Voluntarios de toda Europa se echan a la carretera para recoger refugiados de Polonia

Víctor Honorato / Olmo Calvo

Enviados especiales a Przemysl (Polonia) —
4 de marzo de 2022 22:39 h

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Pasada una semana desde la invasión rusa de Ucrania, la estación de tren de Przemysl, en el sureste de Polonia, sigue siendo un enjambre de refugiados, policías, voluntarios y periodistas que entran y salen sin descanso prácticamente a cualquier hora del día, cuando las cifras del éxodo a los países vecinos ya han superado los 1,2 millones de personas.

El revuelo es notable, pero hay un tipo de voluntarios que se caracteriza por moverse en silencio, pausadamente, portando carteles, buscando las miradas de los que llegan. Son particulares o integrantes de grupos formados a toda prisa, que han venido de toda Europa para sacar a la gente de país. En sus coches particulares, en autobuses fletados, se les identifica por los carteles en los que indican su destino.

Emanuel Arendt llegó el pasado sábado a la ciudad y desde entonces llena tres minibuses diarios con destino Alemania. Junto a unos amigos de Dresde, a través de un grupo creado en Facebook, puso de acuerdo a conductores y ucranianos residentes en su país para recoger a los que van llegando. Tienen una base de datos con teléfonos y matrículas en permanente actualización.

Este trabajador social dice quedarse sin palabras ante la tragedia humanitaria. “Todo es culpa de un idiota”, dice en referencia al presidente ruso, Vladímir Putin. Y llama la atención sobre los problemas para cruzar fronteras de los que se han dejado atrás los pasaportes durante la escapada. “De momento no hemos tenido conflictos, pero es un riesgo grande”.

De España a República Checa

Hay españoles que también han acudido a la llamada, primero a título particular, después más organizados, como la fundación valenciana Juntos por la Vida, que ya tiene su propio espacio con pancarta en el vestíbulo de la estación.

Pero la solidaridad llega de todas partes. “En mi país hay miles de personas que están ofreciendo sus apartamentos para acoger refugiados”, dice Gytis Tereikis, traductor lituano de 44 años. “Pensábamos que el señor Putin tenía algo pensado, pero no este ataque a gran escala. Es increíble, como estar en una realidad virtual. El camino a la república báltica lleva 10 horas, pero las carreteras son buenas y los tres coches de su equipo van y vienen sin parar.

El checo Andrew, de 43 años, viajaba con frecuencia a Ucrania, pues trabaja en una empresa de infraestructuras de telecomunicaciones con intereses en el país. Muchos de sus colegas son de allí, por tanto, y él mismo ya ha acogido a la mujer y las dos hijas de un compañero de trabajo. “Nadie quiere ir a Praga”, lamenta, y pide que no le hagan fotos, porque probablemente tenga que volver a Ucrania en algún momento y no quiere que su labor le acarree problemas.

También está aquí Igor, de 41 años, plantado como una torre ante la puerta de la estación, reclutando pasajeros para Vittorio Veneto, la villa del norte de Italia en la que lleva años asentado. Todos los días desde que empezó la guerra consigue llenar un autobús que va y viene.

Los amigos de Tom Richardson, que es de Londres pero vive en Múnich, consiguieron en 48 horas reunir un camión con el equivalente a 1.200 euros en provisiones para los refugiados. Ahora el camión está vacío, y Tom, director de ventas de una empresa de software, de 31 años, se ofrece a llevar a quien quiera hasta Viena. “Un amigo georgiano me abrió los ojos respecto a Putin. Es un maníaco”.

“Esto es una mierda”, se limita a decir Henrik Colmor, conductor de una empresa de transportes de 50 años. Otros dos compañeros han venido con él. Se comunican por auriculares cada vez que encuentran un pasajero.

Colmor recibió la llamada de su jefe por si quería dar el salto desde Sonderborg, al sur de Dinamarca, hasta Przemysl. Las jerarquías laborales no tuvieron que ver en este caso en su aquiescencia. “No lo pensé. Vine y ya”, dice. Y empieza otra ronda por el vestíbulo y los andenes en busca de pasajeros. 

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