Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.
Las normas están para romperlas (sólo si eres Cabify)
Todo embrollo legal es una especie de partida de ajedrez en la que cada lado del tablero hace movimientos en función de los movimientos que piensa que va a hacer el otro. Los embrollos legales entre administraciones y las empresas autodenominadas colaborativas a los que asistimos como ciudadanos y, por tanto, como parte, son algo así. O casi. Toda partida de ajedrez se hace en el contexto de unas normas establecidas asumidas por los jugadores y conocidas por todos. No pasa, por ejemplo, que Magnus Carlsen decida de repente que va a mover el caballo como si fuera una ficha de damas y se coma así las piezas de su contrincante hasta llegar al rey. En las disputas legales que vivimos últimamente, sin embargo, las normas se van haciendo durante la partida. De hecho, las normas sólo las deberían poder escribir las ciudades por eso de que administran los intereses comunes, pero esas empresas tienen un ejército de abogados a su disposición para dibujar encima de las reglas puestas. Por cierto: ayer Cabify anunció que volvía a Barcelona acatando las normas de la Generalitat… A su manera.
A pesar de que anuncia también que seguirá peleando por tirar del todo el decreto, la compañía se convierte en una empresa de transporte y acata lo de pedir el coche al menos quince minutos antes. Pero lo hace efectivo sólo la primera vez por cada cliente, luego se funciona como hasta ahora porque establece un contrato de continuidad del servicio con el que sus legistas creen que pueden sortear eso que trataba de diferenciar su operación de alquiler de vehículo con conductor con la del servicio público de los taxis.
La empresa española con sede en Delaware ha movido ficha y el movimiento generará otros, tanto de las administraciones como de los taxistas. Y, claro, declaraciones de todos los partidos en campaña, perdón, en campañas. Vamos, que se avecina ruido y no nos va a quedar más remedio que soportarlo. Como escribo esto antes de que empiece a sonar muy fuerte, todavía me da para un par de reflexiones.
La primera trata sobre el descaro con que se mueven las empresas de la también autodenominada nueva economía. Lo de Cabify desafiando la norma me trae a la memoria la forma en que Airbnb se negó a dar datos sobre sus usuarios a Hacienda, una partida que empezó hace un par de años y en la que se hicieron varios desaires públicos al mismísimo ministro Montoro. O el mantra que vienen repitiendo sus representantes, eso de que cooperan con las ciudades del mundo cuando están en litigio con casi todas ellas (hace un par de semanas se lo volví a oír en un foro a su director general, Arnaldo Muñoz, que se puso la medalla de cómo colaboraban con Barcelona sin mencionar los años de pelea y la multa de 600.000 euros previas). Es evidente que su estrategia de comunicación tiene un componente de chulería, un atributo que no termina de empastar ni con la innovación ni con la colaboración, pero ellos sabrán.
Una empresa de transporte
Otro asunto a tener en cuenta es, sin embargo, una aceptación. Ahora en Barcelona Cabify dice que sí, que es una empresa de transporte y no una plataforma que intermedia entre conductores y usuarios. Esto, que era un hecho por la naturaleza evidente de su actividad, por su participación económica en compañías de flotas y por la sentencia de 2017 del Tribunal de Justicia de la UE que así lo establecía (era sobre Uber, pero tanto da), estaba oculto en su forma de mostrarse al exterior y ese ocultamiento era esencial en su estrategia comunicativa y legal. Los abogados de la empresa pretenderán mantener que el cambio sólo es para la Ciudad Condal pero quizás aquí hayan dejado abierta una vía para que les entre la regulación necesaria y hasta ahora inexistente en todo el territorio.
Hay otra mirada interesante al movimiento de Cabify. Durante los años que llevamos con este debate, se ha tratado de establecer la cosa como una pelea entre lo nuevo (los VTC) y lo viejo (los taxis) en la que, cómo no, lo nuevo tiene que ganar porque es lo bueno para nosotros. “Con el objetivo de hacer de las ciudades mejores lugares para vivir, hemos creado un modelo de negocio sostenible, guiado por principios básicos de ética que nos ayudan a ser cada vez más comprometidos”. Esto dice Cabify en el quiénes somos de su web. La realidad, sin embargo, no está escrita por un redactor publicitario y por eso es más pedestre. Cabify no ha venido al mundo para salvarlo, sino para hacer dinero o, al menos, para convencer a sus inversores de que puede hacer dinero. Y, para eso, necesita escaparates como Barcelona en los que dejarse ver para mantenerse atractiva. El movimiento de la compañía demuestra que abandonar un territorio con tanta visibilidad como éste es aceptar una derrota muy peligrosa no en su singularidad, sino porque puede ser el principio de muchas otras.
Esto debería hacer entender a las administraciones quién debe tener la iniciativa en la negociación, quién manda en la partida. Hay mucho miedo a legislar a estas empresas que también se dicen tecnológicas, hay poca valentía quizás desde que se gobierna pendiente de Twitter. Y el caso es que poner normas es normalizar. Y lo normal debería ser que los servicios de transporte estuvieran regulados en función de las necesidades reales de las ciudades. Lo normal debería ser que todo el mundo acatara y cumpliera esas normas y ninguna empresa fuese vacilando a nadie por el camino. Lo normal debería ser que estas partidas de ajedrez sólo tuvieran un ganador: el bien común y tal.