Breve historia de las pagas extraordinarias

El invierno de 1944 a 1945 fue un invierno terrible. El mundo descubría el horror de los campos de concentración nazis mientras, en ese mismo frente de guerra, se llevaba a cabo, según el historiador Antony Beevor, “el fenómeno de violaciones masivas más importante de la Historia”. En el frente del Oeste la hambruna era responsable del fallecimiento, solamente en Holanda, de unas 20.000 personas. Fue el “hongerwinter”, el invierno del hambre.

Aquel año se inauguró en España la cárcel de Carabanchel. También fue el año de la crisis del wolframio. Nuestra guerra civil había terminado cinco años antes, con un efecto devastador sobre las condiciones de vida de los españoles. Los sucesivos Gobiernos, presididos todos por el General Francisco Franco, habían recurrido a la emisión masiva de moneda para financiar el gasto público. El efecto inmediato de esa política fue un incremento acelerado de los precios que no hizo sino agravar el hambre de la posguerra.

El 24 de diciembre de 1944, en la España de la autarquía y de las cartillas de racionamiento, se publicó en el BOE una Orden ministerial por la que se disponía que se pagara “al personal de industrias no reglamentadas una gratificación equivalente a la retribución de una semana para solemnizar las fiestas de Navidad.” Firmaba la orden José Antonio Girón de Velasco, el León de Fuengirola, a la sazón Ministro de Trabajo que, décadas después, sería uno de los más firmes oponentes a la Ley para la Reforma Política (piedra angular de la Transición, aprobada en referéndum con un 94,2% de votos a favor).

En el BOE del 9 de diciembre de 1945, apenas un año después, esta gratificación se estableció “con carácter general e indefinido”. Se institucionalizaba así el aguinaldo navideño, tal y como se hizo posteriormente con la famosa “paga del 18 de julio”, que se estableció en 1947 con la finalidad expresa de que todos los trabajadores pudiesen “celebrar adecuadamente la Fiesta de Exaltación del Trabajo” (que no se celebraba el primero de mayo sino en el aniversario del golpe de Estado de 1936). Ni que decir tiene que el impacto sobre el bienestar social de aquellas gratificaciones fue mínimo. Según las “Estadísticas Históricas de España”, de la Fundación BBVA, la renta per cápita española no recuperó el nivel de 1935, previo al inicio de la guerra, hasta el año 1954.

Ambas gratificaciones se incorporaron progresivamente a nuestros usos y costumbres, adaptándose su cuantía a la cambiante realidad económica. Durante la Transición, la paga del 18 de julio fue desplazada al mes de junio, supuestamente para conmemorar la onomástica de Juan Carlos I. El artículo 31 del Estatuto de los Trabajadores de 1980 quedó redactado del siguiente modo: “El trabajador tiene derecho a dos gratificaciones extraordinarias al año, una de ellas con ocasión de las fiestas de Navidad y la otra en el mes que se fije por convenio colectivo o por acuerdo entre el empresario y los representantes legales de los trabajadores. Igualmente se fijará por convenio colectivo la cuantía de tales gratificaciones. No obstante, podrá acordarse en convenio colectivo que las gratificaciones extraordinarias se prorrateen en las doce mensualidades.” No se ha cambiado una coma desde entonces.

Sentido actual de las pagas extraordinarias

Si esas “gratificaciones extraordinarias” de las que habla el Estatuto de los Trabajadores tuvieron sentido algún día, lo han perdido completamente. La mera distribución del salario bruto anual en catorce mensualidades no constituye una gratificación extraordinaria. Se trata de una costumbre española que, fruto de una peculiaridad histórica y bajo el paraguas de los convenios colectivos, aceptamos sin prestar atención a sus consecuencias.

Existen al menos dos motivos por los que esta costumbre debería ser revisada. En primer lugar porque supone una merma de liquidez y un préstamo a interés cero que los asalariados hacen a su empleador, generalmente de manera no voluntaria.

Veamos un ejemplo ficticio. Sea un salario de 20.000 euros brutos anuales sujeto a un 5% de cotizaciones sociales y a una retención por IRPF del 15%. De estas cifras resultan doce mensualidades de 1.333,3 euros netos. La costumbre quiere, sin embargo, que el pago se realice habitualmente en catorce mensualidades (una por cada mes, más las “pagas extraordinarias” de junio y diciembre). Por una parte, puesto que los pagos a la Seguridad Social tienen que efectuarse de manera mensual, cada mes debe afrontarse un pago equivalente al 5% de 20.000/12 en concepto de cotizaciones, es decir 83,3 euros de enero a diciembre. Por otra parte se pagan retenciones por IRPF en proporción al salario bruto cobrado cada mes, el 15% de 20.000/14 que son 214,3 euros mensuales que se duplican en junio y diciembre. El resultado es un salario neto “ordinario” de 1.131 euros de enero a diciembre (20.000/14 menos 83,3 menos 214,3), más dos “pagas extraordinarias” de 1.214,3 euros en junio y diciembre (20.000/14 menos 214,3, pues las cotizaciones sociales ya han sido prorrateadas en doce meses).

¿Por qué limitar la liquidez a 1.131 euros al mes, en nuestro ejemplo, cuando en realidad tendrían que ser 1.333,3 euros? Estamos hablando de renunciar a más de 200 euros al mes de liquidez, en un nivel de renta inferior al salario medio, que el asalariado está cediendo desinteresadamente a su empleador. Se argumenta que la distribución del salario en catorce pagas permite a los hogares ahorrar sin percibir el esfuerzo y que constituyen un estímulo al consumo en fechas señaladas. Pero, ¿es realmente el fruto de una elección por parte de los asalariados o se trata simplemente de una costumbre impuesta?

En segundo lugar, nos equivocamos en seguir empleando la expresión “gratificación” o “paga extraordinaria” a las dobles mensualidades de los meses de junio y diciembre. El significado de las palabras termina por definir nuestra manera de pensar y esto puede llevar a equívocos insospechados. Que se lo digan a esos economistas que, fuera de España, analizan los ajustes de nuestras finanzas públicas con el prejuicio en mente de que los funcionarios españoles cobran, además de su sueldo, no una sino dos pagas extraordinarias anuales. Su reacción es similar a la de cualquiera de nosotros cuando leemos según qué cosas sobre las pensiones de los jubilados griegos.

Es preferible usar la terminología adecuada antes que tener que remontarse, para desmontar falsas creencias, al invierno del hambre y a la vida y milagros del León de Fuengirola. Lo segundo resta credibilidad. Y además aburre al auditorio. Lo que ahora se devuelve a cuentagotas a los funcionarios no es una paga extraordinaria, sino parte de un derecho generado que se llama salario bruto.