Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.
Salvar un gimnasio para salvar la ciudad
Hay un lugar en Barcelona en el que parecen confluir buena parte de los conflictos urbanos, un sitio que podría servir de ejemplo para mostrar lo que va mal en nuestras ciudades. El local es también un punto de encuentro de muchas de las soluciones para esos conflictos, un espacio no sólo físico en el que ha coincidido un puñado de personas e ideas que proponen cambiar el futuro de ese lugar y de la misma ciudad. En el distrito de Ciutat Vella, tan castigado por tantas cosas, allí donde se encuentran los barrios del Raval, Sant Antoni y Poble Sec, hay una inmueble único en el que ocurren cosas estupendas.
El gimnasio Sant Pau se llama a sí mismo social y hace muy bien. Con casi 80 años de historia, ahora es gestionado por una cooperativa de trabajadores que no sólo da servicio como espacio para la práctica de deportes varios a precios populares, sino que ofrece acceso gratuito a personas de colectivos vulnerables y duchas para personas sin hogar, da acceso a adolescentes a cambio de revisar que van bien en los estudios, abre la piscina una vez a la semana para que las mujeres musulmanas puedan nadar y mantiene horarios especiales en Ramadán, tiene vestuarios y da clases para personas trans, permite el registro a las personas sin papeles y, en general, está abierto para todos aquellos a los que se suelen cerrar las puertas.
Todo eso ocurre cada día en un suelo —planta baja y un piso sobre la calle— que es un caramelo para el capital inmobiliario. En esa zona asolada por la gentrificación y la sustitución de vecinos por turistas, el Sant Pau es la promesa de un negocio mayúsculo para la propiedad, la familia Samaranch-Viñas (sin relación, al parecer, con la olímpica).
Por eso, los trabajadores del gimnasio llevan años peleando contra los intentos de expulsión y promoviendo la unión de vecinos, colectivos y profesionales mediante una movilización y una propuesta cuyos planteamientos y objetivos van mucho más allá de la supervivencia del propio negocio y tienen que ver con la activación de procesos de verdadera democracia participativa en los barrios, con un modelo innovador de vivienda con fin social y con una ciudad que sabe que defender y salvar espacios y proyectos como éste es una manera de salvarse a sí misma.
El problema es que, en las pocas semanas que quedan de año, el gimnasio y el proyecto de construir sobre él vivienda social se la juegan: la propiedad ha demandado de nuevo para lograr el desahucio y el Ayuntamiento de Barcelona no termina de ejecutar las decisiones a las que se había comprometido.
La Historia. Al local donde está ubicado el Sant Pau la acción social le viene de nacimiento. En 1940, en este el 46 de la Ronda de Sant Pau, la Sociedad General Aguas de Barcelona abrió sus Baños Populares “para poner al alcance de la población menos dotada un conjunto de servicios higiénicos”. En esos tiempos de postguerra, de pobreza y de viviendas sin agua ni servicios, se ofrecían baños, duchas y piscina a precios posibles. Así fue hasta 1960, que se hizo cargo la Federación Catalana de Natación y se reconvirtió en gimnasio y en la primera piscina con cloro de la ciudad, donde aprendieron a nadar buena parte de los vecinos de Ciutat Vella. Tras un periodo de gestión por parte de las Escoles Pies, en 1992 adquirió el gimnasio un grupo de profesores de INEF. Tras años de buen funcionamiento y rentabilidad, empezaron a acumular deudas e impagos, según parece por malas inversiones. Ante la amenaza de cierre, un grupo de trabajadores de la empresa se hizo con el negocio por un euro y asumió de las deudas. Eso fue en 2012.
En aquel momento, los Samaranch-Viñas ya llevaban unas cuantas décadas siendo propietarios de ese local y de más suelo en los alrededores. En 2007 ya intentaron venderlo para hacer un hotel, pero la idea, junto a unos cuantos miles de euros de inversión inicial, voló con la crisis. En cualquier caso, tenían muy claro que el negocio y la rentabilidad que ellos querían no estaba en el alquiler del local a un gimnasio social.
El gimnasio. Lo social aquí no es pose, va en la actitud de cada uno de los trabajadores y hasta de la gente que visita y apoya al gimnasio. Lo pude ver durante mi visita ahí, con un aguacero otoñal convirtiendo finalmente Barcelona en Venecia y un constante trajín de clientes diversos: chavales que salían de la escuela, personas mayores del barrio, inmigrantes y hasta turistas que preguntaban precio para seguir en forma mientras duraba su visita. Ese día, a la hora del cierre, dos subsaharianos estaban sentados en las mesas de la entrada aprendiendo español con una aplicación del móvil. Uno de ellos, calzado con unas chanclas de plástico, acabó pisando las calles encharcadas con unas zapatillas que insistió en darle Ernest Morera, ex director y socio del centro.
Según me contó él mismo mientras me enseñaba el espacio, el fin social lo pusieron él y el resto de los trabajadores que se hicieron con el negocio en 2012. Por trayectorias y convencimientos personales, pero también porque, al tener que enfrentarse a las deudas y la presión, decidieron que, ya que se la jugaban, que fuese por un proyecto que les llenase de ilusión. Y, así, escuchando las necesidades de esos barrios en los que el brillo del éxito no puede tapar la desigualdad y la exclusión, fueron haciendo del Sant Pau una herramienta esencial para la asistencia social en Barcelona.
Hoy, el Sant Pau, con 500 socios, ofrece demás actividades deportivas a 900 personas vinculadas a más de treinta entidades (acoge especialmente niños, refugiados y otros colectivos vulnerables), mantiene un servicio de duchas para gente sin hogar (unas 1.100 al mes), permite acceso a personas sin papeles, escucha las necesidades especiales de todo tipo de personas y todo lo hace a cambio de no recibir ni un euro ni de las administraciones ni de organizaciones del tercer sector. El Sant Pau, que es un gimnasio de barrio modesto, de buen tamaño y con unas instalaciones dignas pero en absoluto actualizadas, ha estado años funcionando como una casa de acogida y lo ha hecho poniendo el tiempo y el dinero de sus socios trabajadores y, además, en silencio, sin lucirse, porque había que hacerlo. Así, hasta que llegó el conflicto que parecía definitivo y salieron a contar y a contarse.
El conflicto. En 2016, los trabajadores propietarios del gimnasio decidieron que no podían más, que cerraban. Aunque habían ido reduciendo la deuda y las pérdidas y consiguiendo una buena facturación, seguían con un déficit anual de entre 15.000 y 20.000 euros y estaban rotos física y emocionalmente. Se lo comunicaron al Ayuntamiento para ver quién y cómo se iba a hacer cargo de todas las personas a las que daban asistencia. El Ayuntamiento dijo que no podían cerrar y empezó una negociación para recibir en torno al 8% del presupuesto como subvención. Y, aunque suene raro, los problemas fueron a peor.
La negociación fue rápida y acabó bien. El trauma vino por la diferencia entre los plazos de la administración y los de la vida misma. Pensando que serían dos o tres meses y ante lo acuciante de la situación económica, el gimnasio decidió sólo pagar sueldos y consumos y no hacerse cargo del alquiler. Pero la cosa se alargó —finalmente, sólo ha habido una ayuda en forma de convenio durante un año— y el Sant Pau se metió en un lío de verdad.
La propiedad vio por fin la oportunidad de hacer su negocio. En pleno subidón inmobiliario llegó la debilidad de sus arrendatarios forzada por las promesas y la lentitud burocrática. Y entonces, justo cuando el desahucio parecía cantado, nació el movimiento Salvem el Sant Pau.
Por primera vez, los trabajadores del gimnasio en vez de dar ayuda, la pidieron. Primero llegó el potente movimiento cooperativo barcelonés, al que acudieron en busca de apoyo “sobre todo emocional”, pero que acabó aportando mucho más. De hecho, el gimnasio pasó de ser SL a ser cooperativa. Lo cuenta Ferrán Aguiló, activista, miembro de multitud de proyectos cooperativos (Mon Verd, Germinal, Biciclot, La Borda…) que hoy es también parte de ésta y una de las primeras personas que acudió a interesarse por su situación: “Vi el escenario y planteé que una buena estrategia para afrontar los retos, que no sólo eran económicos, también de organización y de estados de ánimo, podía ser sumarse al movimiento cooperativo”.
A partir de aquel momento, la red de apoyos se multiplicó. Alrededor de cuarenta colectivos y entidades se sumaron a la defensa del gimnasio —una agrupación heterogénea: de las Escoles Pies al Consejo Islámico de Cataluña, pasando por multitud de Fundaciones y servicios sociales, asociaciones vecinales y de comerciantes y hasta centros penitenciarios— y, también, centenares de vecinos del barrio y de toda la ciudad. Hubo movilización en redes sociales, concentraciones en la plaza de Sant Jaume, repercusión en medios, una agitación que logró cambiar un resultado que parecía obvio. Y algo más.
No sólo no hubo desahucio, sino que el movimiento Salvem el Sant Pau consiguió frenar la negociación por la que la propiedad pretendía, a cambio de dejarles seguir con su actividad un par de años, construir viviendas en un solar colindante en el carrer de Reina Amalia. Finalmente, se logró que el Ayuntamiento comprara ese suelo para hacer vivienda social y la garantía de seguir cuatro años más con el gimnasio. Pero el movimiento quería más.
La propuesta. Entre toda la gente, colectivos e individuos, que se había sumado a la defensa del gimnasio había tanta capacidad de movilización, tanto conocimiento y experiencia y tantísimas ganas de pensar y probar otras formas de hacer ciudad que el movimiento Salvem el Sant Pau acabó convirtiéndose en Habitem el Sant Pau. Un equipo multidisciplinar formado por arquitectos, urbanistas, abogados, economistas y activistas empezó a pergeñar una propuesta que trataba de extender en vertical la acción social del gimnasio y que podría llegar a ser algo así como el reverso luminoso de la mercantilización del distrito y de la ciudad.
Intento resumir lo que propone ese proyecto: sobre la planta del Sant Pau se construye vivienda, pero en un modelo híbrido entre lo cooperativo, lo social y lo asistencial. De las 47 viviendas, once más una se dedican a personas en riesgo de exclusión (el más uno es para un trabajador social). El resto son en régimen cooperativo y al mismo tiempo público, en un formato innovador basado en los Community Land Trust anglosajones —con una gestión entre administraciones y vecinos que funciona desde hace más de cuarenta años en lugares de EE. UU, Canadá y Reino Unido—.
Pero la novedad no acaba aquí y también está en la forma construir, en un modelo llamado ATRI (Agrupaciones Tácticas de Repoblación Inclusiva) creado por gentes dentro del colectivo y que propone, entre otras cosas, contratar equipos y materiales con criterios sociales, de cercanía y de sostenibilidad, aplicar sistemas constructivos más rápidos y modulares y, al tiempo, reversibles y terminar el trabajo en modo participativo y con técnicas de autoconstrucción como forma no sólo de abaratar costes sino de conseguir la cohesión entre los distintos habitantes.
“Con el modelo ATRI podíamos trasladar lo que de alguna manera estaba ocurriendo alrededor del Sant Pau, el diseño social, el modelo de gestión, a criterios arquitectónicos. Además, era una manera de construir con una afección mínima a la actividad del gimnasio”. Quien habla es David Juárez, fundador del estudio de arquitectura Straddle3, miembro de la red de construcción participativa Arquitecturas Colectivas y parte del equipo impulsor de la propuesta que vertebra Habitem el Sant Pau. “Lo que queríamos demostrar con la propuesta, y con ATRI, es que hay métodos posibles de desarrollar vivienda pública o social en los centros consolidados de las ciudades. Desde un ángulo urbanístico, buscando vacíos urbanos propicios para ser complementados con la instalación de vivienda, algo que nos gusta llamar odontología urbana; pero también el formato trabaja desde un ámbito jurídico, para que esos espacios no convencionales puedan albergar este tipo de alojamientos”.
Para que todo esto ocurriera, era necesaria una premisa: la propiedad del suelo debía ser pública. Habitem el Sant Pau inició una movilización destinada a conseguir que el Ayuntamiento de Barcelona comprara el inmueble. Por un lado, se buscaba incluir el asunto en la multiconsulta popular anual instaurada por el gobierno de Barcelona en Comú. Por otro, llevar el tema al pleno del Ayuntamiento. Para la recogida de firmas destinada a llegar a la votación popular se movilizaron más de 400 personas en 68 puntos de la ciudad, aparte del jaleo en redes sociales, y se consiguió llegar a las 21.000 exigidas aunque, finalmente, la propuesta no acabó saliendo a votación por un defecto de forma que desde el gimnasio consideran muy estricto. Pero aún quedaba la baza del pleno.
El 25 de mayo de 2018, a propuesta de la CUP y con votos a favor de todos los grupos menos la abstención de PP y PSOE, el Ayuntamiento de Barcelona aprobó la compra, antes del 31 de diciembre de 2018, de la finca situada en el 46 de la Ronda de Sant Pau —compra que debía ser por parte del propio Ayuntamiento, el consorcio de vivienda o la Generalitat y dentro del rango de precios establecido por el consistorio—, respetar el gimnasio y destinar lo construido a vivienda social y hacerlo a partir del proyecto propuesto desde Habitem el Sant Pau. Una victoria que en realidad no lo era tanto.
La situación. Hoy el Sant Pau peligra más que nunca, el proyecto de vivienda social y el propio gimnasio. A menos de un mes del fin del año y del compromiso del pleno, el Ayuntamiento no ha movido ficha para ejercer la compra comprometida. La cooperativa de trabajadores se ha reducido de dieciséis a diez, se ha bajado los sueldos un 30% y ha aumentado sus jornadas laborales para igualar ingresos y gastos y facilitar la solución pactada. También ha buscado otra vía y, en vista de la inacción del consistorio: ha contactado con unos posibles compradores del edificio, un grupo de empresas que construirían vivienda destinada al mercado libre, pero con el compromiso de mantener el gimnasio abierto, garantizar su futuro y el trabajo de los cooperativistas y el de ofrecer vivienda asistencial en otros inmuebles de la ciudad.
La propiedad, por su parte, tiene prisa por quitarse de en medio el gimnasio y vender. En este tiempo, el Ayuntamiento de Barcelona ha aprobado la norma que obliga a que las nuevas promociones inmobiliarias dediquen el 30% a vivienda social, pero como su aplicación empieza en 2019, el mercado ahora está más caliente que nunca. Por eso, los Samaranch-Viñas han vuelto a pedir el desahucio por impago de tres rentas, falta de mantenimiento y ausencia de seguro. El juicio se celebró la semana pasada y la sentencia llegará la que viene y, aunque tiene mala pinta, el Sant Pau asegura que recurrirá si es en su contra.
Y el Ayuntamiento, ¿qué dice? La respuesta la envían desde el departamento de prensa en un coreo electrónico que no admite mucha pregunta de vuelta y que dice lo siguiente: “Esta adquisición (la del gimnasio) se podría llevar a cabo si se cumplía con dos requisitos esenciales: que la Generalitat se implicase en la operación y que la propiedad estuviese dispuesta a vender el inmueble a un precio que estuviese dentro de la instrucción de precios que tiene el Ayuntamiento de Barcelona para la adquisición de bienes inmuebles (…). A día de hoy, mantenemos el contacto tanto con el Gimnàs como con la propiedad del edificio en el que éste se ubica con tal de garantizar que el proyecto del Gimnàs Sant Pau pueda tirar adelante sea con la fórmula que sea y sin suponer necesariamente la compra del inmueble por parte del Consistorio, a no ser que se cumplan los requisitos previstos que se verbalizaron en el Pleno de mayo de 2018”.
Por lo que cuentan quienes están cerca de esas negociaciones, el Ayuntamiento no va a ejercer esa opción de compra. Hay quien dice que porque ya se ha gastado todo el presupuesto para este tipo de adquisiciones y hay quien sostiene que no lo va a hacer porque prefiere centrarse en proyectos de vivienda más amplios y que acojan a más gente. Para terminar de rematar el panorama, el renovado y muy cercano mercado de Sant Antoni tiene prevista la apertura de un gimnasio, privado y de bajo coste, tras una licitación municipal.
En la cooperativa y su entorno, en el que hay gente muy metida en los comunes, hay distintos grados de desesperanza ante la actitud del Ayuntamiento. En el caso de Ferrán Aguiló, lo que hay un enfado monumental y comprensible que se expresa así: “Lo único que pedimos es que se retire de una vez, que deje de hacer ruido, porque nosotros no podemos sobrevivir más allá de diciembre si no hay compromiso de compra. El Ayuntamiento no está haciendo su labor desde el punto de vista social, nos envía gente y no nos aporta nada. Necesitamos que nos deje negociar con las empresas que hemos conseguido que se interesen por nosotros. Si nos tenemos que hundir, nos hundiremos solos, pero que no nos hundan ellos”.
El Sant Pau se enfrenta en estos días a la que puede ser la pelea final. La mayoría de los trabajadores lo único a lo que aspiran como Ferrán, es a que acabe y a mantener sus trabajos, les vale salvar el gimnasio a través de ese acuerdo de compra negociado por ellos. Entre el colectivo de apoyo, aún hay quien ve posible el proyecto de construcción social y comunitaria. En cualquier caso, aprovechando la sentencia y la cuenta atrás, el Sant Pau promete más movilizaciones, más presión.
El momento es clave y la cuestión también. El ayuntamiento que preside Ada Colau cometería un tremendo error dejando morir el gimnasio y no haciendo un último esfuerzo por salvar su innovadora propuesta. Es verdad que a los gobiernos les entra una parálisis especial en periodos preelectorales y que la situación en la ciudad condal es delicada, pero se supone que Barcelona en Comú no se presentó ni fue elegida para comportarse como un gobierno cualquiera. Como decía al principio del texto, el Sant Pau y su proyecto muestran buena parte de los conflictos urbanos y proponen soluciones para ellos: gentrificación, emergencia habitacional, desigualdad, exclusión, vivienda social, integración, participación vecinal, democracia… No entenderlo así y dejar que la batalla se pierda sería una decepción difícilmente soportable para los trabajadores del gimnasio y para las personas y colectivos que llevan años movilizándose a su favor. Y para la propia ciudad.