Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.
La vuelta del pesimismo a las ciudades: llega la política de la farsa y la furia
Hace cuatro años por estas fechas se empezó a vivir un clima de optimismo urbano en el mundo que no sólo tenía que ver con los resultados de las municipales de aquí, aunque sí tenía bastante relación. En España llegaron los ayuntamientos del cambio a Madrid, Barcelona, Valencia, Cádiz, Zaragoza, Santiago, A Coruña y Ferrol. Detrás de esas confluencias hubo un trabajo largo y espeso en torno a un movimiento municipalista que venía de la concepción no partidista y muy participativa de la política surgida del 15M. Fuera de España, todo esto fue visto con admiración por los sectores más activistas y con sorpresa y expectación por el resto. No me lo invento, he comprobado cómo Carmena y Colau eran tratadas casi como estrellas del rock en grandes cumbres como la de alcaldes de Bogotá y Hábitat III en Quito, ambas en 2016. La otra estrella de esas reuniones era Anne Hidalgo, la alcaldesa socialista de París y otro icono de la ola de optimismo de la que hablo. Sadiq Khan en Londres es otro ejemplo; incluso Bill de Blasio en Nueva York, aunque pueda estar en las antípodas del municipalismo de aquí. De hecho, lo que unía a todos estos alcaldes y alcaldesas y a la expectación sobre ellos no era tanto la ideología sino la forma de enfrentar a los retos urbanos.
Las ciudades son generadoras pero también sufridoras de los grandes problemas del mundo: la desigualdad, la emergencia climática, los problemas de vivienda... También pueden ser, por eso, creadoras y canalizadoras de las soluciones. Durante estos años, hemos visto cómo estos asuntos llenaban el discurso de los gobernantes municipales —algunos por convicción, muchos por simple imitación— y, por tanto, de la conversación. En poco tiempo, todos hemos aprendido a hablar más y mejor de movilidad, espacio público, gentrificación, turistificación, resiliencia, participación, etc. La cultura y el interés sobre lo urbano han crecido junto a ese optimismo en el que, de alguna manera, se ponía en las ciudades la esperanza como resistencia progresista frente a otros poderes en los que iba abriéndose paso el autoritarismo.
Posiblemente, ha habido más ruido que nueces. Precisamente en estos años han avanzado más rápido que nunca los traumas urbanos, azuzados por la voracidad de unos capitales cada vez más concentrados y poderosos, que operan por el mundo como si fuese su jardín y que han pasado por encima de casi todas las buenas intenciones de alcaldes y alcaldesas. Siendo realistas, no ha habido un giro copernicano, no ha habido tanto cambio. Puede que hubiera hecho falta más tiempo, seguro que se necesitaba más valentía. En cualquier caso, ha sido buena y era muy necesaria esta ola de optimismo y de conversación ciudadana. Y, sí, estoy escribiendo en pasado.
Este fin de semana, con la toma de posesión de los nuevos cargos en los municipios de España, creo que hemos asistido al inicio de un cambio de ciclo. Se acabó el optimismo y, otra vez, posiblemente no sea sólo aquí. Lo que espera a Madrid puede ser el mejor ejemplo. Un ayuntamiento de una gran capital europea gobernado gracias a un partido ultra, racista, homófobo y autoritario al que probablemente le caerá algún puesto de mando. El anuncio de la suspensión inmediata de una de las zonas de bajas emisiones más eficaces y elogiadas del mundo justo cuando ya casi nadie duda de la necesidad de actuar contra la crisis climática. El foco en la okupación como problema y no como consecuencia de la emergencia habitacional que vivimos y que va a ir seguro a peor con las medidas propuestas por el nuevo gobierno. Pero no es sólo Madrid.
Incluso en Barcelona, donde sí habrá cuatro años más de alcaldía de Barcelona en comú (junto al PSC y con los votos de los independientes de Valls), el optimismo se ha acabado. La toma de posesión de Ada Colau fue la foto de una ciudad rota y dividida en varios pedazos por cuestiones que no tienen nada que ver con lo urbano. Y aquí está la clave para sentir el pesimismo.
La era de la ira y la mentira
Al mismo tiempo que en estos cuatro años soplaba ese viento de cambio que luego no ha sido para tanto, empezaba otra corriente completamente contraria, un aire sucio que se ha ido alimentando de la ira y la mentira hasta hacerse irrespirable. Vuelvo al ejemplo de Madrid. Uno puede estar más o menos de acuerdo con lo que ha hecho o dejado de hacer Manuela Carmena y su equipo, pero es evidente que ha sido una gestión nada radical; socialdemócrata, como mucho. Sin embargo, los partidos ahora en el poder se han dedicado a hacer una oposición, en este caso sí, radical y sin matices. Han acusado de populista y antisistema a una alcaldesa empeñada en quedar bien con todos y que, si ha roto algún plato, desde luego no ha sido en el entorno IBEX. Han sido irresponsables porque han cavado un agujero que divide a los ciudadanos y en el que han caído asuntos que deberían ser de consenso como la lucha contra la contaminación y en favor de la salud, la defensa del transporte público y la vivienda asequible. La mayoría de los medios de comunicación son también responsables de esa irresponsabilidad. Durante cuatro años han mentido, han desinformado y han ignorado el interés de sus lectores y de la ciudadanía en general, quién sabe si en busca de cliks o por intereses más oscuros. Igual ha pasado en casi todas las ciudades españolas que quisieron cambiar, igual está pasando en todas las del mundo.
La nueva política ahora es la de la farsa y la furia. Es así porque así es la nueva comunicación que imponen los algoritmos. Y ésta es así porque así lo quieren esos capitales que juguetean por el mundo como si fuese suyo. Y con nosotros: nos quieren enfadados, divididos e individualistas. Lo explica muy bien Marta Peirano en su reciente libro, El enemigo conoce el sistema (Debate, 2019), sobre la tecnología y las redes como herramientas de control social. En el capítulo final habla de cómo era antes la vida social en la ciudad, llena de entornos de encuentro y de discusión —la vecindad, la escuela, el colegio, el comercio e incluso la iglesia— y, por eso, llena de diversidad y responsabilidades comunes. “Estas instituciones, que estaban basadas en la negociación permanente de la diferencia y se enriquecían con ella, habían sido degradadas por la burbuja inmobiliaria, los colegios concertados, el desembarco de franquicias y multinacionales y la privatización de los servicios sociales antes de que llegara la red social. La tribalización algorítimica no es su sustituta. Es la infección oportunista que se ha hecho fuerte en su ausencia”. La infección que está llegando a las urbes.
El pesimismo ha vuelto a las ciudades por el cambio de gobierno pero también por la forma en que se ha producido. Estos años de titulares destructivos, de mentiras absolutas y de bandos irreconciliables han conseguido hacer irrelevante lo importante e innegociable la división. Por eso el cambio de gobierno, por eso la incapacidad negociadora. Por eso, y tengo que volver al ejemplo de Madrid, hay un partido que escupe mensajes ultras y esconde un programa económico absolutamente neoliberal ayudando en el gobierno de la ciudad. Una muestra de la ola de autoritarismo al servicio de los mercados que está ensombreciendo el mundo ahora mismo.