Suguna, de 27 años, habla en voz tan baja que incluso la traductora le hace repetir las respuestas una y otra vez. Su historia, triste y solitaria, es la historia de “entre tres y cuatro mujeres de cada 30” que sufren violencia de género en el Estado de Anantapur, al sur del subcontinente indio. Lo explica Shakuntala, de 40 años, directora de una casa de acogida para mujeres maltratadas que la Fundación Vicente Ferrer tiene en Battalapalli. Un albergue que ya ha cobijado a 36 mujeres desde 2012 –en la actualidad residen siete “internas”-, en períodos que van de uno a cinco años “en función de la gravedad de cada caso”, matiza.
La violencia contra la mujer en India alcanza límites atroces. Sólo en la capital, Delhi, una mujer muere quemada por su marido cada doce horas, estadística que en el resto del país se reduce a una hora cuando se trata de asesinato a manos del marido o la familia política por no pagar la dote, según informes de la Oficina Nacional de Registro de Crímenes.
Otros informes, como el expuesto en 2010 por el estudio 'Global Burden of Diseases, Injuries and Risk Factors', indican que el suicidio es la principal causa de muerte entre las mujeres indias de entre 15 y 29 años. Un baile de cifras que revela que si en 2012 se denunció un 94% del total de las muertes por esta causa, la tasa de condena alcanzó apenas el 32% y únicamente el 15% de los hombres fueron castigados.
Al trauma personal de Suguna hay que sumarle la vergüenza de exponer en primera persona, y a cara descubierta, lo que en India representa una deshonra arraigada culturalmente en una sociedad tan milenaria como tradicional en costumbres. Quizá, por eso, cuesta oírla.
“Al morir mi madre, cuando yo tenía 18 años, me casaron con mi tío”, recapitula despacio. “Él tenía 30 años y una relación anterior con otra mujer de la que no tuve constancia hasta dos años más tarde”. Entonces, el marido, padre ya de una niña de 12 meses, se casó con la otra –que sí estaba al corriente de la situación-, argumentando que aquel primer matrimonio había sido de conveniencia. “Yo debía de entenderlo y respetarlo”, continúa narrando Suguna.
Su suegra (que también era su abuela), pretendía, además, que viviesen todos juntos -una y otra mujer-, en el mismo hogar familiar. Para entonces Suguna ya había sufrido un importante historial de palizas y vejaciones por lo que decidió refugiarse en casa de su padre, quien se había casado en segundas nupcias con otra mujer con muy pocas ganas de adoptar a una hijastra que rechazaba. Despreciada y desesperada, terminó acudiendo a la policía.
“Según la ley de India”, interviene Shakuntala, “si se demuestra que un hombre se ha casado dos veces, puede ir a la cárcel por un mínimo de 60 días, tras los que se le suele conceder la libertad condicional”. El marido, según denuncia Suguna, mintió ante la denuncia y quedó libre. La joven regresó a casa con él -bajo el rechazo de su padre- con la promesa de que su vida se tornaría digna y él se la dedicaría en exclusiva.
“Querían matarme”
“Me prometió que dejaría a la otra mujer y que me trataría muy bien, pero querían matarme”, prosigue Suguna. Embarazada por segunda vez, vuelven las palizas y la orden de la suegra de que vivan todos juntos. Son agresiones cada vez más graves que culminarán en un macabro y fallido plan de asesinato. Primero el de ella y el hijo que estaba por venir, cuando ambos sobreviven a unos golpes que pretenden ser mortales. Y acto seguido, el de su hija de un año, lanzada por la suegra por la ventana y rescatada in extremis, en el aire, por los vecinos.
Ultrajada y malherida, decide volver a su hogar familiar por segunda vez. Pero esta vez su padre, resentido por no haber aceptado su consejo la vez anterior, no le abrirá las puertas.
“Esto es bastante común”, incide Shakuntala. “Las víctimas suelen encontrar poco o ningún apoyo de los padres. En muchos casos, porque al independizarse de su familia también lo hacen de la economía familiar”.
“Pensé en suicidarme, en marcharme del pueblo, pero los vecinos me insistieron en que acudiese a la Fundación y finalmente pedí ayuda”. Allí la concienciaron, la formaron y lograron que al interponer una nueva denuncia –de ella y de la Fundación, pero también del padre y de los vecinos, todos a una-, acabase con el marido en la cárcel: 60 días.
Actualmente, después de año y medio en el albergue, donde vive con su hijo menor, cuenta Suguna con una sonrisa de alivio que en mayo terminará su caso. Le han concedido la propiedad del hogar marital –que mantendrá a su nombre para sus hijos, aunque se irá a vivir con su padre y madrastra, como ya lo hace su hija mayor, que va al colegio-, y una ayuda económica para su manutención que complemente los ingresos que le proporciona el oficio de coser saris que le han enseñado para que pueda ganarse la vida. “Quiero vivir sin sufrimientos, dedicada a mis hijos”, concluye. Confiesa que cuando va a dormir ya no sueña que le pegan.
Una práctica común
Pero no es la única historia de malos tratos físicos y morales.Según la ONG Health Education to Village, casi dos de cada cinco mujeres (37%), sufre violencia física o sexual por parte de su marido y sólo una de cada cuatro ha buscado alguna vez ayuda. Una encuesta del Instituto Internacional de Ciencias de la Población, encargada por el Ministerio de Salud y Bienestar de la Familia, determinó que si la mortalidad post neonatal es un 13% más alta en mujeres que en hombres, cuando se llega a la edad infantil este porcentaje sube al 43%.
Shakuntala cuenta el caso de una pareja que se casó por amor y tuvieron una hija pese a que la familia de él no quería a la chica. “Según la tradición india, antes de una boda se miran los apellidos y hasta el horóscopo de cada uno de los contrayentes”, explica. “En este caso tenían los mismos apellidos [lo que se equipara casi a un incesto] y el matrimonio, por tanto, no era bienvenido. Ella no podía aguantar en casa de sus suegros y se refugió en casa de un tío suyo que también la rechazó”. “Al final”, prosigue, “los propios vecinos y la gente local de la Fundación que trabaja en este proyecto detectando casos sobre terreno fueron quienes nos la trajeron”.
“Es muy difícil que sean ellas quienes vengan por su propio pie”, continua exponiendo. “Y más en las zonas rurales, en las que el proceso es más lento porque, además, hay que concienciar a las familias, que siguen escondiendo estas situaciones. También disponemos de un teléfono específico al que pueden llamar”. Y remata: “Hay que estudiar cada caso. El divorcio no es fácil por su cultura, así que hay que analizar: si quiere volver con el marido se le convoca y se le trata de concienciarle. También se trata de mediar en la familia. Se hace un seguimiento pormenorizado, se tutoriza a la víctima, que pasa una semana en su casa y otra aquí, en el albergue, hasta concienciarlas del todo. La política de trabajo de la Fundación es tratar cada caso como si fuera de la familia, además de ofrecer un apoyo psicológico y legal”.
Este último testimonio, que pedirá expresamente no ser fotografiado, continúa en el albergue desde 2012. La Fundación ha hablado con la familia y esta les ha dado libertad para que vivan solos, fuera de la casa familiar, aunque tendrán que acudir al albergue una vez al mes para ver cómo les está yendo y cómo evolucionan, hasta que den por cerrado su caso. Será a partir de este próximo verano, cuando ella acabe los exámenes y finalice sus estudios de Enfermería.