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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Viva Las Vegas, vivo en Las Vegas

Las Vegas es una ciudad diseñada para el ocio. La capital mundial del entretenimiento, como se dice a sí misma, lo es desde que en 1931 se legalizó el juego en su Estado. En seguida vinieron los grandes hoteles y los casinos. La historia del lugar está muy contada en libros, películas y canciones: inversiones millonarias, pelotazos inmobiliarios, rentabilidades extremas, corrupción, mafia, rat pack y tal. Por mucho que uno sepa, sigue siendo impresionante toparse de noche con el reflejo de las luces de todo ese dispendio en el cielo que cae a plomo sobre el desierto de Nevada. También lo es aterrizar de día y ser asaltado en la ventanilla del avión por imitaciones de París, Venecia o Nueva York. Las Vegas es una ciudad turística inventada que se ha hecho a base de copiar la realidad y convertirla casi en parodia, siempre con el juego como eje de su modelo de negocio. Así ha sido hasta ahora.

El otro día leía una crónica de Mónica Montero en El País Semanal en la que contaba que Las Vegas se ha reinventado en vista de que lo del juego ya no funciona como antes. Y se ha convertido en la capital mundial de los DJ estrella, algo así como un una Ibiza en el desierto, un festival permanente. También ha invertido en profundizar en su versión del deporte espectacular y atraer grandes franquicias para contar con una oferta de temporada. Los Oakland Raiders de fútbol americano van a ser de allí y se buscan más equipos de la NBA y otras ligas profesionales. La lectura del texto me generó bastante confusión. No tanto por Las Vegas, que entiendo que tiene un modelo de ciudad basado en el turismo y el consumo, sino por el resto de las urbes del mundo. Quiero decir, ¿sigue Las Vegas siendo un reflejo exagerado de las ciudades globales o, al contrario, éstas son las que imitan a la capital mundial del entretenimiento?

No hace falta irse muy lejos en el tiempo ni en el espacio para pillar dos ejemplos que pueden ayudar a hallar la respuesta. El pasado fin de semana, Madrid acogió la final de la Champions y Barcelona, el Primavera Sound. No voy a entrar en ninguno de los dos eventos, a los que ya la actualidad ha dejado viejos; tan sólo sirven de muestra del posicionamiento de ambas ciudades, y de tantas otras, como lugares en los que ocurren cosas excitantes: celebraciones deportivas —incluidas las de los equipos locales, para los que todo son facilidades—, festivales musicales con subvención, eventos internacionales de lo que sea que brille mucho. Se trata de atraer gentes y miradas de todo el mundo, de mantener la marca constantemente lustrosa y luminosa, como si fuese un neón del Strip.

Los aún gobernantes de Madrid, a pesar de declararse preocupados por los conflictos urbanos derivados del aluvión turístico, presumen públicamente de que la capital ahora es un imán para los visitantes. En Barcelona, la administración que encabeza Colau llegó al poder con el turismo como principal problema percibido por los vecinos y ha trabajado en cierta contención, a través del Plan Estratégico, la moratoria hotelera o el Plan Especial Urbanístico de Alojamientos Turísticos (PEUAT). Pero se ve que la firmeza es muy difícil de mantener ante las presiones y ahí están para demostrarlo las polémicas por la ampliación de la Fira y del MACBA que explica muy bien en este texto David Bravo.

Museo y especulación

De hecho, en Barcelona está pasando ahora mismo algo que escenifica las complicaciones para frenar esta tendencia a hacer de las ciudades espacios para el espectáculo constante por muy buenas intenciones que se puedan tener. Hablo de la pretensión de construir una franquicia del Museo Hermitage en la nueva bocana del puerto, una zona ya bien explotada por la presión turística y un negocio en el que, por supuesto, hay detrás un interés especulativo inmobiliario, como explica este reportaje de La Directa. A pesar de los titulares que se encuentran por ahí, los vecinos no están a favor. Los movimientos sociales y las asociaciones vecinales más creíbles han firmado un manifiesto conjunto, No a l'Hermitage. L'art de l'especulació, que protesta contra la especulación, el aumento de la turistificación, los problemas de movilidad que generará el proyecto, la tapadera cultural y los datos manipulados de creación de empleo. El Ayuntamiento de Barcelona, el que todavía es, ha “mostrado sus reservas” ante el plan, pero, aparte de que hay que ver quién y cómo ocupa las oficinas de la Plaça de Sant Jaume, es posible que no pueda hacer nada por pararlo. El suelo es de la Autoridad Portuaria de Barcelona, que depende del Ministerio de Fomento. La decisión, por tanto, no compete a la ciudad. Y con esto llegamos a uno de los meollos de la cuestión urbana: las competencias.

Imaginemos que ahora mismo hubiera en España un gobierno municipal de una gran ciudad que quisiera realmente parar la dinámica del modelo extractivo y especulador que tiene al turismo como excusa —lo cual es mucho imaginar, ya sé, en vista de la experiencia y de los resultados electorales—. ¿Cómo podría hacerlo si la decisión final de cuántas personas van a llegar a través de puertos y aeropuertos no está en su mano? Y en cuanto a la gestión de la vivienda, ¿se puede pelear realmente por recuperar su función social desde una administración con escasos recursos y competencias y con un suelo cuya propiedad está repartida entre tantos agentes?

Cito otro texto y acabo. Feargus O'Sullivan explica en CityLab cómo Ámsterdam quiere pero no puede realmente controlar la masificación que impone el modelo. La ciudad ha ordenado un montón de normas en los últimos tiempos, desde regulación de alojamientos turísticos a control de negocios en barrios céntricos pasando por el aumento de la tasa turística. Pero lo cierto es que el área metropolitana va a tener decenas de nuevos hoteles, los aeropuertos de la zona se están ampliando y se está acabando la nueva terminal del puerto de cruceros. Así está la cosa en un lugar con 830.000 habitantes y 17 millones de visitantes el año pasado. Así está la cosa en casi todas partes.

Lo dicho, acabo. ¿No hay conclusión, entonces, en este texto? Claro que sí. Que me voy buscando un traje de Elvis.

Las Vegas es una ciudad diseñada para el ocio. La capital mundial del entretenimiento, como se dice a sí misma, lo es desde que en 1931 se legalizó el juego en su Estado. En seguida vinieron los grandes hoteles y los casinos. La historia del lugar está muy contada en libros, películas y canciones: inversiones millonarias, pelotazos inmobiliarios, rentabilidades extremas, corrupción, mafia, rat pack y tal. Por mucho que uno sepa, sigue siendo impresionante toparse de noche con el reflejo de las luces de todo ese dispendio en el cielo que cae a plomo sobre el desierto de Nevada. También lo es aterrizar de día y ser asaltado en la ventanilla del avión por imitaciones de París, Venecia o Nueva York. Las Vegas es una ciudad turística inventada que se ha hecho a base de copiar la realidad y convertirla casi en parodia, siempre con el juego como eje de su modelo de negocio. Así ha sido hasta ahora.

El otro día leía una crónica de Mónica Montero en El País Semanal en la que contaba que Las Vegas se ha reinventado en vista de que lo del juego ya no funciona como antes. Y se ha convertido en la capital mundial de los DJ estrella, algo así como un una Ibiza en el desierto, un festival permanente. También ha invertido en profundizar en su versión del deporte espectacular y atraer grandes franquicias para contar con una oferta de temporada. Los Oakland Raiders de fútbol americano van a ser de allí y se buscan más equipos de la NBA y otras ligas profesionales. La lectura del texto me generó bastante confusión. No tanto por Las Vegas, que entiendo que tiene un modelo de ciudad basado en el turismo y el consumo, sino por el resto de las urbes del mundo. Quiero decir, ¿sigue Las Vegas siendo un reflejo exagerado de las ciudades globales o, al contrario, éstas son las que imitan a la capital mundial del entretenimiento?