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Efecto Liddell: la relación de mi feminismo con la comida

Alicia Rius

Experta en feminismo —

Ayer fui a ver Mi relación con la comida, una obra escrita por Angélica Liddell y representada por Esperanza Pedreño. Impresionantes ambas, escritora y actriz. Una bofetada en la cara de quien la presencia que, sea como sea su forma y condición, se siente interpelada por las atrocidades que le pasan a otras/os, o por las que le han pasado a una/o, y que tiende a olvidar cuando sale de ellas, con el beneplácito del sistema. Es una bofetada tras otra, en realidad, que te llevan al trance. Y en ese trance yo tuve diversas alucinaciones.

Me planteé la relación de mi feminismo con la comida ¿tiene suficiente hambre todavía mi feminismo o me encuentro razonablemente satisfecha con la ración de equidad y justicia conseguidas? Desde una posición teórica, el feminismo es hambre, la lucha de clases es hambre, la resistencia frente a la exclusión parte del hambre. Sin embargo, emocional y visceralmente, las escenas de miseria cotidiana expuestas en la obra se superponían con otras de privilegio cotidiano, retorciénsose hasta mostrarte una realidad inapelable: somos la parte satisfecha del mundo.

La parte que un domingo por la tarde, viendo una obra sesuda, podremos debatir del hambre tranquilamente, cuando salgamos, frente a una caña. La obra es impía en este sentido: sentirse satisfecha, en un contexto de desigualdad y guerra estructural, de hambre real, es instalarse en un privilegio. Y, como reza parte de su texto, a cambio de los privilegios, debemos recibir odio.

Ya empezaba a sentir cierto malestar cuando recordé que yo huía un poco de ese hambre cuando entré a ver la obra. Solo cinco minutos antes de entrar a verla, una de mis amigas comentaba los trucos caseros que le habían ofrecido a una mujer en situación de violencia para que le diera tiempo a salir corriendo en caso de que se encontrara con su agresor. Le aconsejó que, en lugar de un spray antivioladores, llevara en el bolso un bote de reflex. De esta forma, además de darle tiempo a correr, de paso evitaba la multa. Se me vinieron a la cabeza también las fotos de Maisaa Nur El Din, una profesora de Instituto siria de 39 años (mi edad dentro de unos días), y sus dos hijas, Rand de 12 años y Gilnar de 9 años, quienes han muerto en enero huyendo de su país, después de soportar cinco años de guerra, ahogadas, intentando llegar a Grecia. Ese mismo día había leído la noticia.

Hay que tomar partido, ¿no? Repetía el texto. Si estas y otras escenas que la obra evoca tienen todavía el poder de producir hambre de justicia, hambre de esperanza, de paz, hay que tomar partido. La obra rescata a la perfección el trasfondo psicológico y emocional que hay detrás de la frase de Gramsci, “Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad” y la lucha que implica no darse por vencida ni caer en el pesimismo. Para ello, sin embargo, es necesaria también una ración de felicidad social y personal. Es necesario esa sensación de sentirse satisfecha, sin sentirse culpable, aunque solo sea un ratito. Y este es un aspecto que, curiosamente, me hizo reinvindicar también la obra.

Entonces la realidad me devolvió ese hálito de confianza. Esperanza Pedreño, la actriz que interpreta el texto de Liddell, ha sido recientemente madre. Coincidiendo con este hecho, se le agotó el paro y fue entonces cuando decidió convertirse en directora, productora y actriz de esta obra, haciendo una vez más un vínculo entre “lo personal y lo político” tan propio del feminismo. Eligió un texto para nada fácil y complaciente, asumió un riesgo en un momento difícil. Sin embargo ayer el teatro estaba lleno y absorto en ella y en su monólogo.

Ahí estaba ese poder de transformar una circunstancia difícil en su vida, en una victoria profesional y personal. Ese es también el poder del feminismo, y del hambre, la capacidad de buscar sustento para una y para las otras. Y así conseguí salir mas bien satisfecha de la obra. Este texto ha tenido el poder de recordarme la necesidad de equilibrio entre el hambre y la satisfacción. Siento que el feminismo sigue teniendo hambre de justicia, de paz, de equidad y de felicidad pero también de riqueza, impulso y creatividad para dar y tomar.

Gracias Esperanza, gracias Angélica.

Ayer fui a ver Mi relación con la comida, una obra escrita por Angélica Liddell y representada por Esperanza Pedreño. Impresionantes ambas, escritora y actriz. Una bofetada en la cara de quien la presencia que, sea como sea su forma y condición, se siente interpelada por las atrocidades que le pasan a otras/os, o por las que le han pasado a una/o, y que tiende a olvidar cuando sale de ellas, con el beneplácito del sistema. Es una bofetada tras otra, en realidad, que te llevan al trance. Y en ese trance yo tuve diversas alucinaciones.

Me planteé la relación de mi feminismo con la comida ¿tiene suficiente hambre todavía mi feminismo o me encuentro razonablemente satisfecha con la ración de equidad y justicia conseguidas? Desde una posición teórica, el feminismo es hambre, la lucha de clases es hambre, la resistencia frente a la exclusión parte del hambre. Sin embargo, emocional y visceralmente, las escenas de miseria cotidiana expuestas en la obra se superponían con otras de privilegio cotidiano, retorciénsose hasta mostrarte una realidad inapelable: somos la parte satisfecha del mundo.