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Los campamentos de refugiados saharauis resisten a hombros de las mujeres: “Ellos van al frente, nosotras sostenemos la vida”

Sandra Vicente

16 de octubre de 2022 21:55 h

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Son las seis de la mañana y una joven se retira su melhfa, el vestido típico de las mujeres saharauis, dejando al descubierto la barriga de una mujer embarazada de seis meses. Cambia las telas coloridas por un casco y un chaleco antimetralla y se dispone a salir de su tienda, colocada en el medio del desierto del Sáhara occidental. Ella es Fatimetu Bucharawa, una mujer de 30 años que se ha colgado a las espaldas la responsabilidad de desminar los campos saharauis y retirar los artefactos antipersona que Marruecos ha colocado cerca del llamado muro de la vergüenza, que separa los territorios liberados de la zona ocupada por el reino de Mohammed VI. 

Ella es la resposable del SMAWT (Equipo de Acción de Mujeres Saharauis contra las Minas, según sus siglas en inglés). Este grupo, conformado por diversas mujeres, ha llevado parte de la iniciativa a la hora de limpiar de minas los campos, una actividad históricamente destinada a los hombres. “Al principio, fue muy difícil, porque nuestra comunidad no aceptaba que hiciéramos ese trabajo. Les sentaba muy mal que ocupáramos roles masculinos y veían inaceptable que nos quitáramos las melhfas”, relata Fatimetu. 

Las tareas de desminado empezaron cuando se establecieron los campos de refugiados saharauis, tras la invasión marroquí de 1975. Cuando la guerra empezó, las mujeres cargaron con su pueblo –literalmente– a las espaldas. Una de esas mujeres es Abida Yeslem, quien cargó con sus hijos a cuestas cuando los marroquíes ocuparon su morada. Recorrió a pie el desierto del Sahára durante tres días, huyendo de los ocupantes. “Salimos llevando lo que podíamos, que eran nuestros hijos. Las cabras, nuestros bienes y recursos se quedaron atrás”, recuerda esta mujer de 62 años. Tenía 16 cuando salió huyendo. 

Los hombres se fueron al frente. Sólo quedaron ellas para levantar un nuevo hogar entre las dunas de un desierto inhóspito y despiadado. Con temperaturas que fácilmente pueden oscilar de los 50 y los 10 grados en pocas horas. Sin agua ni vegetación para esconderse del sol. Tuvieron que construir nuevas casas de adobe. “Con nuestros hijos a las espaldas y, como no teníamos agua, a menudo usábamos nuestra propia orina”, cuenta Nazah Mohammed, una mujer que se exilió con Abida. “Ellos van al frente pero nosotros sostenemos la vida”.

Ambas se refugian del duro sol del mediodía saharaui en una jaima (tienda) del campo de refugiados de Ausserd (Tindouf, Algeria) uno de los territorios libres de la ocupación marroquí. Aquí se ha celebrado estos días el festival FiSáhara, una iniciativa que lleva el cine y los derechos humanos a los campamentos. 

Durante una semana todo es fiesta, pero con velo de tristeza y también reivindicación. Nazah y Abida se aplican henna en las manos para tintar la punta de sus dedos, como suelen hacer en las grandes ocasiones. Mientras esperan que la pasta se seque, recuerdan esos años en los que “toda una nación corrió a cargo de las mujeres”, dice Abida. “Nadie entiende que aguantemos en este desierto terrible, pero es nuestro hogar. Aunque las condiciones son desesperantes, lo que ves lo construimos con nuestras manos. No nos iremos a ningún lado hasta que podamos volver a casa”, relata su compañera. 

Una administración de mujeres

Al estallar la guerra, todos los hombres fueron al frente y las mujeres se quedaron a cargo de construir los campos de refugiados, pero también de organizarlos. Social, económica y políticamente. Ese empoderamiento forzado de las mujeres se ha mantenido hasta día de hoy y, por eso, el pueblo saharaui es uno de los que tiene más paridad en sus administraciones. Hay 19 parlamentarias de 52. Y la mayoría de alcaldesas son mujeres. Una de esas políticas es Mariam Salek, quien fue ministra de educación y de cultura, para después ser gobernadora del campo de Smara. 

Se dedicó de pleno a la administración después de que su marido muriera en el frente y se diera cuenta de que los que volvían no eran conscientes de todo por lo que habían pasado las mujeres. “Los hombres no nos ponen impedimentos, pero el patriarcado sigue aquí. Cuando me juntaba con otros ministros, ellos acababan haciendo el té y yo el trabajo”, recuerda. 

Las mujeres saharauis sacan el orgullo cuando cuentan que los hombres han ido al frente, pero no han sabido hacerse cargo de las demás tareas para sustentar la comunidad. Como sí hacen ellas, muchas de las cuales también han estado en el frente o encabezando la resistencia política. Una de ellas es Embarka Brahim, en cuya casa se fundó el Frente Polisario en 1973. Fue una de las mujeres que sostuvieron a todo un pueblo mientras ellos estaban fuera. Se muestra muy orgullosa de eso, pero a la vez lamenta que el poder de las mujeres se volviera a recluir en cierta medida en el ámbito doméstico cuando los hombres regresaron de la batalla. 

El camino del exilio 

“Antes del alto al fuego, hicimos cursos de sensibilización a las mujeres y las preparamos para cuando los hombres regresaran y quisieran hacerse con todos los puestos de poder”, recuerda Salek. Muchas mujeres se resistieron a dejar sus asientos a los hombres, pero muchas otras regresaron al hogar. Es esa resignación la que enfada a Zagra Abdelahim, una joven saharaui de 32 años. Explica su historia sentada en una cámara de su casa, en la que viven sólo mujeres. Algo muy poco usual en los campos, donde siempre hay un hombre, ya sea un marido, un padre, hermano, primo o vecino.

“Esto es un matriarcado”, explica, sentada sobre un delgado colchón de lana. Apoya la espalda en la pared y sobre la falda sostiene un portátil. “Mi arma”, dice, solemne, en referencia a su actividad “cañera” en redes. Esa sala es su refugio y el de otras mujeres. Allí se habla de feminismo y del futuro del pueblo saharaui “sin sombra de patriarcado”, dice, sosteniendo un cigarro que sólo se permite fumar en privado.

“La imagen que se tiene de la mujer saharaui es la de fortaleza, competencia, resolución. Pero esa foto no es real; son derechos donados”, dice Zagra. “Si las mujeres construyeron los campos fue sólo porque no estaban los hombres. Superaron las expectativas, sí, pero no es algo que hicieran por iniciativa propia”, relata la joven. Se confiesa crítica con el gobierno del Frente Polisario, pero “desde el respeto”. Reconoce los grandes avances en educación, sanidad y seguridad, pero cree que se han estancado. “Las mujeres en roles de poder tienen un discurso muy institucionalizado y no son conscientes de que nos hemos estancado”, dice Zagra, en referencia a la resolución al conflicto saharaui, que lleva sin acercarse ni un sólo milímetro desde el alto al fuego de 1991. 

De hecho, parece más bien que la solución se ha alejado. En 2020 las hostilidades volvieron a reanudarse después que Marruecos volviera a abrir fuego contra el Frente Polisario. La guerra volvió a empezar hace dos años, los hombres regresaron al frente y las mujeres salieron de sus casas para volver a ocupar roles de poder. “No nos gusta la guerra, claro que no, porque matan a nuestros hijos y nietos. Pero, por fin, tenemos la sensación de que nos volvemos a mover”, dice la anciana Abida. 

Las mujeres de más edad, conservan algo de esperanza de que el conflicto se solucione, pero no es el caso de las más jóvenes. Algunas, como Fatimetu, ven la nueva guerra como una vuelta al pasado. Sus expediciones a los campos minados se han parado y no ve el momento de volver allí a retirar los artefactos. Sus salidas son duras, pasa dos meses en el campo, trabajando ocho horas diarias y durmiendo en tiendas de campaña, para volver 15 días a descansar y regresar al campo. “Es lo único que está en mi mano para ayudar a los míos, pero ahora ya no sé qué hacer por mi nación”, se lamenta. 

Sobre muchos jóvenes planea la sombra de la migración. No es algo que quieran, pero para muchos es el único camino. “Estamos cansadas de Marruecos, de los giros de guión de Pedro Sánchez y de este conflicto. Muchos no ven cómo esto se pueda resolver y se van a estudiar a Cuba, España, Francia o Venezuela. Antes volvían para traer sus conocimientos, pero ahora se quedan”, se lamenta Zagra, quien, a pesar de todo, entiende esta decisión. 

Ella misma estudió en España y se quedó allí hasta 2017. Cansada del racismo y la xenofobia, así como del “feminismo blanco que nos discrimina”, decidió volver a su hogar y traer su lucha y enseñanzas a los campos de refugiados. Está criando a sus dos hijas, fruto de un matrimonio que acabó en divorcio, a la manera occidental. “Ellas son libres y les enseño que serán lo que quieran ser. Quiero que lo aprendan aquí, aunque sé que en los campos nunca serán libres”, dice Zagra. Ella, muy a su pesar, sabe que acabará volviendo a España. “Ya sea cuando la independencia esté a tocar, o cuando me dé cuenta de que no va a suceder nunca. Pero mis hijas no van a ser adultas aquí”.