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“Me dijeron que no tenía que preocuparme de nada y que iba a ganar un dinerito”

Jacinta Carmen García Paredes tiene 86 años y ayer vivió un episodio que nunca hubiese imaginado: compareció ante la titular del juzgado de Primera Instancia de Madrid número 63 como perjudicada por la compra de participaciones preferentes de Caja Madrid, la principal de las siete cajas fusionadas en Bankia. Como los cientos de miles de clientes atrapados por este producto financiero de alto riesgo, todos sus ahorros, 12.000 euros, se han quedado en 2.305,45 euros tras su conversión obligada en acciones de la entidad y su posterior venta en Bolsa. Carmen acudió al juzgado acompañada de uno de sus seis hijos y anda con la ayuda de un bastón para no perder el equilibrio. Está viuda y siempre ha sido, y es, ama de casa.

Cuando entra en la sala de vistas, una estancia minúscula en la que el letrado de Carmen está a un metro de distancia de la letrada que defiende a Bankia, y se sienta frente al micrófono que va a recoger sus palabras, la jueza le explica antes de comenzar la vista que esté tranquila, y que si no entiende algo lo diga par repetirle las preguntas las veces que haga falta.

Santiago Viciano, su letrado, inició el turno de palabra.

- Doña Carmen, ¿quién la atendió? (en la compra de las preferentes)

- Lucía González (una comercial de la oficina de Caja Madrid en la que Carmen guardaba sus ahorros desde hacía cuarenta años)

- Abogado: Estaba contenta con los intereses que le recibía cada tres meses?

- Pues sí.

- Abogado: ¿Presentó alguna queja?

- De momento no tenía ninguna.

- Abogado: Cuando compró las participaciones preferentes ¿recuerda si se le hizo hincapié en que no tenían vencimiento?

- Me dijeron que podía sacar el dinero cuando quisiera sin ningún problema. A mí me llamaron muchas veces por teléfono para que fuera al banco porque tenían una cosa muy buena y con la garantía de Caja Madrid.

- Abogado: ¿Le entregaron alguna documentación?

- A mí no me entregaron ni me explicaron nada; me dijeron que no tenía que preocuparme y que iba a ganar un dinerito.

La jueza hizo un inciso en la declaración para preguntar a Carmen dónde pensaba que metía el dinero y si quería arriesgarlo.

- ¡Cómo voy a querer eso, si yo me voy a comprar el pan donde cueste más barato!

El testimonio y la simple presencia de la perjudicada dejaron claro que Carmen no es el prototipo de inversor informado que había decidido apostar sus ahorros en un producto complejo en busca de una alta rentabilidad. El interrogatorio de la abogada de Bankia intentó demostrar que el banco la había informado correctamente, que el folleto por el que se ponían a la venta las preferentes había sido autorizado por la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), y que si Carmen no había entendido lo que le decían podía haber insistido y preguntado, y que prueba de que la compra de preferentes fue una decisión exclusiva suya era que había firmado el test de idoneidad (cuatro preguntas sobre el producto financiero que el banco debe hacer para valorar si el cliente tiene los conocimientos suficientes para discernir que está haciendo una inversión de riesgo).

El relato de Carmen tuvo algún momento de sainete, como cuando la abogada de Bankia comenzó a preguntar si conocía el significado de una serie de palabras hasta llegar a “preferente”. Carmen contestó que no sabía qué era eso, si acaso de cuando viaja a Alicante en tren (lo hace en preferente). “¡Le juro, señoría, que yo he dicho la verdad!” dijo al final de su testimonio.

La siguiente en declarar fue Lucía González, la comercial de la entidad que Carmen asegura fue la persona que le insistió en la compra y finalmente le vendió las preferentes. Para sorpresa de los presentes, la empleada de Caja Madrid dijo que no sabía por qué estaba allí porque ella no había vendido preferentes a la perjudicada y tampoco sabía qué compañero lo había hecho. Lo curioso, es que Lucía González también había sido citada por la defensa de Bankia como presunta vendedora.

La testigo recurrió de manera insistente a que no recordaba muchas de las cosas que le preguntaban. No recordaba si había llamado en cuatro ocasiones a Carmen; no sabía quién era el compañero que la atendió pese a que le fueron mostrados los documentos de compra (no tienen la firma del receptor del banco). Lo que sí recordó fue que la clienta había retirado sin problema 6.000 euros de preferentes fechas atrás, la prueba de la liquidez del producto que ofertaban. Carmen ya había explicado antes que se hundió el techo de su casa y sacó ese dinero para arreglarlo. “Usted tiene preferentes”, le preguntó la jueza a la testigo. “Yo no, pero mi suegra sí”.

En el turno de conclusiones, Santiago Viciano, letrado de la perjudicada, acusó a la testigo de falso testimonio y ya fuera de la sala aseguró a este diario que presentará una demanda por ello (los testigos están obligados a decir la verdad o incurren en un delito penal). El defensor reclamó la nulidad del contrato de compra por “vicio de consentimiento” (su cliente firmó el mismo pensado que era un producto seguro y con liquidez inmediata), que muchos documentos carecen de firma, y que resultaba obvio que Carmen no tenía el perfil de un inversor con conocimientos financieros suficientes para discernir lo que estaba suscribiendo.

La letrada de Bankia se limitó a leer un alegato que llevaba previamente escrito y que sonó a un argumentario que la entidad hubiese dado a sus letrados para defender sus intereses en los tribunales. Fue una intervención muy dura con la demandante, a la que reprochó que no hubiese retirado la demanda y acudido al arbitraje. La abogada afirmó que la falta de estudios de Carmen “no supone que no tenga capacidad cognitiva. Si no tiene conocimientos puede preguntar hasta que lo comprenda”. También dijo que la información que se facilita a los clientes no es “definitoria de su decisión” de comprar. “Nunca presentó quejas y mientras cobró intereses no dijo nada (…) Su negligencia fue no haber preguntado por las dudas que le hubieran surgido”. Y recurrió a un ejemplo: Caja Madrid le entregó a Carmen un documento de tan solo ocho líneas en el que le advertía de que compraba un producto de riesgo. “Si se hubiese molestado en leer tan sólo ocho líneas –afirmó- se le debían haber encendido las alarmas”. Para concluir, una última precisión: nadie sabía que iba a ocurrir lo que ocurrió. En definitiva, que la culpa es única y exclusivamente de la crisis. La causa quedó vista para sentencia.