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Sobre smart cities, ciudadanos inteligentes y candidatos en bici

Algo le pasa a un concepto cuando lleva años dando vueltas y no se tiene claro su significado. Smart city, por ejemplo. De un tiempo a esta parte, no hay ciudad que no se apunte al carro smart pero nadie es capaz de explicar, ni siquiera Wikipedia, una definición convincente que incluya, además, los beneficios al ciudadano que se suponen a toda novedad en materia de renovación urbana. Además, aplicar a este tipo de sustantivos el adjetivo inteligente —tal es la traducción de smart— da un poco de repelús. O al menos a mí, que nunca supe si bailaba techno inteligente o techno cazurro o si me reía con el humor inteligente o con el zoquete, pero supongo que eso es otro tema… El caso, volviendo a lo nuestro, es que en estos últimos días he leído o vivido tres escenas que me han dado para una reflexión. Y aquí va el paquete:

Escena 1, la semana pasada en Davos. Allí donde los queridos líderes se reúnen para jugar al mus y hablar de sus cosas que son las nuestras, un conciliábulo llamado Comisión Global para la Economía y el Clima, presentó unas cuantas conclusiones a los delegados asistentes. Lo hizo el ex presidente de México y capataz de dicha comisión, Felipe Calderón, con Al Gore, ex vice de Estados Unidos y salsa de todos los platos eco. Y lo que dijeron fue lo siguiente: “No podemos mantener ciudades diseñadas para el uso del coche. Recomendamos a las ciudades que aumenten su densidad y fomenten el uso del transporte público”. Y añadieron que había que pensar muy bien el dineral a invertir en los próximos 15 años —80 billones de euros— en ciudades en el mundo y que, como el 75% de la infraestructuras que estarán en funcionamiento para entonces aún no está ni diseñado, las decisiones que se tomen ahora repercutirán mucho en el futuro. Por supuesto, salió el concepto smart city, relacionado con otros como eficiencia y prosperidad pero, que yo haya visto, el acento no sobrevolaba por la palabra ciudadanía.

Escena 2, en esos mismos días, en Santander. Se celebraba una sesión especial del sarao llamado llamado Live In A Living City y subtitulado como Foro Internacional de la Ciudad Inteligente Humana. Allí estaba yo, de oyente, para tratar de enterarme por dónde va ahora lo smart y allí escuché a alcaldes y adjuntos al alcalde de ciudades de todo el mundo —Santander, claro, pero también Lorca, París, Braganza (Portugal), Santa Fé (Argentina) y Medellín (Colombia)—, arquitectos —muy interesantes los proyectos presentados a velocidad de cohete por Carmen Santana, de Archikubik—, urbanistas y todo tipo de gurús de la materia. Y oí cosas como que, efectivamente, “las ciudades están en el centro de la agenda mundial que se está tratando en Davos (lo dijo desde allí Carlo Ratti, de MIT). Que el objetivo común es que ”el mundo esté formado por ciudades para la vida“ (un puntito para Aníbal Gaviria, alcalde de Medellín). Que ”determinadas visiones de la ciudad consideran al ciudadano como un ciudadano pixel, un punto de una pantalla y nada más“ y que ”con la participación se hace mucha demagogia; se considera participación sólo como electoral, cuando puede ser permanente“ (jugoso el diálogo entre Pablo Sánchez Chillón y Carlos E. Jiménez). Que ”cambio, conexión y comunicación es lo que ocurre siempre en una ciudad, en las smart y en las de hace 500 años“ y que ”la tecnología está para servir al ciudadano, no al revés“ (certera visión la de Michel Sudarskis, Secretario General del INTA). Que las ”smart cities empezaron con grandes empresas tratando de vender su tecnología a las grandes urbes, luego fueron las administraciones las que quisieron guiar esos procesos y ahora es la ciudadanía la que está empujando para no sólo ser cliente de la ciudad inteligente sino codesarrollador“ y que ”las ciudades que se están empezando a gestionar de abajo a arriba tendrán más éxito en el futuro“ (un fuerte aplauso para Boyd Cohen, experto en estrategia urbana y climática y profesor de la Universidad del Desarrollo de Chile).

Escena 3, en estos días inciertos, en Madrid. El Antonio Carmona que no cantaba en Ketama ha dicho que quiere bajar las multas de tráfico y de aparcamiento porque “es de sentido común”. El candidato del PSOE a la alcaldía de Madrid, en esas mismas declaraciones, ha añadido que quiere luchar contra la contaminación y reordenar el tráfico mediante aparcamientos disuasorios, transporte público sostenible y una peatonalización que, eso sí, será “poco a poco”. Incluso ha tenido tiempo para terminar de adornar la paradoja prometiendo que va a hacer todo eso y mucho más —llenar la ciudad de cultura y limpiar las calles, por ejemplo— bajando impuestos. Días después, se ha dado una vuelta en bici por la ciudad disfrazado de algo y ha culminado su semana Dadá con unas lustrosas vaguedades sobre BiciMAD y la bici en nuestra ciudad y sin mencionar el programa de movilidad mucho más serio y competente que ha hecho la gente y que se le hizo llegar. De momento, y que se sepa, nadie le ha llamado populista.

La reflexión, ahora mismo, en el teclado de mi ordenador. Es posible que hagan falta ciudades inteligentes, pero no necesariamente esto pasa por llenarlas de tecnologías varias. De hecho, lo que necesitamos de verdad es mejores ciudades, ciudades pensadas por y para las personas y no por y para los poderes económicos, ya sean inmobiliarios, bancarios, tecnológicos o automovilísticos. Y, para ello, quizás sí que tengamos que convertirnos en ciudadanos más inteligentes. En la capital del reino, por ejemplo, tendremos que poner un poquito de coherencia y criterio en este desaguisado que es el Madrid de unos y otros pero no el nuestro.

Algo le pasa a un concepto cuando lleva años dando vueltas y no se tiene claro su significado. Smart city, por ejemplo. De un tiempo a esta parte, no hay ciudad que no se apunte al carro smart pero nadie es capaz de explicar, ni siquiera Wikipedia, una definición convincente que incluya, además, los beneficios al ciudadano que se suponen a toda novedad en materia de renovación urbana. Además, aplicar a este tipo de sustantivos el adjetivo inteligente —tal es la traducción de smart— da un poco de repelús. O al menos a mí, que nunca supe si bailaba techno inteligente o techno cazurro o si me reía con el humor inteligente o con el zoquete, pero supongo que eso es otro tema… El caso, volviendo a lo nuestro, es que en estos últimos días he leído o vivido tres escenas que me han dado para una reflexión. Y aquí va el paquete:

Escena 1, la semana pasada en Davos. Allí donde los queridos líderes se reúnen para jugar al mus y hablar de sus cosas que son las nuestras, un conciliábulo llamado Comisión Global para la Economía y el Clima, presentó unas cuantas conclusiones a los delegados asistentes. Lo hizo el ex presidente de México y capataz de dicha comisión, Felipe Calderón, con Al Gore, ex vice de Estados Unidos y salsa de todos los platos eco. Y lo que dijeron fue lo siguiente: “No podemos mantener ciudades diseñadas para el uso del coche. Recomendamos a las ciudades que aumenten su densidad y fomenten el uso del transporte público”. Y añadieron que había que pensar muy bien el dineral a invertir en los próximos 15 años —80 billones de euros— en ciudades en el mundo y que, como el 75% de la infraestructuras que estarán en funcionamiento para entonces aún no está ni diseñado, las decisiones que se tomen ahora repercutirán mucho en el futuro. Por supuesto, salió el concepto smart city, relacionado con otros como eficiencia y prosperidad pero, que yo haya visto, el acento no sobrevolaba por la palabra ciudadanía.