El papelito azul se destiñe entre los dedos frágiles de Halima. La lluvia se abate sobre el campo de refugiados rohingyas de Kutupalong; es mediodía y la hilera de personas que espera la distribución de alimentos ya no responde a ningún orden. Halima aguanta junto a su madre para poder comer ella y sus hermanos, aunque en la cartilla de racionamiento ya no se distinga si se trata de tres o seis personas más.
La lluvia hizo desvanecer la mitad de los integrantes de su familia de la burocracia administrativa humanitaria, con la misma facilidad con la que cientos de vidas fueron borradas en masacres al otro lado del río Naf, en Birmania.
Al menos 9.000 rohingyas murieron en Myanmar entre el 25 de agosto y el 24 de septiembre de 2017, según Médicos Sin Fronteras (MSF). 730 eran menores de cinco años. Casi 700.000 personas de esta etnia musulmana llegaron al sur de Bangladesh buscando refugio. Las mismas que ahora ven sus precarias condiciones agravadas por las intensas lluvias y el viento que ha arrasado algunos de sus refugios. Las mismas que huyeron de la persecución y la masacre.
Rozia recuerda. Tiene los ojos color betún, velo violeta y con la mirada busca explicación a lo que sucedió, se limpia las lágrimas con la mano derecha y las mira como si fueran ajenas. “Había preparado verduras, naan [pan], y estaba toda la familia preparada para desayunar. Fue a principios de agosto, el sol ya secaba el arroz cortado el día anterior en Kalaywa”, rememora.
La refugiada piensa en esa mañana, en las nubes monzónicas que asomaban amenazantes en el horizonte. “Era temprano para escuchar truenos, por sus sonidos parecía estar llegando tormenta –dice–, pero los estruendos empezaron a ser rítmicos”. La cadencia no respondía a la naturaleza. A lo lejos, aparecieron aviones, luego helicópteros. Primero, dice, fueron bombas, después morteros, tiros, cuchillos; luego fuego, gritos y llanto desgarrador.
“La lluvia no paraba, caminamos quince días en el barro”. Atravesaron pueblos arrasados camino a los confines de Birmania, para cruzar el río Naf, la última frontera con Bangladesh. “Hui con la ropa que tenía”, dice Rozia y acomoda el cuerpito de Zubair entre sus piernas. Su hijo de dos meses solo pesa gramos.
Aún no se han iniciado las repatriaciones acordadas el pasado enero por las autoridades birmanas y bangladesíes y muy cuestionadas por las ONG y Naciones Unidas. Aseguran que aún no se dan las condiciones para el regreso seguro de los refugiados rohingya a Myanmar, que no los considera sus ciudadanos.
La comunidad rohingya se asentó en Birmania durante la colonia británica. La dictadura militar instaurada en 1962 les denegó la nacionalidad y los convirtió en apátridas, sin derechos civiles ni políticos: no tienen derecho a la libre circulación, a escolarizarse ni a recibir asistencia sanitaria; no tienen derecho a trabajar, ni a casarse, ni a poseer tierras.
Los rohingyas, apátridas entre los apátridas, se instalaron en campos como Kutupalong, Jatmoli o Teknaf de Bangladesh: asentamientos precarios que nacieron en la década de los noventa. Los tres campos ahora conforman uno. Donde antes había miles de personas, hoy se cuentan cientos de miles.
Un océano de chozas de lona y cañas de bambú disputan metros de tierra roja. No hay carreteras. Pequeños senderos funcionan como los únicos vasos comunicantes: pasillos cenagosos donde mujeres llevan niños a cuestas y los hombres trepan cargando sacos de arroz.
En la cama número cuatro del hospital de MSF de Goyalmara, Rozia cuenta las horas para que su pequeño se recupere. Desea volver a la choza que está al otro lado de la colina. Allí la espera su marido y sus cinco hijos.
Rozia acaricia a Zubair y mira por la ventana. Piensa en los que se quedaron en el campo y los están esperando. Hace nueve meses llegaron a Jatmoli y las esperanzas de algún tipo de futuro comienzan a diluirse.
Escasean los puntos de acceso al agua que, de por sí, no es potable. Las charcas, legado de lluvias caprichosas, son las fuentes donde bañan a los hijos e hijas. Las pocas letrinas aumentan la insalubridad.
Suelos de tierra, techos de plásticos, paredes de bambú, refugios atravesados por el desagüe de las escasas letrinas, sin agua, sin luz y rodeados de charcos de agua estancadas. En Myanmar, las mujeres rohingyas parían en sus hogares de pie y, si salía todo bien, la familia crecía. Hoy los partos tienen lugar en estos refugios y las condiciones higiénicas amenazan la vida de los recién nacidos.
Salem Ullah, de tres meses, recibe asistencia respiratoria en el hospital de MSF. Su madre Ansar imita el gesto mientras cubre su boca con su velo. “Las sepsis neonatales son estados de infección generalizada y es uno de los diagnósticos más extendidos desde que abrimos este hospital”, apunta Alejandro Vargas Piek, pediatra de la organización humanitaria. “Llegan con cuadros de fiebre extrema, han perdido el apetito y tienen muy bajo peso”.
A Salem le esperan dos semanas de antibióticos por vena y sesiones de respirador para limpiar sus pulmones y mantener encendida su esperanza de vida.
La temporada de lluvia se presenta puntual a su cita anual del ritual monzónico, inundando los asentamientos de Kutupalong, Jatmoli y Balukahli, que desbordan en todo sentido. Los deslizamientos de tierra se llevan chozas y vidas. La ONU y las ONG que trabajan en la zona llevan meses alertando del riesgo de la situación de los refugiados ante la llegada del monzón.
Reasentamiento crítico por las fuertes lluvias
Lila Begum se asoma por última vez en la puerta de su refugio. Se siente afiebrada y con la ayuda de Faisal, un voluntario de Acnur, empieza a empacar los pocos enseres: una esterilla, un balde, dos mantas humedecidas, una olla magullada, dos cucharas y una cajita de especias que atesora con devoción.
Sus dos hijas apoyan la decisión de abandonar la choza, situada al borde del precipicio. Serán recolocadas en otro refugio, dentro del mismo campo pero a unos cuantos kilómetros de allí. Abdu, de catorce años, se niega. Llora, grita y cuestiona tartamudeando a su madre. No quiere dejar esa zona del campo donde permanecerá parte de su familia, y sus afectos: otros adolescentes que vieron, sufrieron y sobrevivieron a lo mismo.
El acceso agua limpia será otro desafío para los próximos meses. El riesgo de propagación de enfermedades por el contacto o consumo de agua en mal estado es excesivamente alto. Organizaciones humanitarias como Oxfam trabajan con escaso margen de tiempo para reforzar los cimientos de los refugios; construir y rehabilitar pozos de agua, e instalar sistemas de alcantarillado para reducir el impacto de las inundaciones.
Las tormentas serán una nueva amenaza para las miles de personas vulnerables que subsisten en condiciones críticas, hacinadas y sin suficiente comida. En Bangladesh, más de un millón requieren ayuda humanitaria con urgencia. Familias como la de Halima intentan hacer acopio de alimentos, porque las lluvias tornan intransitables los caminos para la asistencia.
Halima aún mantiene su lugar en la hilera pese a la lluvia. Con sus dedos frágiles –la mirada inabordable, la ropa empapada– sostiene el papel para recibir el saco de arroz que asegure el alimento de su familia por esta semana. Es solo una niña.