amigas que se reencuentran después de mucho tiempo. Tengo la sensación de conocerla desde siempre. Me da igual lo retórico y convencional que pueda sonar esto, porque es así.
Mientras paseamos por la calle Dionisio Areopagita, justo a los pies de la colina de la Acrópolis, los relatos que Rezwana esbozó en nuestras llamadas telefónicas empiezan a coger forma, a vestirse de detalles, imágenes y sensaciones. Es el prólogo de la conversación larga y pausada a la que nos habíamos emplazado para cuando estuviéramos juntas.
*
Aquí estamos ahora, en su habitación, en un piso de la segunda planta de un edificio de Kallithea, un municipio al sur del área metropolitana de Atenas que yo conocí en 2012, uno de los años más duros de la Gran Recesión, y donde ella, en el último año y medio, ha tenido que aprender a reconstruir su vida, pieza por pieza. Dos osos de peluche descansan sobre la cama con las sábanas estampadas en flores, y unos pajaritos de plumas cuelgan de una pared cerca de un corazón dorado. Sobre la mesa que hace de escritorio hay apilados varios libros, algunos en sueco.
¿Por qué? ¿Por qué yo estoy viva y ellos no? ¿Qué podría haber hecho para salvar al menos a uno de ellos? ¿Por qué tenían que morir así? ¿Por qué tuvieron que morir aquí?
Recorrer la vida de Rezwana a partir del día del naufragio es remover una pena que ha tenido que aprender a contener. Cuando su relato se adentra en los recuerdos más dolorosos, le pregunto si quiere parar. No quiere. Es como si hubiera esperado demasiado tiempo para poder contarlo todo, sin frenos, sin temor a ser juzgada, sin miedo a las consecuencias de sus palabras. Me atraviesa la sensación de ser inoportuna y culpable. Tengo delante de mis ojos a una joven a punto de cumplir veinte años y, sin embargo, solo consigo ver a la niña de trece que llegó muerta de frío y de miedo a la orilla de Europa, sin saber aún que nunca volvería a ver su familia.
Nos habían dicho que tardaríamos treinta y cinco minutos. El mar al principio parecía tranquilo. Cuando pasaron unos quince o veinte minutos, nos encontrábamos en la mitad del recorrido. Mi madre rezaba y yo también. Mi padre, que había dejado de fumar hacía años, se había encendido un cigarrillo. Era un barco de dos pisos. Mucha gente. Estábamos los unos pegados a los otros.
De repente vimos que empezaba a entrar agua. Mi familia estaba en la que tenía que haber sido la cocina del barco. Solo cabíamos nosotros seis allí. Al entrar, mi madre vio que había unos pepinos y cogió uno para mí y mi hermana. Mi padre decía que no los tocara, que no era algo nuestro y mi madre le mandó callar porque a nosotras nos gustaban mucho los pepinos y no habíamos comido nada aquel día.
Mi madre estaba cerca de la puerta de esa cocina. Yo cerré los ojos y ella también. Media hora pasaría rápido. Rezábamos por nuestra familia. De pronto mamá dijo: «Levantaos porque el agua está subiendo».
Fue cuestión de segundos. Ella cogió la mano de mi hermano y se fue hacia el pasillo para tratar de subir a la segunda planta. Pero cuando se estaba acercando a la escalera se oyó un estruendo y nos tiramos al mar. Desde aquel momento les perdí de vista.
Yo estaba en el agua. No los veía. Había un hombre que me empujaba hacia abajo para permanecer él a flote. Yo no podía hacer nada. Mi padre era mi héroe, en aquel momento pensé en él y en que viniera a rescatarme y a matar a ese hombre que intentaba hundirme. No sé cómo, pero conseguí zafarme. Y vi a mi padre. Me dijo: «No sueltes esa madera». Fue cuando me di cuenta de que estaba agarrada a un trozo de madera del barco. Él sujetaba a mi hermana pequeña, la tenía sobre su cabeza. Es la última imagen que tengo de él.
Recuerdo los últimos besos y no sabía que serían los últimos. Ahora puedo recordar. En el viaje desde Estambul a Esmirna, durante toda la noche, tuve en mis brazos a mi hermano. Finalmente habíamos encontrado sitio en el autobús y no estábamos sentados en el suelo. Mi padre quería que estuviéramos cómodos. Mi hermano Hadith estuvo conmigo todo el tiempo. Todos quieren lo mejor para sus hijos y yo tenía este sentimiento hacia mis hermanos. Siempre que veo ahora a un niño de su edad pienso en él, pienso en mis hermanas. Ellos también podían haber tenido esta vida, estar a salvo.
Me rescataron unos pescadores que estaban en una embarcación pequeña. Yo estaba mirando hacia un barco grande que se acercaba y pensaba que llegaría para salvarnos. Dicen que cuando te vas a morir te pasa por la cabeza tu vida y las personas a las que quieres. Yo esto lo viví. Al mismo tiempo pensaba: me salvaré, sobreviviré. Me venían a la cabeza las imágenes de mis primos a los que quiero tanto, pero a la vez trataba de sobrevivir, me agarraba a ese trozo de madera. Después de media hora, o quizá fuera menos porque yo no sabía nadar y me parecía eterno, vi ese barco pequeño que llegaba. Empezaron a coger a los niños y las mujeres y pensé que mi familia estaría allí. De repente sentí algo que me agarraba por la espalda. Un arpón. Eran los pescadores de ese barco pequeño.
Me arrastraron y me subieron a cubierta. Yo tenía una pequeña mochila, con la leche y los pañales para mi hermanita, el móvil, unos dátiles y un diario que mi madre había regalado a mi padre cuando se habían comprometido. Mi padre había escrito allí durante los años en los que estuvieron separados, cuando él se fue un tiempo con su familia a Irán. Era muy importante este diario. Pero yo no podía hablar. Miraba alrededor sin poder hablar. El pescador me quitó esa pequeña mochila para ayudarme, sé que lo hicieron por mi bien, pero yo perdí ese diario que era muy importante. En el barco había ya otros dos hombres que no sé si estaban vivos… Me sentía mal por el agua que había tragado. Vomité. Tenía pequeños moratones. De repente un helicóptero sobrevoló nuestras cabezas y movió el aire, yo tuve tanto frío que pensé que me moría.
Le rezaba a Dios pidiendo que protegiera a mis padres. Era de noche y llegó un barco de la guardia costera griega, me subieron allí y me llevaron hasta la orilla. Y recuerdo que empecé a andar en medio de los cuerpos de gente que se había muerto. Oía a un niño llorar y me acercaba para ver si era mi hermana.
Tengo guardada la ropa que llevaba esa noche. Fui a recuperarla después de que me ayudaran a ponerme algo seco, porque me acordé de que mi madre me había prendido un pequeño saquito de algodón a la camiseta interior con un imperdible del pelele de mi hermanita.
Le rezaba a Dios pidiendo que protegiera a mis padres. Era de noche y llegó un barco de la guardia costera griega, me subieron allí y me llevaron hasta la orilla. Y recuerdo que empecé a andar en medio de los cuerpos de gente que se había muerto
Rezwana está sentada a los pies de su cama y yo enfrente, en la única silla de la habitación. Se levanta y de un pequeño joyero, colocado sobre una mesita, saca dos anillos de oro. Uno parece una alianza, otro tiene forma de lazo con una piedra azul marino en el centro.
Mis padres habían vendido sus alianzas para poder acabar la casa, la misma casa que luego vendieron para reunir el dinero para ir a Europa. Mi padre, tiempo después, compró dos anillos nuevos y un brazalete. Recuerdo aquel día, cuando él llegó a casa y se los dio a mi madre. Éramos todos felices. «¡Ahora celebramos junto a nuestros hijos!», dijo mi mamá.
Cuando estábamos en Turquía, antes de salir para Grecia, ella volvió a ponerse las joyas, pero los anillos no le cabían porque había engordado algo y le molestaban. Entonces con un pañuelo de algodón formó un saquito, los puso allí dentro, hizo unos nudos rápidamente y me lo cosió a la camiseta. Lo recuerdo como si fuera ayer. Guardé ese saquito sin abrirlo, hasta hace dos años. Había esperado tanto porque no quería deshacer los nudos que mi madre había hecho con sus propias manos. Para mí era algo sagrado. Cuando la echaba de menos, simplemente miraba a ese saquito y pensaba que era lo que me quedaba de ella y lo tocaba. Al final lo he abierto. Y me he puesto los anillos.
Se los pone y me enseña sus manos. No son ya las de una niña sino de una mujer que se parece mucho a su madre. Durante mucho tiempo esos anillos han sido lo único que le quedaba de ella, y el imperdible lo único que le quedaba de su hermana pequeña.
*
Cuando llegué al puerto, Charly estaba allí. Nos miramos. Se acercó y me ayudó a bajar del barco. Y me abrazó. Vi que estaba la Cruz Roja y quería ir para decir que había perdido a cinco miembros de mi familia. Charly me ayudó a cambiarme, a quitarme la ropa mojada. Yo tenía el saquito con los anillos allí y lo olvidé. Fuimos a un almacén donde estaban todos los refugiados y la gente lloraba y se abrazaba… Esperaba que de un momento para otro aparecieran mis padres y mis hermanos. Con Charly dimos vueltas intentando encontrarles, pero no estaban en ningún lugar, ninguno de ellos.
Charly me tenía en su regazo. Yo tenía la regla y sentía mucho dolor. No podía hablar, me fui al servicio y lloraba, lloraba sin parar. Ella estuvo conmigo todo el tiempo y yo tenía la cabeza sobre sus piernas y miraba hacia la puerta del almacén esperando a que mi madre o mi padre entraran. Recuerdo que me dijo cómo se llamaba y que tenía veintiséis años… Y de repente me acordé de mi ropa, del saquito con los anillos que mi madre me había prendido a la camiseta con el imperdible. Fui a mirar en el lugar donde los habíamos dejado y recuperé mis cosas. Había un traductor afgano que se quedó con nosotras. Me trajeron pollo y Coca-Cola, pero yo no podía comer. Charly me animaba: «Come, bebe algo». Pero yo solo podía llorar. No recuerdo si en algún momento me quedé dormida. De vez en cuando íbamos al puerto de Molyvos y luego volvíamos al almacén.
Cuando pienso en Charly pienso en un abrazo. Ella fue la primera que me dio un abrazo cuando yo estaba toda mojada y acababa de perder a mi familia. Me dio ropa limpia, me dio de comer. Yo no podía ni hablar aquella noche. Lloraba sin más. No podía ni gritar. Ella me acariciaba la cabeza. Cuando pienso ahora en aquellos momentos, pienso en su abrazo. I’m so in love with her.
Rezwana se ilumina cuando habla de Charly.
*
Charlotte Vestli, «Charly», fue la primera persona que me contó la historia de Rezwana.
Charly llegó a Lesbos con veintiséis años como voluntaria de la pequeña organización humanitaria noruega A Drop in the Ocean, una gota en el océano. En algunas de las imágenes de los desembarcos de aquellos días, destaca con su figura esbelta y su larga melena de un rubio muy claro.
Por aquel entonces yo trabajaba como oficial de seguridad en el Ayuntamiento de Oslo y mi vida era currar, ir de fiesta, currar e ir de fiesta… No tenía mucha idea de lo que ocurría en el resto del mundo, ni mucho interés en la política, la historia o la geografía.
Una noche del 15 de agosto de 2015 empecé a leer sobre lo que estaba pasando en Lesbos y vi que había turistas que pedían ayuda. Yo quería recaudar dinero, pero allí hacían falta manos y donaciones materiales. Me quedé leyendo toda la noche hasta que sonó el despertador. No podía dejar de pensar en ello. Así que recaudé algo de dinero y materiales que se necesitaban allí, pedí dos semanas de vacaciones a mi jefe y llegué a la isla el 15 de septiembre. No pensé en absoluto en volver a casa, todo lo demás me parecía inútil y mis ojos se abrieron al mundo que había fuera de mi vida segura en Oslo. Volví a llamar a mi jefe dos meses después para disculparme por no haber vuelto, pero él mientras tanto había visto en las noticias lo que hacía en Lesbos y no tuvo problema en buscar un remplazo para mi puesto, al que yo pude volver en 2017 cuando estaba embarazada.
Hablé con Charly por primera vez a principios de noviembre de 2015. Yo había decidido escribir un reportaje que contara, a través de la niña del naufragio, la historia de los miles de menores no acompañados que había en la ruta hacia Europa. A Rezwana, para proteger su identidad, la llamamos Najam. El artículo salió publicado el 8 de noviembre, diez días después de aquella tragedia. Yo no conseguía quitarme esa historia de la cabeza. Dejé a Charly un mensaje días después y volví a preguntar por Rezwana: How is she doing? Luego perdimos el contacto durante un tiempo, pero yo seguía pensando en Rezwana: cada 28 de octubre me acordaba de ella y de aquel naufragio.
A Charly la conocí a través de la familia Kempson —Eric y Philippa—, un matrimonio británico que se afincó hace veinte años en la costa norte de Lesbos, en la bahía de Eftalou y muy cerca de Molyvos, el puerto al que llegó Rezwana tras ser rescatada.
Los Kempson habían sido testigos desde hacía años de las llegadas de lanchas que cruzaban el Egeo desde Turquía, y de cómo su número aumentaba a medida que se recrudecía la guerra de Siria. En febrero de 2015 se dieron cuenta de que algo estaba cambiando. Ya no llegaban solo hombres jóvenes, sino familias enteras, muchas mujeres y niños. Cuando los conocí, en septiembre de aquel año, había días en los que llegaban hasta cincuenta lanchas.
Todas las mañanas, al amanecer, Eric se subía a una pequeña colina y se ponía a escrutar el horizonte con unos prismáticos. Cuando divisaba a lo lejos unos puntos negros que se aproximaban y se agrandaban, trataba de adivinar la trayectoria y se lanzaba con su Twingo azul a una carrera alocada por vías sin asfaltar para alcanzar el punto de la costa donde, minutos después, llegarían las lanchas.
Durante meses, él, su mujer, su hija y los otros vecinos de la zona fueron el primer auxilio para los miles de refugiados que llegaban. Luego, a medida que la crisis crecía, el norte de la isla se convirtió en el destino de voluntarios desde toda Europa y la casa de los Kempson fue su cuartel general. La situación se envenenaría desde entonces: Eric y Philippa recibieron amenazas de grupos de extrema derecha y presiones de una parte de la población local que empezó a volverse en contra de la acogida de refugiados. El acoso les obligó a cambiarse de casa y, en años posteriores, a soportar una avalancha de demandas y multas. El suyo no era un caso aislado, sino el ejemplo de la progresiva criminalización en Europa de quienes ayudan a migrantes y refugiados.
«Las pequeñas gotas hacen un gran océano, créeme», me había dicho Eric Kempson para explicarme por qué hacía lo que hacía. Charlotte, «Charly», era una de esas gotas.
Me avisaron de que estaba llegando mucha gente en un barco. Fuimos al punto de observación desde donde normalmente nos avisaban los Kempson. Empecé a mirar con los prismáticos y, mientras hablábamos de qué hacer, vimos que el barco se había hundido y que la gente flotaba en el mar. Estaban bastante lejos. Había que avisar a los otros barcos que estaban allí, a las otras ONG…
Minutos después me llegó otro mensaje: «Cualquiera que sepa hacer reanimación cardiopulmonar que se vaya al puerto». Yo ya había pasado por esto. Sabía que el puerto de Molyvos no era suficientemente grande para todos los voluntarios: de mi organización solo iríamos los que teníamos conocimientos médicos. Y fui. No recuerdo cuánto tiempo pasó antes de que empezaran a llegar los barcos con la gente rescatada.
Hay muchas cosas que no recuerdo exactamente, mezclo las horas. No comí ni dormí en todo el día. El puerto se llenó de gente, muchos niños. Había voluntarios practicando maniobras de reanimación. Uno de los médicos consiguió revivir a un niño. Yo estaba en el coche intentado que otro pequeño entrara en calor. «No te mueras ahora, no te mueras», le repetía. Solo había dos ambulancias y los casos más graves había que trasladarlos a Mitilene, la capital de la isla, a setenta kilómetros de allí. Había que elegir a quién salvar. Entre quienes no daban señales de vida y alguien que llegaba llorando, elegías al que parecía tener más posibilidades. Era el caos.
Luego, de repente, vi a Rezwana sentada en el borde de un barco. Vi que estaba tratando de bajar y la ayudé. Hacía mucho frío. A partir de allí, toda mi atención fue para ella y empecé a descuidar todo lo demás.
Aunque no hablaba inglés, consiguió explicarme que estaba buscando a sus padres. Y una de las cosas que recuerdo muy bien es que yo pensaba que tenía que encontrar ropa seca para ella. Pero era muy difícil convencer a las chicas para que se cambiaran en el puerto. Empecé a pensar en cómo hacerlo. Ella no quería quitarse la ropa mojada para cambiarse y recuerdo que tuve casi que sacársela a la fuerza porque hacía mucho frío… Encontré unas sillas y otras personas me ayudaron a poner unas mantas de emergencia para hacer como un biombo, conseguimos que se cambiara.
Me di cuenta de que la niña no conocía a nadie alrededor y de que necesitaba desesperadamente a alguien. Me quedé con ella y, mientras trataba de encontrar intérprete, trataba de comunicarme a través del traductor de Google. Entendí, poco a poco, que había perdido a sus padres y a sus hermanos. Se decidió reunir en un mismo lugar a los que habían perdido a alguien. Fui con ella e intenté que comiera algo, al menos algo de chocolate. Ella adora el chocolate…, pero no quería.
A menudo se hacía el silencio y, de pronto, alguien lloraba de alegría porque había encontrado a un familiar. Nadie de su familia apareció esa noche.
Al día siguiente fuimos a la Cruz Roja para registrar los nombres de sus padres, sus hermanas y su hermano. Llamamos a los hospitales, pero nada. La dejé con la gente de Cruz Roja y me fui un rato para ducharme, pero creo que no llegué a hacerlo: un compañero me llamó porque había entrado en una carpa donde habían metido a los muertos y estaba en shock. Volví al puerto. Llegó un autobús. Los que estaban a cargo del traslado nos dijeron que, entre el mediodía y las tres de la tarde, llegarían más autobuses para llevar a la gente a Mitilene. Me dijeron que la niña se tenía que subir sola y que ya se encargaría alguien de ella. Rezwana me seguía llamando: «Charly, Charly». Dije que de ninguna manera se podría quedar sola, que alguien tenía que acompañarla, que no estaban entendiendo lo que había pasado. Recuerdo que dije: «Sé que hay muchos casos graves aquí, pero no hay nadie que haya perdido a todos como ella…, y es una niña».
Me dijeron que no tenían a nadie que pudiera ir con ella. Contesté: «Entonces voy yo». Seguían diciendo que no podía ser, que el autobús era solo para los refugiados. Me planté. Les dije que o me dejaban subir a mí también o ella no iba. Al final me autorizaron. En el autobús ella no hablaba. Me cogía la mano y miraba por la ventanilla.
Yo era en aquel momento la coordinadora de mi grupo. Lo dejé todo. Me despreocupé de los demás compromisos. Pensé que tenía que estar con ella, que ese era mi lugar.
Cuando llegamos a Mitilene, nos dejaron en una parte vallada del puerto y nos dijeron que esperáramos allí. Hacía mucho frío, soplaba un viento fuerte y no había dónde protegerse. Había muchísima gente esperando. Los responsables del registro decían que cogerían primero a los vulnerables, pero Rezwana quedó para el final. Luego me dijeron que la mandarían al campo de Moria, que ya entonces era un desastre. De nuevo, me planté. «No, ella no va a ir allí y si va, voy yo también». Les propuse que la mandaran a Pikpa, un centro para los casos más vulnerables, gestionado por voluntarios y con un ambiente mucho más familiar y acogedor que Moria.
Era ya medianoche y estaba oscuro. Al final conseguí que se la llevaran a Pikpa, junto a una familia afgana. Al día siguiente fui allí para visitarla, para saber qué tal estaba. Fui prácticamente a diario. Hasta que un día llegué y me dijeron que la habían trasladado a Atenas, que ella no tenía móvil y que no estaban autorizados a decirme dónde la habían llevado. Me desesperé. No paraba de pensar en que ella imaginaría que yo la había abandonado. Nadie me quería decir nada.