Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.
El curioso caso de los patinetes y otros servicios de movilidad a los que no se aplican las normas (menos en Valencia)
Bartleby es ese personaje de Herman Melville que se define por borrarse. “Preferiría no hacerlo” es la frase que repite para evitar cualquier cosa que hacer más allá de ocupar su mesa de escribiente en la oficina. Hace ya casi un par de décadas, Enrique Vila-Matas publicó Bartleby y compañía, un librito en el que habla sobre autores que padecieron el síndrome de Bartleby y dejaron de escribir de repente. Yo diría que este síndrome no afecta sólo a escritores, sino que le da a todo el mundo; y más a políticos y cargos públicos, especialmente a los de los ayuntamientos. Si hoy alguien escribiera una especie de continuación de lo de Vila-Matas mirando a lo no hecho en las ciudades de España, la cosa daría para unos cuantos tomos. Por suerte, no pasa siempre.
La policía municipal de Valencia retiró el otro día los patinetes de Lime de las calles de la ciudad. Así lo quiso la empresa, que prefirió la actuación policial para que hubiera una foto que sirviera a esa estrategia de marketing que usan todos estos negocios pseudomodernos: hacerse las víctimas de un mundo viejuno que se niega a aceptar lo que viene. El motivo para la retirada de los cacharros y la correspondiente sanción es la ocupación sin permiso del espacio público. Aparte de los casi 18.000 euros ingresados por la multa, el Ayuntamiento de Valencia ha ganado otra cosa: la batalla de la coherencia y la defensa del bien común. Pero estuvo a punto de preferir no hacerlo.
Tanto la concejala de Protección Ciudadana, Anaïs Menguzzato, como el propio alcalde, Joan Ribó, casi dejan los patinetes en la acera. ¿La excusa para hacerse ese Bartleby? Que en la ordenanza de movilidad hay un vacío legal sobre los llamados vehículos de movilidad personal (VMP). Algo parecido han hecho en otros ayuntamientos con esta empresa y con otros servicios privados de movilidad compartida. El mejor ejemplo es Madrid, que es una especie de feria del cacharro compartido, con cuatro empresas de coches, cinco de motos (puede que más, empiezo a perder la cuenta), un par de bicis y ahora también Lime y otras marcas de patinetes que están a punto de llegar.
Normas: haberlas, haylas
Tal y como están nuestras administraciones de hiperreguladas, encontrar en ellas un vacío legal suena a misión complicada. Pero es que además esto no tiene nada que ver con la movilidad. Una cosa es por dónde pueden circular los VMP y otra es si debemos dejar a empresas que operen en el espacio público sin ningún tipo de control. Todos los ayuntamientos tiene montones de normas relacionadas con la ocupación de las calles, su uso con fines comerciales y la publicidad exterior. Lo habitual es pedir un permiso, pagar una tasa, cumplir las reglas y, si no, sufrir una multa o incluso el cierre. Pasa con las terrazas, los puestos de helados, los eventos y hasta cuando alguien quiere llevar un coche cubierto de mensajes de alguna marca.
La lógica del asunto es aplastante, pero como esto de la innovación y la modernidad nos tiene despistados, voy a explicarla. La ciudad es nuestra casa común, donde vivimos, trabajamos, nos relacionamos y nos movemos. Para que la cosa sea ordenada, hay una serie de pautas que debemos aceptar, desde las luces de los semáforos a las normativas urbanísticas. Como es nuestra casa, además, contribuimos a mantenerla a través de impuestos y puede que otras tasas según nuestra actividad afecte más o menos al espacio compartido. Si la actividad ocupa lugar en la calle, la cosa se suele complicar. Si tiene que ver con movilidad, es peliaguda porque afecta a una de las claves de lo urbano. Y si es en la acera, más. La acera es el espacio para todos porque todos somos peatones en algún momento, es el lugar donde socializamos y debería ser un espacio protegido especialmente para colectivos vulnerables (ancianos, niños, personas con discapacidad…).
Los patinetes y demás vehículos de alquiler por minutos son operadores de movilidad que ocupan y hacen dinero en el espacio público al tiempo que publicitan desde ahí su negocio. ¿Qué han hecho las ciudades para gestionar su aparición? Nada. En general, no les han pedido ni licencia, ni les han impuesto unas normas de operación —por ejemplo, para que el servicio cubra zonas de interés común o para que no se puedan dejar tirados en la acera los cacharros—, ni unas tasas, ni nada de lo que exigen cada día a un montón de empresas que no van por la vida de innovadoras.
Presente antes que futuro
Por lo que se ve, en Valencia ha sido el área de movilidad la que ha convencido al resto del consistorio de que había que actuar antes de la implantación, que luego es más complicado —ya podían haberlo hecho igual con las motos—. Pero, después de la retirada, el alcalde ya está diciendo que lo que hay que ver ahora es cómo se permite la operación, como si lo de tener una empresa de patinetes revoloteando por las calles fuese una necesidad urbana del siglo XXI. No lo tengo yo tan claro.
El otro día me di una vuelta en un Lime. Me bajé la aplicación, me registré y primera sorpresa: los únicos datos que tiene míos la empresa es el teléfono y el número de tarjeta. Supongo que es suficiente para ellos, pero tengo dudas de si lo es para asuntos de responsabilidad y demás. La otra sorpresa fue el precio: me dejé más de seis euros en un recorrido de unos 40 minutos. Es verdad que me di una vuelta para probarlo que pudo ser más larga que un trayecto habitual y que el precio por minuto de estos patinetes es de 15 céntimos, un poco menos que el de motos y coches. Pero sigue siendo caro: uno se puede comprar un patinete por 300 euros y lo puede subir a casa, a la oficina, al autobús (no pasa igual con los coches y las motos). No creo que salga a cuenta andar pagando diariamente uno de alquiler. Además, tanto los precios de Lime como los de bicis, motos y coches compartidos son probablemente irreales, no cuentan con los posibles costes de una tasa que debería acabar imponiéndose y tiene pinta de que en algunos casos ni siquiera así cubren los gastos de operación. La empresas de automóviles compartidos pueden aguantar porque son grandes marcas posicionándose ante nuevas formas de uso, pero ¿las otras?
Cada día vemos noticias de servicios de este tipo que se retiran de ciudades, como las bicis OFO hicieron hace poco en Madrid. En muchos casos, como acaba de suceder con Mobike en Manchester, se van culpando al vandalismo, o sea, a la ciudad y a los ciudadanos. Manda narices. Por lo que se ve y por lo que cuentan quienes lidian con ellas, estas empresas tienen muy poca idea de las necesidades y retos de las ciudades y, por eso, de la realidad de su negocio. Van a lo loco, con el músculo que les dan sus rondas de financiación y el halo de innovación con el que se muestran, pero eso no les salva a la hora de pegársela. Para acabar de centrar un poco el tiro, conviene recordar que los servicios públicos de alquiler de bicicletas, un asunto que se puede comparar a éste, no destacan precisamente por su rentabilidad.
En fin, que ahora les puede parecer a Ribó y a Carmena que esto de los patinetes y demás vehículos compartidos es el futuro, pero puede que en el futuro no nos acordemos de ellos. Eso ya lo veremos. En cualquier caso, lo que hay que hacer en el presente es aplicar las normas, respetar el acuerdo urbano y defender el bien común. En fin, gobernar y no hacerse un Bartleby.
Bartleby es ese personaje de Herman Melville que se define por borrarse. “Preferiría no hacerlo” es la frase que repite para evitar cualquier cosa que hacer más allá de ocupar su mesa de escribiente en la oficina. Hace ya casi un par de décadas, Enrique Vila-Matas publicó Bartleby y compañía, un librito en el que habla sobre autores que padecieron el síndrome de Bartleby y dejaron de escribir de repente. Yo diría que este síndrome no afecta sólo a escritores, sino que le da a todo el mundo; y más a políticos y cargos públicos, especialmente a los de los ayuntamientos. Si hoy alguien escribiera una especie de continuación de lo de Vila-Matas mirando a lo no hecho en las ciudades de España, la cosa daría para unos cuantos tomos. Por suerte, no pasa siempre.
La policía municipal de Valencia retiró el otro día los patinetes de Lime de las calles de la ciudad. Así lo quiso la empresa, que prefirió la actuación policial para que hubiera una foto que sirviera a esa estrategia de marketing que usan todos estos negocios pseudomodernos: hacerse las víctimas de un mundo viejuno que se niega a aceptar lo que viene. El motivo para la retirada de los cacharros y la correspondiente sanción es la ocupación sin permiso del espacio público. Aparte de los casi 18.000 euros ingresados por la multa, el Ayuntamiento de Valencia ha ganado otra cosa: la batalla de la coherencia y la defensa del bien común. Pero estuvo a punto de preferir no hacerlo.