Betty dice que ser refugiada significa permanecer en un sitio donde no querrías estar.
—La guerra —concluye— nos obliga a tener una vida que no esperábamos.
Betty escapó de la guerra por primera vez cuando tenía tres años. Quedarse en los pueblos de la provincia de Jei, el suroeste de Sudán, era extremadamente peligroso. Su familia decidió establecerse en un campamento de refugiados de Uganda.
Uno de sus primeros recuerdos es el dolor que sentía mientras caminaba hasta ese campo: era demasiado pequeña. Anduvo durante semanas, ocultándose entre la vegetación, evitando los senderos. Pasaba mucha hambre.
Huyó por segunda vez cuando tenía cinco años: los rebeldes del Ejército de Liberación del Señor (LRA), liderados por el ugandés Joseph Kony, atacaban a los refugiados, y sus padres y ella emprendieron el camino de regreso, aunque el conflicto en Sudán no había terminado.
Betty ahora tiene 25 años y seis hijos. La guerra era insoportable y ha escapado de nuevo: está en Uganda, en uno de esos campamentos de cabañas endebles, niños, el sol que se desparrama por todas partes.
Sudán del Sur, mientras tanto, está cerca de otra hambruna que pone en peligro a más de siete millones de personas, según ha advertido en las últimas semanas Naciones Unidas.
Una investigación reciente de la ONU ha documentado “aberrantes casos de crueldad” contra civiles, entre ellas, masacres, violencia sexual y destrucción de hogares, hospitales y escuelas que pueden constituir crímenes contra la humanidad. Desde diciembre de 2013, más de cuatro millones de personas han sido expulsadas de sus hogares.
“Los soldados atacaban nuestro pueblo cada semana”
Betty quedó embarazada durante la guerra: “Los soldados del Gobierno atacaban nuestro pueblo todas las semanas. Mataron a decenas de personas y robaron nuestra comida. Teníamos miedo. Por eso nos escondimos en los bosques. Dormíamos en el suelo, hacía frío. Cuando corría, sentía dolor en el estómago”.
Durante muchas semanas, la familia de Betty caminó sin rumbo. Después, decidió huir a Uganda. No podía utilizar los caminos, controlados por bandas armadas. El vientre de Betty crecía, y en ocasiones le era difícil seguir el ritmo de los demás. Tenía náuseas.
En noviembre, toda la familia se estableció en un campamento de refugiados en el norte de Uganda. Desde entonces, los grupos armados no los persiguen, pero pasan hambre. No tienen trabajo. Venden la mitad de la comida que reciben para comprar productos básicos.
Acnur ha elogiado a Uganda por tener una de las mejores políticas de acogida de refugiados del mundo. Todas las mañanas, varios autobuses enormes esperan a los sursudaneses en las fronteras. Después, son trasladados a un centro donde pasan los primeros días, hasta que los funcionarios del gobierno y la ONU les asignan un terreno en un campamento.
Reciben alimentos mensualmente, aunque últimamente son tantos que las raciones son más pequeñas. También, reciben una parcela para cultivar, materiales para construir una cabaña, mantas, esterillas, mosquiteros. Pueden desplazarse libremente: salir de los campamentos, buscar un trabajo, comenzar un negocio. Pueden estudiar en las escuelas públicas. Pueden acudir a los hospitales públicos.
Pero Betty y su familia no quieren quedarse: “La vida aquí no es buena” , dice y señala alrededor: centenares de refugiados que también huyeron. “Rezo todos los días para que la paz llegue a Sudán del Sur y mis hijos puedan vivir allí”.
Uganda acoge a más de un millón de refugiados sursudaneses. En ocasiones se han registrado 4.000 llegadas en un único día, aunque estas cifras pueden estar infladas por algunos funcionarios para conseguir más fondos, un presunto fraude que está investigando las autoridades ugandesas. Terrenos gigantescos que hasta hace unos meses estaban prácticamente despoblados, ahora albergan algunos de los campamentos de refugiados más grandes del mundo. Y las necesidades son inmensas.
En Sudán del Sur, aunque los principales grupos que participaban en la guerra firmaron un alto al fuego en diciembre, los ataques continúan: solo en enero hubo más de 3.300 llegadas, según Acnur.
El horror que se repite
Betty ha dado a luz en un centro de salud público. La población de refugiados en este distrito supera en número a los ugandeses. Desde entonces, Medical Teams International colabora con el Gobierno para ofrecer atención sanitaria a todos. Es tremendamente complicado, explican. La sala de maternidad está llena de mujeres sursudanesas; solamente hay tres matronas y diez camas.
Ahora, el bebé de Betty duerme entre sus brazos, envuelto en una manta gruesa de colores claros. Ella está sentada en la puerta de su cabaña. Un grupo de chicos se acerca despacio. Sonrisas tímidas, pies descalzos: quieren conocer a su nueva hermana, que ha nacido hace unas horas y todavía no tiene nombre. Solamente pueden ver una cabeza diminuta.
—Cuando era pequeña escapé a Uganda con mis padres —dice Betty—. He crecido en un campamento de refugiados, he pasado hambre, y ahora tengo los mismos problemas.
Un país devastado por décadas de guerra
En Sudán del Sur, las tensiones políticas entre el presidente y el exvicepresidente desataron en 2013 un conflicto que despertó rivalidades históricas anteriores, sobre todo, entre las etnias mayoritarias: dinkas, clan del presidente, y nuers, al que pertenece su rival. Como telón de fondo, la disputa por las enormes reservas de petróleo que alberga el país.
Sin embargo, la región lleva años azotada por la violencia. Los rebeldes del sur de Sudán combatieron contra el Gobierno central desde 1983, pero los soldados del presidente Omar-al Bashir eran superiores gracias a los ingresos del petróleo y el apoyo de China. El Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán (SPLA) exigía más autonomía para los pueblos del sur, marginados desde el período colonial.
A partir del 2001 la Administración de George W. Bush apoyó a estos milicianos y convirtió la independencia de Sudán del Sur en un asunto de preferencia para EEUU. Los estadounidenses creyeron que un gobierno nuevo podría ser favorable a sus intereses en el petróleo de la región, la tercera reserva más grande de África. Poco tiempo después, en 2005, los rebeldes y Omar al-Bashir firmaron un acuerdo de paz.
La guerra había durado 22 años y Sudán del Sur era un territorio devastado. No había escuelas, hospitales, carreteras, instituciones fuertes. Las divisiones étnicas eran rampantes. John Garang, el líder del SPLA, pensaba que no estaban preparados para independizarse; propuso un parlamento en el que todos los pueblos –tanto del norte como del sur– estuviesen representados.
Tres semanas después de firmar el acuerdo con el Gobierno de Sudán, Garang murió en un accidente de helicóptero y la comunidad internacional y los políticos sursudaneses secesionistas ignoraron estos problemas: crearon un país que dependía casi en absoluto de los donantes extranjeros. EEUU entregó miles de millones de dólares, pero el Gobierno de Sudán del Sur prefirió vender el petróleo a China, y las relaciones de los políticos sursudaneses se quebraron enseguida.
El 8 de julio del 2016 el presidente Salva Kiir y el exvicepresidente Riek Machar combatieron por enésima vez. Después la violencia se extendió por todo el país. Se registraron asesinatos, violaciones en masa, bloqueos de ayuda humanitaria. La población estaba tremendamente dividida. En enero del 2017, un experto de las Naciones Unidas advirtió que esta guerra podría transformarse en un genocidio.
Para millones de sursudaneses como Betty, la guerra es como una pesadilla dolorosa y constante, repetida.
—¿Dios se ha olvidado de Sudán del Sur? ¿Cuál es el problema?