Afganistán trata de mantenerse en pie después de la victoria de los talibanes. Los muchos ciudadanos que quieren huir y por ahora no han podido hacerlo deben seguir levantándose cada mañana y tratar de subsistir en un momento de total incertidumbre.
Es el caso de Z. Safi, que define los últimos días como “de estrés y depresión”. “Imagina que toda tu familia pierde su empleo en una noche y llega un gobierno con reglas completamente diferentes; es muy difícil”, dice a elDiario.es esta afgana de la provincia de Daikondi (cuya capital cayó bajo dominio talibán el 15 de agosto), que prefiere no revelar su nombre.
Safi manda un mensaje al mundo occidental para pedir que no abandonen las organizaciones o empresas instaladas en los últimos años en el país. De lo contrario, “la gente morirá de hambre”, afirma.
Afganistán se enfrenta ahora a la amenaza de quiebra, con el nuevo régimen sin poder acceder a reservas y más de 8.000 millones de euros en activos del Banco de Afganistán en el exterior congelados por orden del Gobierno de Estados Unidos porque el grupo islamista radical figura en de la lista negra de sanciones del Tesoro estadounidense.
El país ya era extremadamente pobre antes de la victoria talibán, como recuerda Jonathan Schroden, coordinador de operaciones de la CNA (Center for Naval Analyses), una organización de investigación y análisis sin ánimo de lucro, que define su situación económica en los últimos años como “bastante horrible”.
Afganistán ha ocupado habitualmente los últimos puestos de los índices mundiales de actividad económica. Con un PIB per cápita de 508 dólares anuales, el menor de la región y uno de los más bajos del mundo, un 72% de la población afgana (el país tiene 38 millones de habitantes) vivía bajo el umbral de la pobreza ya antes del asalto talibán al poder. 6,8 millones de personas corren el riesgo de padecer inseguridad alimentaria aguda, según un informe de Fewsnet.
Como señala Raz Mohammad Dalili, miembro de la ONG DHSA (Development & Humanitarian Services for Afghanistan) que vive en Kabul, en Afganistán “el umbral de la pobreza aumenta año tras año” y en muchos hogares no hay ingresos suficientes para sostener una familia. “La situación ha empeorado para los más pobres”, corrobora Nasir Ahmar, administrador de la Comisión Independiente de Derechos Humanos de Afganistán.
La economía afgana es extremadamente débil y muy dependiente las ayudas exteriores, que ahora podrían desaparecer y han llegado a financiar alrededor del 75% del gasto público en el país los últimos años, según datos del Banco Mundial. El organismo multilateral con sede en Washington detalla en sus análisis que el sector privado afgano depende prácticamente de la agricultura. Con datos de marzo de 2021, el 44% de los trabajadores pertenecía a este sector y el 60% de los hogares recibía algún ingreso de trabajar la tierra. El desarrollo y la diversificación de la economía se ven limitados por, entre otros factores, “la inseguridad, la inestabilidad política y la corrupción generalizada”, según esa entidad.
Una inseguridad que se ha acrecentado más si cabe en las últimas semanas. L. O., afgano que prefiere no revelar su nombre, define así sus últimos días en el país: “Cerca de nuestra casa había combates de fuego y terribles ruidos de armas”. “Le pedí a los niños que se quedaran en las habitaciones y no se acercaran a las ventanas, ya que estaban muy asustados”. Él pasaba la noche en vela aterrado por la seguridad de su familia: “Temía que las balas de mortero pudieran impactar de repente en nuestra zona”, cuenta a este medio.
“Nada está garantizado”
Schroden, el coordinador de operaciones de la CNA, vaticina que si 20 años después de ser derrocados por la invasión estadounidense los talibanes gobiernan ahora, en su regreso al poder, con la dureza de antaño, “muchos países dejarán de proporcionar ayuda económica a Afganistán”.
El educador Raz Mohammad Dalili, miembro de la ONG DHSA, es pesimista al respecto. Afirma que los talibanes actúan ahora de forma suave para “conseguir el apoyo de la comunidad internacional”. Pero teme que, de conseguir el poder absoluto y el reconocimiento de las principales potencias, sean “los mismos talibanes que en 1996”.
De momento, los afganos deben ir superando el día a día. Como contaba estos días un pequeño empresario residente en Kabul, “los bancos están cerrados y permanecerán así hasta el fin de semana, los cajeros automáticos se han quedado sin dinero en efectivo y las grandes empresas mantienen la persiana bajada”. “Nada está garantizado”.
Abdul Shkoor es el coordinador de Talay Sorkh Afghan, una compañía radicada en Herat que comercializa productos cultivados en Afganistán como el azafrán, las pasas y los higos secos. Venden dentro del país y exportan a otros territorios. Shkoor se siente decepcionado por la respuesta de Occidente a los talibanes y es muy crítico con el gobierno derrocado: la economía “se vino abajo” a causa de la guerra civil y tras la llegada de la COVID-19. De cara al futuro, cree que se debe prestar atención a la agricultura: “Hay suficiente mano de obra y capacidad”, asegura a este medio.
Esta semana se hicieron virales en redes sociales imágenes de caos en el aeropuerto de Kabul, con una multitud desesperada ante los aviones para tratar de huir. Y con una ausencia destacada: la de las mujeres. Un profesor de Sociología de la Universidad de Herat, que prefiere mantener su anonimato y todavía se encuentra en Kabul, lo atribuye a que “las jóvenes no están autorizadas por sus familias y su cultura a participar en esa multitud y abandonar el país solas, aunque puedan hacerlo”.
Según detalla, las pocas que han podido escapar lo han hecho a través de programas migratorios internacionales, solo si sus familias se lo han permitido y si había posibilidades de solicitar asilo como refugiadas. Esta desigualdad es solo una pequeña muestra de los “códigos tradicionales” que, en expresión de este sociólogo, siguen marcando el destino de la población afgana, y que ahora los talibanes buscan convertir en “una imposición” basada en sus creencias religiosas.
El mejor ejemplo de estas prohibiciones lo detalla su esposa, trabajadora de una organización internacional que cerrará pronto. Sabe que la obligarán a llevar el hijab, algo que ella no está dispuesta a soportar. Ambos preparan estos días su huida del país para buscar “un futuro más seguro”.
Uno de los trabajadores sociales consultados para este reportaje que han pedido no desvelar su nombre señala que las mujeres de su familia viven aterrorizadas. Estos últimos días, mientras él trabajaba, ellas han temido hacer tareas tan cotidianas como ir a las tiendas de la ciudad por miedo a ser castigadas por andar solas por la calle. Cree que las mujeres “apenas serán empleadas por el gobierno talibán”.
Un trabajador de una ONG de Afganistán, que también pide el anonimato, lamenta que tras “veinte años de sacrificio”, un gasto “de miles de millones de dólares” y después de la muerte de cientos de miles de civiles y militares, ahora el país vaya a “reemplazar a los talibanes por otros talibanes”. “Es solo un sueño aterrador”, exclama.