El 16 de febrero de 2011, en la ciudad de Daraa, al sur de Siria y frontera con Jordania, un grupo de adolescentes pintaba en las paredes del colegio las palabras “Es tu turno doctor”. Se referían al presidente Bashar al-Asad, quien estudió oftalmología. “La gente quiere la caída del régimen”, escribió otro. Aquellas pintadas llegaban en un momento en el que la mecha de la Primavera Árabe ya había prendido. El Gobierno de Túnez había caído, y las imágenes de la plaza Tahrir, en El Cairo, repleta de miles de personas que pedían el fin de Hosni Mubarak daban la vuelta al mundo.
En Siria, la familia Asad que llevaba en el poder 40 años, no tardó en responder con dureza. Al día siguiente, las fuerzas de seguridad se llevaron a 18 jóvenes, 10 de ellos menores, que sufrieron graves abusos y torturas. Eso despertó el rugir de un pueblo agotado. Gritos de libertad se extendieron por todo el país hasta convertirse en una revolución transformada en caos con la intromisión de grupos yihadistas, como Al Nushra o Estado Islámico, y la intervención de Turquía, Rusia, Irán y Estados Unidos para apoyar a sus correspondientes aliados. Según el Observatorio Sirio de Derechos Humanos, 593.000 personas han muerto en estos diez años de conflicto.
Rasha era vecina de los autores de los grafiti de Daraa, aunque reconoce que de aquellos días no tiene demasiados recuerdos. Todavía era una niña. “Sí que te puedo hablar de los bombardeos, de los aviones rusos o iraníes sobrevolando. De eso no me olvido”, dice desde el salón de su casa en Madrid.
Esta veinteañera que habla con dulzura, casi susurrando, solo levanta un poco más el tono de voz y abre más los ojos cuando recuerda aquel tiempo: “No hay palabras para explicar lo que es vivir en mitad de una guerra, solo quien lo ha vivido puede saber lo que se siente”.
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En un primer momento puso rumbo a Jordania, junto con otros familiares, pero tuvo que regresar porque su padre enfermó: “Cuando volví a Siria empecé a ver aviones rusos y del Gobierno que bombardeaban nuestras casas. Tenía muchísimo miedo porque además era muy joven y temía mucho por la vida de mis padres que eran mayores”.
El terror se fue instalando en su día a día. Lo disfrazaron de normalidad. Cuando la muerte te rodea, a veces se intenta exprimir la vida con fuerza: en 2018, aprovechando un periodo en el que los enfrentamientos cesaron en su zona, Rasha se casó con Mousa, un joven informático que, en su afán por documentar lo que ocurría en Siria, se convirtió en periodista.
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Por aquel entonces la ciudad de Daraa era todavía trinchera de grupos yihadistas y rebeldes pero, durante el verano de 2018, fueron perdiendo el control hasta que las fuerzas gubernamentales se hicieron con él. “A los seis meses de casarnos volvió la guerra. La zona en la que vivíamos era de las pocas que quedó fuera de control del régimen por eso, a partir de ahí, fuimos trasladados hasta Idlib, al norte de Siria”, cuenta Rasha. La pareja emprendió el trayecto, una suerte de evacuación de una zona rebelde a otra, en los famosos autobuses verdes, convertidos en un símbolo del conflicto.
A medida que el ejército regular sirio, junto con sus aliados rusos e iraníes, se hacían con los bastiones rebeldes e islamistas, circulaban por internet y en los informativos de medio mundo las imágenes de caravanas de autocares del gobierno que llegaban a zonas calientes, para transportar a los combatientes, así como a miles de civiles heridos y exhaustos por la devastación que, como Rasha, dejaron sus casas sin poder volver atrás.
“Fue el peor viaje de nuestras vidas. Estaba lleno de familias, de niños, de gente mayor herida... Tardamos 45 horas y pasamos por numerosos controles en Damasco o Alepo; sin comida ni poder ir al baño”, recuerda.
Pero en Idlib las opciones de futuro eran prácticamente inexistentes. La región del noreste del país es el último bastión de los rebeldes, por lo que los enfrentamientos de la guerra se han concentrado allí. Según informa la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas (OCHA), también alberga a 2,7 millones de desplazados internos que huyeron de los combates y malviven en campos de refugiados sin infraestructuras básicas, en condiciones precarias empeoradas por la pandemia de la COVID-19.
En diciembre de 2018, Rasha y Mousa consiguieron escapar rumbo a Europa junto con otros 35 periodistas y sus respectivas familias, con el apoyo de Reporteros Sin Fronteras y del Comité para la Protección de Periodistas (CPJ).
Hoy, la pareja reside en España, donde han tenido a su primer hijo, un bebé que juguetea tranquilo mientras sus progenitores recuerdan la última década. La familia asume un futuro en el exilio, pero a salvo. Mousa ha puesto en marcha su propio medio de comunicación junto a otros compañeros, mientras que Rasha sueña con poder estudiar y convertirse en enfermera. Su vocación se despertó en Siria.
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“Yo tenía ocho años y recuerdo que un día, a las cinco de la mañana, unos hombres con pistola entraron en mi casa. Uno de ellos me movió con el arma para que saliera de mi cama y ver si mi padre estaba allí escondido. Era la mujabarat (servicios de inteligencia siria), que venían buscando a mi padre, solo porque había salido a una manifestación pidiendo libertad. A partir de ese día me di cuenta de que algo raro estaba pasando”.
En su memoria, Arwa sitúa aquella noche en la vivienda vacacional de su familia, a las afueras de Damasco, como el inicio de la guerra en Siria y que ha marcado para siempre su vida.
“Mi padre no estaba en casa, pero arrestaron a mi hermano de 18 años, que se estaba preparando los exámenes de bachillerato. Se lo llevaron y volvió completamente traumatizado por todas las cosas que vio durante ese tiempo”, recuerda esta joven que en la actualidad tiene la misma edad que su hermano cuando pisó las cárceles sirias, atestadas de personas. Aún hoy esas prisiones están envueltas en un oscurantismo provocado por las desapariciones de los reclusos o las constantes violaciones de derechos humanos cometidas en su interior. Solo en la prisión militar de Saydnaya se estima que hasta 13.000 personas fueron ejecutadas en secreto, según denuncia Amnistía Internacional.
Con un café en mano, desde una terraza de Fuenlabrada, Arwa revive aquellos días en los que su infancia empezó a esfumarse a medida que el conflicto cogía fuerza. “Volvimos a Damasco, pero allí también, de repente escuchabas bombas y cada vez más cerca. Las cosas se agravaban más. Por ejemplo, yo no podía ir andando sola al colegio porque secuestraban a niños o había francotiradores. Salíamos con el miedo de que en cualquier momento podía pasarte algo. Secuestraron a un amigo de mi hermano en la universidad y una amiga de mi hermana también desapareció. Por eso mis padres dijeron 'hasta aquí'”.
Líbano no es país para sirios
En 2013, Arwa, sus cinco hermanos y sus padres se trasladaron al vecino Líbano, la antesala a un exilio que, a día de hoy, atraviesa a esta familia esparcida en cuatro países: Irak, Turquía, Alemania y España. Su historia refleja la realidad de muchas familias sirias separadas a lo largo de los cuatro puntos cardinales del planeta.
“Dejamos los estudios. Empezamos otra vida de nuevo. Mi padre abrió su tienda que iba más o menos bien pero, aunque parezca raro, lo único que no podíamos hacer allí era estudiar. Cuando te apuntabas a un colegio libanés y veían que eras siria, te decían que te fueras a tu país. Mi hermana, por ejemplo, iba a Siria para hacer sus exámenes en la universidad, pero cada vez que se iba nos teníamos que preparar para todo: a lo mejor no volvía”, recuerda.
Los obstáculos burocráticos en el país mediterráneo impiden al 73% de los refugiados la regularización de su situación, según un informe de Human Rights Watch publicado el año pasado. Sin papeles en el país, su acceso a derechos básicos como la educación, el trabajo y la atención médica se dificulta, además de ser objeto de detenciones arbitrarias.
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Tras cuatro años en Líbano, el futuro allí cada vez se veía más borroso. España se convirtió en el siguiente destino de Arwa. “Al principio sí que pasé un tiempo más complicado para integrarme, especialmente por las dificultades del idioma. Yo nunca fui a clases de español, directamente entré en el instituto en 2º de la ESO y no entendía nada, solo 'hola, sí, no'. Pero poco a poco, lo que hacía al volver a casa era ver vídeos en español, apuntaba todas las palabras que no sabía y al día siguiente intentaba usarlas con mis compañeros en clase”.
Hoy Arwa mira de frente al futuro y, además, lo hace con energía y luz propia. En sus palabras no se encuentra el más mínimo atisbo de victimismo. “Las dificultades que nos pasan en la vida nos hacen madurar. Yo sé que para alguna gente esto es muy duro, pero a mí me ha enseñado a ganar fuerza, a luchar por lo que quiero, pase lo que pase”, dice sin titubear.
“A veces me preguntan que, si en un futuro la guerra se acaba, volvería a Siria. No lo haría, porque me gusta muchísimo mi vida aquí. Es donde puedo sentirme libre. A Siria iría de visita, pero mi vida seguirá aquí”, señala la joven que estudia auxiliar de odontología con el deseo de seguir ampliando su formación hasta ser odontóloga.
Eso no quita que de vez en cuando sienta pellizcos de nostalgia. Echa de menos, dice, el ambiente en familia en las fiestas del Eid, después del Ramadán. O su casa vacacional, hoy reducida a escombros tras los bombardeos. O a sus amigas del colegio, que ahora viven en Canadá, Países Bajos y Noruega, pero con quienes mantiene el contacto a través de las redes sociales y sueñan con reencontrarse pronto.
Pero si hay un tesoro en su memoria que le ha servido para amortiguar los golpes, son las horas de juego con su hermana Nur. “En árabe significa luz”, explica con admiración el nombre de quien, dice, “ilumina” su vida.
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En mayo de 1975, Ana Lobato pisaba por primera vez Siria. Lo hacía con su hija Soraya de un año y con su marido Abdul, por aquel entonces un joven sirio a quien conoció en Madrid mientras cursaba sus estudios de Farmacia. Atrás dejó el barrio de Vallecas para instalarse en Raqa, ciudad del norte del país, a orillas del Éufrates y a miles de kilómetros del Manzanares.
Allí vivió 40 años y dio a luz a tres de sus cuatro hijos. Hasta que el terror desatado por el autoproclamado Estado Islámico, que tomó la ciudad como capital del califato, arrancó las raíces sembradas por la madrileña en el país árabe.
“Cuando llegué, la familia de Abdul nos preparó una comida como para 100 personas, pero éramos cuatro. Cuando vi aquello: cordero asado, frutas, dulces... le pregunté a mi marido qué era eso. 'El desayuno', me dice. 'Pues mira, a mí que me traigan un vasito de leche y va que chuta'”, recuerda entre risas. “En un primer momento me tuve que adaptar a todo, a la comida, a la forma de vivir... Todo era muy diferente a mi vida aquí en Madrid, pero la familia de mi marido me apoyaba y no me dejó sola en ningún momento. Al principio sólo sabía decir marhaba (”hola“ en árabe), pero a los cuatro o cinco meses ya nadie sabía que era extranjera porque aprendí muy bien el raqaui, el dialecto árabe local”, cuenta orgullosa con acento castizo, saltando de un chascarrillo a otro.
“En el primer bombardeo en Raqa murió un primo de mi marido. Otro ataque me pilló sentada frente al ordenador. Si llego a ser más alta, me mata el misil. Murieron ocho personas de una misma familia, que eran mis vecinos de al lado”. Acumula dolorosos recuerdos provocados por las ofensivas de las fuerzas militares del Gobierno sirio y sus aliados rusos e iraníes, así como de los ataques de la coalición internacional, también concentrados en esa área.
Mientras la vida se hacía cada vez más insostenible, Ana migró a Turquía con Nur, una de sus nietas. Tras ella fue el resto de la familia. “Menos mal, porque su instituto fue el primero que bombardearon”, exclama.
Según el Informe número 33 elaborado por la Misión de Investigación de las Naciones Unidas para Siria, el régimen de Bashar al Asad, ha ordenado bombardeos indiscriminados a objetivos civiles como hospitales, escuelas o mercados durante la última década. Este tipo de ataques también fueron perpetrados por otros actores como el Estado Islámico, milicias kurdas, Frente Al Nusra o la coalición apoyada por Estados Unidos, según la misma investigación.
Desde el otro lado de la frontera, Lobato esperaba recibir alguna ayuda de la embajada española para poder evacuar a su familia. Lamenta que no fuese así. “En Ankara me dijeron que no tenían presupuesto para mandarnos a España. El cónsul me decía que, por favor, no volviera a Raqa, pero qué iba a hacer, si no teníamos trabajo ni dinero en Turquía y tampoco teníamos forma de llegar aquí”. No tuvieron más opción que regresar a Raqa, esta vez bajo el yugo del Estado Islámico, ya instalado allí.
“Era la fiesta del Ramadán y mi nieta había salido a jugar con sus primos, pero un coche de la hisbah (policía moral del régimen del ISIS) les dio el alto, ella se asustó mucho, echó a correr y se metió en una casa y ametrallaron. A partir de ahí empezó a coger un miedo atroz que todavía hoy no consigue quitarse”, lamenta la abuela.
La vida en Raqa se tiñó de negro. Los yihadistas implantaron la versión más radical de la sharía para justificar el hostigamiento, las ejecuciones y las decapitaciones cometidas -muchas veces en plazas públicas- contra la población local, mientras aumentaba el censo con combatientes extranjeros. Impusieron su moneda y Administración. Las mujeres estaban obligadas a vestir con niqab y el miedo traspasaba las paredes de las casas.
“Siria ha retrocedido 50 años. Ha perdido todo lo que tenía y, lo que es peor, las buenas personas han muerto o desaparecido. Los que han podido han salido y allí se ha quedado la gente que no tiene medios para vivir, que se está muriendo de hambre y no puede arreglar sus casas destruidas. Porque no destruyeron al ISIS, sino a todo un país. Bombardeaban edificios llenos de familias, pero no al ISIS... esos salieron de Raqa en coches y camiones”, se queja mientras revisa fotos de sus primeros meses en Siria. Imágenes en blanco y negro que la trasportan a paisajes ahora reducidos a escombros.
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En octubre de 2017, milicias árabes y kurdas, con el apoyo de Estados Unidos, lograron hacerse con la ciudad de Raqa y despojar al grupo yihadista de su último gran bastión en Siria. Las banderas negras, y todo lo que simbolizan, empezaron a desaparecer. Para entonces, Ana Lobato y los suyos ya habían conseguido escapar de las garras del Daesh (otra denominación del ISIS con tono peyorativo), junto a su marido. Esta vez, sí, con el apoyo de la Embajada española.
Primero huyeron a Líbano, donde tomaron un vuelo hasta Noruega y tras pasar unos meses en un centro de acogida en el país escandinavo, volvieron a Madrid donde vive desde entonces. Detrás de ella fue llegando el resto de la familia, hijos y veintena de nietos y bisnietos, no sin antes pasar por un calvario que incluía cuatro años de terror bajo la sanguinaria dictadura del Daesh y meses estancados en la frontera turco-siria.
Ana agradece a Dios que ella y los suyos estén a salvo pero, paradójicamente, Madrid, la tierra que la vio nacer, es hoy su hogar en el exilio. “Allí era muy querida y tenía una vida social que no tengo aquí. Echo mucho de menos Raqa, el olor, los sabores, su gente... Me tomaron mucho cariño y yo a ellos”, confiesa con nostalgia.
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El tercer mes del calendario es una fecha maldita para Wisal. Los libros de Historia marcan el 15 de marzo de 2011 como el inicio de la guerra en Siria. Las bombas, desapariciones, y el miedo impactaron en la vida de esta mujer que no ha parado de luchar por seguir en pie.
“Un día mi padre salió de la mezquita y un francotirador disparó. Lo asesinaron”, recuerda compungida. “Mis últimos días en Siria fueron muy malos, muy peligrosos. Recuerdo que no podíamos salir a la calle, ni ir a trabajar, ni ir a comprar el pan. Cuando caían bombas me metía con mis hijos en el baño para protegernos porque tenía doble techo y era el lugar más seguro de la casa”.
Diez años después del inicio del conflicto sirio, marzo le guardaba otro complicado episodio, esta vez en España. Es el mes en el que un juzgado de Madrid ha establecido la fecha para ejecutar el desahucio del piso en el que vive con su familia, después de haber salido del sistema oficial de acogida. Wisal había sido reasentada desde Jordania en 2015 y, desde entonces, no ha conseguido acceder a ningún empleo estable ni recuperar su antigua profesión como analista clínico que tanto añora.
El balance de sus años en España transcurre en una rueda de precariedad, exacerbada con la pandemia, de la que no consigue salir. “Para nosotros es como estar en una película de terror. No sé qué va a pasar, dónde voy a ir, pero aquí no me siento segura porque siento que voy a quedarme en la calle con cuatro hijos”, dice con la voz rota.
Por el momento, se ha podido amparar al Real Decreto Ley que prohíbe los desahucios a colectivos vulnerables hasta que finalice el estado de alarma el 9 de mayo, pero la situación que atraviesa es crítica ante la falta de una alternativa habitacional.
Como señala el informe Una Casa como Refugio II, de Provivienda, en España, el escaso volumen de vivienda pública (sólo 290.000 viviendas de titularidad pública destinadas a alquiler social) solo logra dar cobertura al 1,6% de los hogares. Además, el mercado residencial es cada vez más inaccesible. Entre 2014 y 2019, el precio de los alquileres ha aumentado un 49,3%. Si la situación ya es complicada para el conjunto de la población, las personas refugiadas cargan con una mochila de desventajas: discriminación, estigmatización social y desconocimiento de los canales de búsqueda de vivienda.
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Wisal lleva dos años sin recibir ninguna prestación económica, desde que su marido firmó un despido voluntario sin que, dice, supiese de qué se trataba. Desde entonces, les retiraron la ayuda de la renta mínima. Tampoco ha recibido la ayuda del ingreso mínimo vital, aunque la solicitó en su momento. Mientras, esta familia de seis miembros -cuatro de ellos menores- trata de salir adelante gracias al apoyo de algunos amigos, a los bancos de alimentos y a lo que recauda con la comida siria que prepara por encargo desde su casa.
“Otras familias que llegaron a España con nosotros se han ido a Francia, Alemania u otros países porque aquí no veían futuro. Sin embargo, yo desde siempre he querido quedarme en España y crear aquí nuestro proyecto de vida. Aprender el idioma, homologar mis estudios, trabajar, que mis hijos estudien y crezcan aquí, pero está siendo demasiado difícil”, lamenta.
Regresar a su país tampoco es una opción. “Volver a Siria es imposible”, dice Wisal. Además del conflicto, entre los impedimentos se encuentra la conocida como Ley 10, aprobada en 2018 por el ejecutivo sirio que establecía un plazo de un año para que la gente pudiera demostrar la propiedad de sus casas o terrenos y evitar la expropiación. La mayoría de las personas que huyeron lo tuvieron que hacer de manera urgente, con lo puesto, por lo que recuperar los documentos acreditativos es casi imposible.
Un estudio publicado por la Asociación Siria para la Dignidad Ciudadana (SACD, en sus siglas en inglés), el 73% de los sirios desplazados que han sido encuestados, declararon que volverían a Siria si existieran las condiciones adecuadas. El 80% insistió en que la situación de seguridad debe cambiar para que volver se convierta en una posibilidad real.
“Bashar (Al Asad) está poniendo condiciones muy duras para la gente que quiere volver. Esto cuesta muchísimo dinero, ¿cómo voy a volver? Si Bashar sigue como presidente, nosotros no podremos volver nunca”, dice Wisal.