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Predicar o dar trigo

Fernando de la Riva Rodríguez y Antonio Moreno Mejías, Miembros del Colectivo de Educación para la Participación - CRAC, @fernandodlriva @morenocrac

El viejo refrán viene a cuento del mantra que se ha convertido en lugar común del lenguaje político: todo el espectro partidario, del bipartidismo a la nueva política, recurre a menudo al discurso de la participación ciudadana para legitimar sus promesas electorales.

Pero cuando miramos a la práctica cotidiana de las instituciones políticas -incluidos los propios partidos-, resulta difícil encontrar ejemplos significativos, más allá de gestos para la galería o buenas intenciones, que permitan comprobar la sinceridad de sus compromisos.

En la mayoría de los casos, no se ha ido más allá de donde ya se estaba: la existencia de tímidos reglamentos de participación ciudadana que se cumplen a medias, de consejos sectoriales que dormitan en medio del aburrimiento, de presupuestos participativos que se ocupan de cuestiones menores... Existe la sensación de que el asalto a las instituciones no está suponiendo un salto en la calidad democrática de las mismas.

Salvo excepciones, la participación ciudadana sigue siendo -cinco años después del 15M- fundamentalmente “adjetiva”, casi ornamental, nada “sustantiva”.

Las razones para este desajuste entre el discurso y la práctica se pueden buscar en un abanico de causas que van desde la ignorancia y la falta de educación participativa -manejamos el vocabulario de la participación pero no sabemos cómo aplicarlo en la realidad-, a las poderosas resistencias burocrático-administrativas -hemos descubierto que las instituciones no existen para facilitar, sino para dificultar los cambios-.

En el origen de estas razones hay una que creemos especialmente poderosa: el ejercicio efectivo de la participación ciudadana  implica -se mire por donde se mire- repartir y compartir el poder. Y eso va contra los paradigmas más interiorizados de la clase política.

Quienes se organizan en partidos y se presentan a las elecciones tienen el objetivo de lograr el máximo poder. Todo, si fuera posible, pero no para compartirlo. En ocasiones, las personas con responsabilidad política que apuestan por impulsar procesos de protagonismo ciudadano, se topan con el desinterés o la resistencia en el interior de sus equipos de gobierno. Estos entienden la participación ciudadana como un área más de competencia, y no como un eje transversal de la acción de gobierno.

Por eso es mucho más fácil predicar que repartir el trigo de la participación. Si se va más allá del discurso y de la anécdota, la participación ciudadana significa el desarrollo profundo de la democracia, supone incorporar a más y más personas a las tareas de pensar, decir y hacer las políticas. La participación implica que el diálogo, la negociación y el consenso sean las herramientas fundamentales de la construcción de la convivencia social. Y eso, al menos por ahora, sigue produciendo mucho miedo.

 

El viejo refrán viene a cuento del mantra que se ha convertido en lugar común del lenguaje político: todo el espectro partidario, del bipartidismo a la nueva política, recurre a menudo al discurso de la participación ciudadana para legitimar sus promesas electorales.

Pero cuando miramos a la práctica cotidiana de las instituciones políticas -incluidos los propios partidos-, resulta difícil encontrar ejemplos significativos, más allá de gestos para la galería o buenas intenciones, que permitan comprobar la sinceridad de sus compromisos.