Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.
¿No vuelvo a ir a Benidorm?
Como si este blog fuese un vehículo en viaje de vacaciones hacia la costa levantina, de repente paro el cacharro y me doy una palmada en la frente. Me he dejado a Freda. Freda Jackson es la señora inglesa que se quejó a su agencia de viajes por llevarla a un hotel de Benidorm lleno de españoles. Freda tiene 81 años y probablemente esté haciendo lo que otros compatriotas: presentar una queja inventada a ver si se lleva algo a cambio; está feo pero tampoco es como para dejarla tirada por ahí. A Freda la saqué de paseo en el texto anterior pero me enredé a analizar el estudio sobre viviendas turísticas de la CNMC y me olvidé de ella. Doy la vuelta, la subo de nuevo y trato de explicarle por qué Benidorm, que es símbolo del turismo masivo y popular y por eso diana de quejas y muecas de asco, es al mismo tiempo modelo turístico y urbanístico de éxito.
Le cuento a Freda que, aunque lo suyo ha sido noticia tanto en Reino Unido como en España, no parece que haya habido daño reputacional. Este agosto, la ciudad pone el cartel de lleno absoluto. O sea, este mes la población flotante puede llegar a las 500.000 personas en un lugar con algo menos de 70.000 habitantes empadronados. Benidorm no es moco de pavo: es el cuarto destino turístico de España, que es el segundo destino turístico mundial. En 2017, hubo 16,4 millones de pernoctaciones en la ciudad, sólo por detrás, y no demasiado, de Barcelona, Madrid y San Bartolomé de Tirajana, en Gran Canaria. En general, sus cifras asustan.
En Benidorm hay 77 torres de más de 25 plantas y 27 de más de 100 metros de altura, entre ellas, In Tempo y Gran Hotel Bali, de 200 y 186 metros; es la segunda ciudad de España, tras Madrid, con más rascacielos de más de 150 metros; y la primera del mundo por habitante. Hay 130 hoteles con 28.000 habitaciones y más de 41.000 camas. Hay once campings y más de 4.500 apartamentos regularizados y no se sabe cuántas viviendas turísticas. Hay unas 60 agencias de viaje, más de 1.100 establecimientos de restauración, 25 discotecas y 29 salones de juego y azar. Benidorm es la ciudad de vacaciones de Europa, más de la mitad de los visitantes son de fuera (llegan a ser dos tercios, según la temporada), la mayoría británicos, como Freda, pero también muchos holandeses y franceses. De los de aquí, los más numerosos son los madrileños y los vascos, que van más o menos a la par. Sólo un dato más, de esos con comparación para epatar: en las duchas para pies de las playas de Levante y Poniente, en un mes como éste, se consumen casi 19.000 metros cúbicos de agua, suficiente como para llenar seis piscinas olímpicas.
Como digo, las cifras abruman y me hacen recordar aquella canción de Los Nikis, No vuelvo ir a Benidorm. Se la pongo a Freda pero a ella, tenía que haberlo imaginado, no le gusta la música española. “Nunca más me fío de un anuncio, nunca más”, cantan los de Algete y, seguramente sin saberlo, dan con una de las claves del éxito de la población Alicantina.
Pedro Zaragoza, el alcalde
Benidorm en 1950 tenía menos de 3.000 habitantes y en 17 años ya había multiplicado por diez su población. El artífice del ¿éxito? fue Pedro Zaragoza, alcalde durante ese periodo. Cuenta la leyenda —y un estupendo corto llamado Bikini, dirigido por Óscar Bernácer— que el alcalde viajó en 1953 de Benidorm a Madrid en su Vespa 125 para convencer a Franco y a Carmen Polo de que había que dejarse de ranciedades y permitir el biquini en sus playas, que él podía convertir ese pueblito de pescadores en la ciudad más turística de Europa. Dice el corto, y la leyenda, que a Franco le persuadió mostrándole un plan de ordenación urbana que se adelantaba y daba sentido a uno de los apodos que tiene la ciudad, Beniyork, y que para camelar a doña Carmen se tuvo que inventar el Festival Internacional de la canción.
La realidad es que en aquellos años el turismo se utilizó en Europa —igual que ahora en otros sitios— como ariete para la introducción de la economía de mercado. Estados Unidos, con su plan Marshall, vio en este sector una vía estupenda para ampliar el tablero de juego capitalista y establecer sus normas. A España, como nos contó Berlanga, no llegó aquello pero sí las presiones internacionales para que nos fuésemos abriendo al mundo, al menos en lo económico. En 1948 se creó el lema Spain is beautiful and different (en el 57 nos quedamos sólo con lo de different) y en el 50, el Ministerio de Información y Turismo, con Gabriel Arias Salgado al mando antes que Manuel Fraga. En 1958 España ingresó en la OECE (antecedente de la OCDE) y en el Fondo Monetario Internacional y, al año siguiente, entró en vigor el Plan de Estabilización Económica y Liberalización que devaluó la peseta y estableció un cambio fijo con el dólar, el país se abrió a la inversión extranjera y se concentró en el desarrollo del turismo. En 1959, la llegada de visitantes subió un 15%. En 1960, un 57%. Vale, ¿y Pedro Zaragoza?
El alcalde de Benidorm, efectivamente, no provocó esa ola pero la supo surfear como nadie en ese momento. En primer lugar, y volviendo a lo del anuncio que cantaban Los Nikis, embotellando el sol, como él mismo decía. Zaragoza fue un as de la publicidad y urdió mil y una estrategias de comunicación que cautivaron a gentes de todo el mundo. Por ejemplo, se trajo de Noruega una familia lapona para pasear y posar con su traje típico en la playa e invitó a todos los vascos que se casaron el día de la Virgen de Begoña a una semana de vacaciones (por esta y otras cosas los turistas de allí son legión en Benidorm). Pero, aparte de este tipo de promociones, supo muy bien cómo hacer las otras, las urbanísticas.
Benidorm se inventó a sí misma, bueno, la inventaron Zaragoza y sus gentes, como una ciudad moderna, es decir, como una ciudad densa y compacta, que prefirió crecer en altura, tener espacios de socialización y ser capaz de asumir esos crecimientos poblacionales loquísimos sin perder su esencia y sin resultar una lata de sardinas para los visitantes ni una mancha que se extiende sin parar por el mapa. Le cuento a Freda todo esto y le explico que los defensores del modelo de esta ciudad, que son muchos y de mucho postín, la califican como “laboratorio urbano”, pero no parece que le impresione mucho. No sé, quizá es que ella es más de Le Corbusier. Subo un poco la música para superar este incómodo silencio y pillamos a Los Nikis en otra parte de su canción: “Sólo hay elefantes en top less, por qué no viene el monstruo del lago Ness”. Y aquí sí que Freda, que resulta que habla español perfectamente, se subleva.
“Una sociedad igualitaria”
De Benidorm se ha reído y se ríe mucha gente para reírse así de otra gente, de gente como Freda. Hay bastante esnobismo en ciertas críticas a la ciudad y a sus visitantes y eso no sólo inquieta a mi compañera de viaje, también hace sonar la voz de los defensores del modelo. Como digo, son muchos, pero quizá el más destacable sea Mario Gaviria.
Gaviria, que murió en abril de este año, era sociólogo y fue pionero de muchas cosas buenas. Del movimiento ecologista, del urbanismo más social y de la visión crítica sobre el turismo industrial. Por eso cuenta mucho que un hombre como él dedicase muchos años de investigación al asunto Benidorm y elogiase su diseño y concepción no sólo desde el punto de vista urbanístico. “El lugar crea xenofilia —dejó dicho el que fue primer impulsor de la candidatura de la ciudad como Patrimonio de la Humanidad, algo que todavía se intenta—, busca la felicidad del individuo. El sentimiento que uno obtiene en Benidorm es el de una sociedad igualitaria, el de un modelo extraordinario que no se ha reconocido y nadie ha sabido imitar”.
Benidorm es un lugar donde cabe todo el mundo. Cabe Freda y otras jubiladas y jubilados como ella, más o menos quejosos, más o menos británicos; caben jóvenes que se bajan 30 pintas de cerveza, se suben a un balcón y se caen y otros que simplemente se divierten; caben familias y despedidas de soltero; cabe gente con dinero y, sobre todo, caben miles de personas de clase trabajadora exprimiendo una conquista social llamada derecho a las vacaciones. Desde mucho antes que las aerolíneas low cost, Benidorm representa la democratización del turismo, esa sociedad igualitaria que decía Gaviria, o que cantaban sin querer Los Nikis, en la que todos somos elefantes en top less vengamos de donde vengamos. Por ese lado, es muy difícil criticar el modelo. Pero hay otros huecos que son difíciles de tapar.
Más y más y más
Para empezar, y volviendo a sus orígenes, la íntima relación de la industria turística y la especulación inmobiliaria; en España en general y aquí, claro. De Zaragoza a Zaplana y más, el crecimiento se ha hecho —y voy a ser bastante simpático en la sentencia— a base de taparse los ojos con las manos entreabiertas. Qué importa la ley, qué más dan los favores y los sobres si de lo que se trata es de batir récords. Y aquí viene el que para mí es otro de los motivos para dudar de la conveniencia del modelo, o al menos de su defensa sin peros. Benidorm es uno de los ejemplos perfectos de este negocio turístico hipertrofiado de forma artificial por los esteroides económicos que nos está llevando a un problema grave de salud.
En Benidorm cabe todo el mundo y como todo el mundo está viajando cada vez más, Benidorm va a tener que agigantarse. La patronal ya anda diciendo que para 2025 habrá tres millones de turistas al año más y se necesitarán 40 hoteles nuevos para alojarlos. Qué bien, ¿no? Es verdad que, puestos a elegir, quizá sea mejor el modelo de Benidorm, denso y compacto, que, no sé, el de Marbella, también especulador pero mucho más disperso, pero ¿nos conviene que toda la costa sea Benidorm? Y, sobre todo, ¿podemos elegir? No, no podemos.
En España, desde que nos empezamos a vender como beautiful and different y lo apostamos casi todo al turismo, tenemos el catálogo completo. Tenemos ciudades de playa como Calpe, Lloret o La Manga, que son imitaciones de Benidorm, y tenemos urbanizaciones de chalets desparramadas por todo el litoral y más allá. Tenemos turismo cultural, médico, de ocio, de negocios, de cruceros, urbano, rural y el que haga falta. Tenemos un relato oficial que dice que el turismo es un gran invento y no parece que nadie tenga ninguna duda al respecto. Y eso es justo lo que tenemos que tener, dudas. Debemos revisar el relato turístico y analizar los verdaderos impactos económicos, sociales y medioambientales del mismo.
¿Queremos, entonces, más Benidorm? Pues ya que soy yo el que hago la pregunta, respondo el primero. Yo no, yo quiero menos crecimiento sin límite, aunque sea en una ciudad densa y compacta. Y a Freda le pasa igual. Ella, como Los Nikis, no vuelve a Benidorm… salvo que le devuelvan el dinero.
Como si este blog fuese un vehículo en viaje de vacaciones hacia la costa levantina, de repente paro el cacharro y me doy una palmada en la frente. Me he dejado a Freda. Freda Jackson es la señora inglesa que se quejó a su agencia de viajes por llevarla a un hotel de Benidorm lleno de españoles. Freda tiene 81 años y probablemente esté haciendo lo que otros compatriotas: presentar una queja inventada a ver si se lleva algo a cambio; está feo pero tampoco es como para dejarla tirada por ahí. A Freda la saqué de paseo en el texto anterior pero me enredé a analizar el estudio sobre viviendas turísticas de la CNMC y me olvidé de ella. Doy la vuelta, la subo de nuevo y trato de explicarle por qué Benidorm, que es símbolo del turismo masivo y popular y por eso diana de quejas y muecas de asco, es al mismo tiempo modelo turístico y urbanístico de éxito.
Le cuento a Freda que, aunque lo suyo ha sido noticia tanto en Reino Unido como en España, no parece que haya habido daño reputacional. Este agosto, la ciudad pone el cartel de lleno absoluto. O sea, este mes la población flotante puede llegar a las 500.000 personas en un lugar con algo menos de 70.000 habitantes empadronados. Benidorm no es moco de pavo: es el cuarto destino turístico de España, que es el segundo destino turístico mundial. En 2017, hubo 16,4 millones de pernoctaciones en la ciudad, sólo por detrás, y no demasiado, de Barcelona, Madrid y San Bartolomé de Tirajana, en Gran Canaria. En general, sus cifras asustan.