A pesar de la traducción literal: “Yunwa”, “el hambre”, tal y como la conocemos en Europa, el concepto que tenemos de ella, y su sentir, poco tienen que ver con la gravedad, consecuencias y extensión con las que Yunwa señorea por todo el Sahel y otras zonas extensas del planeta.
Mi primer contacto con “Yunwa” fue en un hospital en el norte de Burkina Faso. Nos presentó una señora de la etnia Peul de nombre Hawe, de 31 años aunque que parecía tener muchos más. Envuelta en una tela de mil colores, extremadamente delgada, elegante, y transmitiendo una dignidad infinita se apretaba el pecho con fuerza para sacar una gota de leche con la que alimentar a su hija que mantenía en brazos. Una gota de leche imposible.
Hawe me miraba fijamente a los ojos con desesperación y resignación al mismo tiempo. Intentaba hacerme entender apretujándose el pecho, lo que era evidente: “Yunwa” les había pillado a ella y a su niñita… Allí estaban las dos, absolutamente frágiles, absolutamente tristes, casi sin fuerzas para seguir buscando esa gota de leche. Sin esperanzas.
Afortunadamente para ambas, la dirección del hospital nos informó que desde que se abrió el centro especial de recuperación que gestiona Médicos del Mundo la mortalidad que provoca Yunwa ha descendido del 17% al 3% de los ingresos hospitalarios.
La mayoría de las muertes se producen entre las 24 a 48 horas siguientes al alta en el hospital y en casos prácticamente irreversibles donde a la desnutrición grave viene acompañada de otras complicaciones: diarreas, malaria, VIH… también en estado avanzado.
Hawe y su hija ya habían pasado esas horas críticas y su estado seguía una evolución favorable, pero Hawe no dejaba de pensar en lo que le dijo el curandero de su aldea: “Debería tomar unas infusiones de hierbas porque alguien le había hecho mal de ojo a la niña y por eso estaba malita”. Pero la niña no mejoraba con las hierbas y por eso estaba en el hospital.
Es la época de lluvias y, en estos meses, Yunwa se crece y muestra toda su crueldad. Casi toda la población del Sahel vive de la agricultura, y es el momento de cultivar la tierra. Por eso, muchos pequeños en tratamiento se han ido. ¡No están!
Las mujeres se han marchado para garantizar la supervivencia del resto de la familia cuando llegue la estación seca. Hay que obtener una cosecha más o menos suficiente de sorgo, mijo, maíz o cacahuetes. Dependerá de la climatología, aunque generalmente nunca llega para comer todo el año.
Pero, ¿qué otra cosa pueden hacer? Aunque fuera una buena cosecha, ¿el sorgo, el mijo, el maiz o los cacahuetes podrán cubrir todas las necesidades nutricionales de la familia durante doce meses?
Pero, ¿que otra cosa pueden hacer?
En octubre volverán al hospital porque la cosecha no se ha recolectado todavía y la despensa del año pasado ya se acabó hace tiempo. Las madres casi no han comido para poder alimentar, un poco al menos, al resto de la familia. Y, si las madres, no pueden dar leche para los pequeños, ya de por sí desnutridos... En octubre la situación de los pequeños será crítica.
La desnutrición en el Sahel es un fenómeno multifactorial, como en todos los lugares donde se da. La situación de pobreza extrema es la base de todo, la no existencia de nada que comer es una realidad cada día, una forma de vivir. En una región donde el cambio climático está haciendo estragos, las cosechas son cada vez más escasas, la agricultura no es una prioridad para el gobierno, el sistema de salud es débil, las grandes corporaciones mineras de las potencias extranjeras expolian hasta el último gramo de oro y uranio, la especulación de las grandes corporaciones que controlan los alimentos de primera necesidad no tiene límites…
¿Qué puede hacer ante esto una mujer Peul? ¿dos mujeres Peul? ¿todas las mujeres Peul? ¿todos los hombres, mujeres y niños Peul?
Es difícil contener la indignación que uno siente al ver cómo Yunwa señorea al pie de grandes minas de oro gestionadas por multinacionales de una determinada nacionalidad, que pertenecen a una corporación de otra nacionalidad distinta, que tienen su sede en un tercer país…
Es difícil contener la indignación cuando buscamos la obra social que realizan dichas empresas y encontramos que fomentan la construcción de instalaciones deportivas en los países ricos del norte en los que están registradas.
Y allí estaba Fatima, la abuela de Tamini, de 8 meses nada más. Y también había dos enfermeras trabajando en una mesa. Fatima estaba de pié, al lado de Tamini, y Tamini estaba totalmente envuelta en una de esas bonitas telas de colores porque acababa de morir, todavía no hacía una hora que había ingresado en el hospital.
La abuela miraba a las enfermeras sin decir nada, esperando que hicieran algo más de lo que habían hecho ya ¡o que le dijeran que solo estaba durmiendo! Las enfermeras hacían como si estuvieran concentradas en algo encima de la mesa: impotentes, tristes, tragando saliva, incapaces de dar una respuesta a la abuela ¡Yunwa había ganado otra vez!
Tamini, envuelta en su tela, con toda su dignidad. ¡Todas con toda su dignidad! Nadie dijo nada, no hacía falta decir nada.
Después de media hora la abuela solo llegaba a balbucear en francés. “Tres días nada más…”. Tres días desde que Tamini se puso malita hasta que llegó al hospital.
¡Tenía que pasar! Las estadísticas lo decían. Tamini forma parte de ese tributo del 3% de niños que mueren antes de 48 horas tras ser ingresados. Es el inevitable impuesto que hay que pagar a Yunwa, el coste del expolio, de la especulación alimentaria, de la inacción de todos.