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Nos queremos vivas

Hay mucha gente a la que le ofende la noción de violencia machista. Le ofende que pretenda crearse una categoría para hablar de unas víctimas concretas, y definirlas políticamente. Si nos ponemos a hacer números, dicen estos, perdemos. Y es que, en términos globales, lo cierto es que mueren al año, por muerte violenta, muchos más hombres que mujeres. No obstante, hay un dato en todo esto que suele dejarse al margen pero que es fundamental: y es que mientras la gran mayoría de los hombres son asesinados por otros hombres, las mujeres asesinadas son víctimas mayoritariamente de criminales masculinos. La violencia, por lo tanto, parece ser monopolio de estos últimos. 

Aquí vendrán en ejército los neo-machistas organizados a decir que también mueren hombres a manos de mujeres. La respuesta es sencilla. Por un lado, porque la relación numérica es tan ridícula que saca los colores: es como querer minimizar la relevancia política del holocausto nazi haciendo referencia a las víctimas del ejército alemán –todo esto puede resultar demagógico, pero a veces hace falta ponerse bruta–. Por otro lado, porque de lo que estamos hablando aquí es de un problema de violencia sistémica. Un problema que tiene que ver con cómo está organizada la sociedad para definir una serie de cuerpos que tienen el monopolio legítimo de la violencia y otros que son definidos previamente como víctimas potenciales, y que además se encuentran organizados bajo un régimen de propiedad que legitima su uso, disfrute o agresión, según el momento. 

En todo caso, yo no vengo hoy aquí sólo a hablar de las asesinadas. Sobre todo porque hacer justicia a nuestras muertas pasa por entender cómo hemos llegado hasta aquí. Y es que para hacernos cargo de la dimensión del problema que tenemos entre manos cuando hablamos de violencias machistas no podemos reducirnos a una mediocre política de cifras, que trata a nuestras muertas como números más o menos espectaculares en la sección de sucesos. En primer lugar, porque los asesinatos no son más que el último paso en la escala de la violencia. No son el fruto de “enfermos”, de “hombres desquiciados” que han perdido el norte, sino de representantes muy sanos de esa misma lógica que legitima la objetualización de nuestros cuerpos, el acoso callejero, la condena de los deseos o identidades que se salen del guión, el juicio sistemático sobre lo que podemos llevar puesto o cómo tendríamos que habernos comportado para estar legitimadas a denunciar una agresión sexual… 

Y es por esto por lo que desde los feminismos nos estamos constantemente peleando por el lenguaje. Porque en su juego la mayoría de nosotras nos quedamos fuera. Y porque, en su juego, no se roza ni mínimamente el centro del problema. Reducir el problema de las violencias machistas a una pelea de números trucados es asumir los asesinatos como un fenómeno inevitable, cuya responsabilidad recae en las víctimas que no denuncian, que no abandonan su casa antes, que no piden ayuda. Pero en este juego, olvidamos hablar primero de cómo construimos la propia condición de víctima, y olvidamos también la inmensa cantidad de esferas de violencia que acompañan a los asesinatos. 

Cuando una mujer es asesinada, no se le rinde homenaje como a una víctima heroica. No se la llora como se llora a un héroe de guerra. Pero mucho menos, por ejemplo, a una víctima de violación que haya salido viva. Su experiencia ha de pesar sobre su conciencia como una losa de vergüenza que ha de llevar en silencio si es de verdad una víctima “decente”. Quién querría laurear a la superviviente de una agresión sexual, quién querría celebrar su “victoria”. Sobre ella pesa demasiado la sospecha. Como plantea Virginie Despentes en Teoría King Kong, si sales viva de algo así, es porque no resististe lo suficiente, y si encima quieres contarlo, es que no tienes vergüenza. Si tu vida no se ha hundido para siempre, es que no has asumido la verdad de todo esto: y es que estarías mejor muerta. 

La víctima perfecta, la única cuya credibilidad resulta incuestionada (al menos públicamente) es aquella que ya está muerta. La mujer que aún disfruta de su propio deseo, la que se sigue encarando, la que se organiza y lucha, la que escupe en la cara del que le pone la mano encima, la puta que lo grita a los cuatro vientos, les trans que no se esconden, las que no se callan, las que no se avergüenzan, las que piden justicia. Todas esas, todas nosotras, resultamos un estorbo, un insulto. Pero, como solemos decir algunas de estas desvergonzadas: el problema es que nos queremos vivas. 

Y querernos vivas pasa por denunciar que la violencia sobre nuestros cuerpos empieza en lo más pequeño. Y que para que nuestras palabras cuenten algo no podemos esperar a estar muertas, o a representar ese papel prefabricado de víctima perfecta (esa que se avergüenza, que siente culpa, que repasa cada paso en falso, cada calle oscura, cada respuesta). Querernos vivas pasa por impugnar el monopolio masculino de la violencia: por perderle el miedo a dar la batalla, a gritar y a hacernos cargo de nuestros cuerpos. Y es que, en palabras del maravilloso Galeano, “al fin y al cabo, el miedo de la mujer a la violencia del hombre, no es más que el reflejo del miedo del hombre a la mujer sin miedo”. 

Hay mucha gente a la que le ofende la noción de violencia machista. Le ofende que pretenda crearse una categoría para hablar de unas víctimas concretas, y definirlas políticamente. Si nos ponemos a hacer números, dicen estos, perdemos. Y es que, en términos globales, lo cierto es que mueren al año, por muerte violenta, muchos más hombres que mujeres. No obstante, hay un dato en todo esto que suele dejarse al margen pero que es fundamental: y es que mientras la gran mayoría de los hombres son asesinados por otros hombres, las mujeres asesinadas son víctimas mayoritariamente de criminales masculinos. La violencia, por lo tanto, parece ser monopolio de estos últimos. 

Aquí vendrán en ejército los neo-machistas organizados a decir que también mueren hombres a manos de mujeres. La respuesta es sencilla. Por un lado, porque la relación numérica es tan ridícula que saca los colores: es como querer minimizar la relevancia política del holocausto nazi haciendo referencia a las víctimas del ejército alemán –todo esto puede resultar demagógico, pero a veces hace falta ponerse bruta–. Por otro lado, porque de lo que estamos hablando aquí es de un problema de violencia sistémica. Un problema que tiene que ver con cómo está organizada la sociedad para definir una serie de cuerpos que tienen el monopolio legítimo de la violencia y otros que son definidos previamente como víctimas potenciales, y que además se encuentran organizados bajo un régimen de propiedad que legitima su uso, disfrute o agresión, según el momento.