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Sobre este blog

Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.

Por qué hay que meter mano a los servicios privados de movilidad compartida

Manuela Carmena e Inés Sabanés, hace poco más de un año, presentando un servicio de alquiler de motos privado.

Pedro Bravo

De repente, las ciudades se han convertido en un muestrario de vehículos. En esta feria del cacharro compartido y sostenible podemos admirar y usar coches, motos, bicis y hasta patinetes; todos chismes de alquiler y, menos las bicis, eléctricos. Madrid es una de las capitales europeas con más oferta: cinco marcas de motos, tres de coches, dos de bicis. Vendrán más y a más lugares. Y puede que no sea una mala solución de movilidad, pero deberíamos ser conscientes de cómo se están implantando estos servicios. El despiste ante este ataque de modernidad empieza en los gobiernos, ya sea transnacionales o locales. En los ayuntamientos del cambio, también.

Lo explicaba fantásticamente hace unos días Analía Plaza en este reportaje de El Confidencial: las motos y demás vehículos compartidos invaden nuestras calles, no pagan y los ayuntamientos no están muy por la labor de regular el asunto. En realidad, ya hay voces, al menos dentro del consistorio madrileño, que sí creen que hay que meter en cintura y cobrar un canon a estos servicios, pero mientras se deciden, Manuela Carmena y otros miembros del equipo de gobierno se van haciendo fotos en las presentaciones de estas empresas y poniéndose medallas que pueden llegar a pinchar en hueso. La cosa recuerda a la distracción generalizada con la implantación sin freno de Airbnb y demás plataformas de vivienda turística. Y justo en estos momentos estamos viendo lo difícil que se hace desandar caminos así.

La movilidad sostenible y la calidad del aire son cosas muy importantes pero quien tiene el bastón no debe olvidar que gobierna más cosas y, sobre todo, que gobierna las cosas de todos. Por si acaso, aquí van algunos argumentos para que las ciudades se pongan la pila y regulen (y cobren) estas ofertas de transporte.

La defensa de lo público. Ayuntamientos que municipalizan (con éxito) servicios varios dejan operar sin cortes a empresas privadas que, entre otras cosas y como se ve en la imagen, juegan a ser alternativa al transporte público. Cierto que la movilidad compartida genera beneficios sociales —menos coches, menos contaminación—, pero también causa costes. El primero es la ocupación del espacio público: las motos y las bicis aparcadas de cualquier manera en las aceras. Los coches, también los eléctricos, dominando ese 80% del espacio urbano privatizado. ¿Cuál es la diferencia entre la ocupación de un Car2Go, por ejemplo, y la de un coche de un vecino? Pues que el Car2Go va más allá de la privatización del espacio público y supone una mercantilización del mismo. Y no, no se trata de prohibir que así lo haga sino de normalizar la práctica.

La coherencia. Como parte de estas normas, debería haber una coherencia con respecto al comportamiento con otros negocios que operan en la calle. ¿Tienes un bar y quieres abrir una terraza? Tendrás que pedir una licencia, te la darán o no, deberás pagar por esa ocupación y, si no cumples las normas impuestas, te podrán sancionar (ya, ya sé que hay pocas sanciones para tanto incumplimiento). Así, con todo tipo de asuntos: espectáculos y publicidad, alimentación, etc. También con el transporte, por supuesto. De hecho, estamos viviendo la guerra entre los taxis y las empresas que operan con licencias VTC (Uber, Cabify). En la pelea, buena parte de los ayuntamientos se han posicionado a favor del taxi y, por eso, del control de las licencias. ¿Por qué entonces no practican lo mismo con la nueva movilidad compartida?

Las normas. Es probable que el halo de postmodernidad con el que nos vemos en el espejo del presente no sea más que vista cansada, la que nos provoca dedicarle tantas horas a contemplar nuestras pantallas. A los alcaldes, alcaldesas y concejales también les pasa. Por eso quizás no se dan cuenta de que poner normas a estos servicios es lo normal. Poner normas permitiría que las ciudades participasen en la decisión de en qué áreas operan, qué zonas deben cubrir. Poner normas serviría para prevenir qué pasa con los vehículos que se quedan tirados o están mal estacionados. Poner normas es lo conveniente para que no se convierta esto en otra cacofonía futurista. Amsterdam, San Francisco y Nueva York, por ejemplo, no permiten las bicis sin estación, pero esta última ciudad está haciendo pruebas para implantarlas fuera del área de CitiBike, su servicio público de alquiler; pruebas también como concesión desde lo púbico y que parece que no están yendo muy allá, por cierto. En Toronto han limitado la barra libre de aparcamiento de los servicios de car sharing tras protestas de los vecinos (y Car2Go ha anunciado que se va de la ciudad). Por ahí empiezan, pues.

Los datos. Todos estos servicios se usan a través de aplicaciones móviles. Todos ellos, además de llevarte y traerte, acumulan tus datos, los de movilidad y los que puedan. Hay quien asegura, de hecho, que en muchos casos el negocio está más en esa información y lo que luego se hace con ella que en el propio servicio. Yo no lo sé pero sí tengo claro que esa acumulación de datos es importante en este tema. Son datos de ciudadanos usando el espacio público y que serían de enorme utilidad para gobernar la ciudad pero son privados y, como no hay un canon de por medio, en cierta manera regalados. A las ciudades les vendrían muy bien pero no los van a tener. O sí, quizás en algún momento las empresas se los vendan. Toma negocio.

La economía. Ahora mismo, las ciudades son una suerte de mercado financiero, un escaparate para que los fondos de inversión obtengan sus beneficios con la compra-venta de activos. Están por todas partes, son dueños de los pisos en los que vivimos, de los hoteles en los que nos alojamos, de las tiendas en las que compramos y de los bares en los que tomamos un café. Por supuesto, también están detrás de las bicis, las motos y demás —en el caso de los coches, son las marcas de automóviles que se posicionan para adaptarse a los tiempos—. ¿Y? Bueno, que son vehículos de inversión que buscan la máxima rentabilidad en el menor tiempo y que, en muchos casos, ni siquiera necesitan que el negocio sea tal ni que dé un servicio que aporte valor al cliente, sino que les basta con que a otro fondo le haga tilín y apueste por comprarlo más caro. Por lo que cuentan los expertos, no parece fácil que, con los precios que manejan y los costes de operación que se les estiman, muchos de estos nuevos productos de movilidad compartida sean viables. Lo dicho: en realidad no importa. Están aquí para lucirse. Madrid, Barcelona, París, Berlín son decorados, ferias de muestras que sirven para hacer negocios en los que no nos queda un euro ni a los ciudadanos ni a las administraciones. Eso sí, si no hay comprador, si la propuesta no funciona y los cacharros se quedan tirados en las calles, ¿quién se hace cargo? En ese caso sí nos toca pagar.

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Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.

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