- La economía mundial depende por completo de la navegación de inmensos buques que transportan esas 'cajas' metálicas conocidas como contenedores. Rose George ha escrito un libro –'Noventa por ciento de todo', publicado por Capitan Swing– para contar cómo es una industria que nos trae la ropa que vestimos, la comida que consumimos y los productos de ocio que compramos.
Viernes. NinguÌn marino cuerdo se echa a la mar el diÌa de la CrucifixioÌn o, de lo contrario, la desgracia y el rencor habraÌn de perseguirlo durante la travesiÌa. AsiÌ que aquiÌ estoy yo, un viernes del mes de junio, alzando la vista a un buque gigantesco que me llevaraÌ desde este puerto de Felixstowe en el sur de Inglaterra hasta Singapur, durante cinco semanas y 15.000 kiloÌmetros, pasando por los pilares de HeÌrcules, aguas de piratas e inclemencias meteoroloÌgicas. Me detengo al pie de la escalerilla del buque y espero a mi acompanÌante, paralizada y aterrorizada por la inmensidad de esta cosa, casi toda del color del cielo en un diÌa de verano, igual de azul; la quilla pintada de un rojo mate, y su nombre –Maersk Kendal– escrito en uno de sus lados.
Una enorme actividad me rodea. En un puerto de contenedores moderno todo es enorme, abrumador, aplastante. El Kendal por supuesto, pero tambieÌn los tremendos vagones, los gigantescos cajones de muchos colores, las soÌlidas gruÌas poÌrtico que cruzan por encima del puerto, superando en maÌs de diez pisos a barcos que, a su vez, miden tres campos de fuÌtbol de longitud. Apenas ves personas.
Cuando el periodista Henry Mayhew visitoÌ los muelles de Londres en 1849, se encontroÌ con «maestros carniceros arruinados y decreÌpitos maestros panaderos, taberneros, especieros, viejos soldados, antiguos marineros, refugiados polacos, caballeros arruinados, pasantes despedidos, funcionarios del Gobierno expulsados, mendigos, pensionados, sirvientes, ladrones». Pero hace tiempo que se fueron. Esta es una estacioÌn terminal, o quizaÌ Terminator, un lugar en el que todas las personas se hallan escondidas en la cabina de una gruÌa o de un traÌiler y donde todo son maÌquinas vociferantes.
Me costoÌ tres diÌas de tren alcanzar Felixstowe desde mi hogar en el norte de Inglaterra. Fue en un tren en el que no quedaban asientos libres, me balanceaba en el vestiÌbulo de un tren junto a dos hombres que llevaban el uniforme de una companÌiÌa ferroviaria de mercanciÌas. Estoy a punto de subirme a un buque de carga, dije. Parecieron hechizados. «¿Un buque?», dijeron. «¿A queÌ demonios quieres ir al mar?».
¡A queÌ demonios!
Soy de interior, nunca he tenido nada que ver con lo mariÌtimo. No seÌ pilotar una embarcacioÌn ni bucear. SeÌ nadar, pero no en oceÌanos terroriÌficos. Y, sin embargo, estando aquiÌ entre tanto ruido y laboriosidad, alzando la vista a estos sesenta metros –maÌs alto que las cataratas del NiaÌgara– hasta la cima del Kendal, siento el veÌrtigo de un ninÌo la manÌana de Navidad. Gran parte de ello es mera prisa por escapar, razones personales; otra gran parte es la atraccioÌn del mar y, por uÌltimo, la conciencia de ir a embarcarme hacia un lugar y un espacio que a menudo estaÌ oculto y es tabuÌ. No estaÌ permitida la entrada de puÌblico en un barco como este, ni siquiera en el muelle. No hay ciudadanos corrientes que puedan dar cuenta del funcionamiento de una de las industrias maÌs esenciales para su existencia diaria. Estos buques y contenedores pertenecen a un negocio que nos alimenta, nos viste, nos da calor y nos provee. Han aprovisionado de combustible, si es que no directamente creado la globalizacioÌn. Son la razoÌn oculta de tu camiseta barata o tu televisor econoÌmico. ¿Pero quieÌn mira en estos diÌas detraÌs del televisor y ve el barco que lo transportoÌ? ¿QuieÌn se preocupa de los hombres que condujeron los cereales del desayuno a traveÌs de las tormentas invernales? QueÌ iroÌnico comprobar que cuanto maÌs han crecido los barcos en tamanÌo y trascendencia, menos espacio han llegado a ocupar en nuestra imaginacioÌn.
La Maritime Foundation, una organizacioÌn beneÌfica que apoya la causa de los marineros, realizoÌ hace poco un viÌdeo llamado Unreported Ocean. Preguntaba a los residentes en Southampton, una ciudad portuaria de Inglaterra, por el porcentaje de productos transportados por mar. Las respuestas eran variadas pero igualmente incorrectas. Guardaban siempre un tono interrogativo, inseguro y ascendente.
–¿Treinta y cinco por ciento?
–¿No es mucho?
La respuesta correcta es que casi todos. A veces juego a los nuÌmeros en los trenes. La mujer que escucha unos auriculares: 8. El hombre que estaÌ leyendo un libro: 15. El ninÌo en un cochecito: al menos 4, incluido el cochecito. El juego consiste en contar la ropa, pertenencias y productos de alimentacioÌn que han sido transportados en barco. El collar de cuentas en el cuello de la mujer, el iPhone del hombre y los auriculares de fabricacioÌn japonesa. La falda y la blusa de ella, fabricadas en Sri Lanka; el libro de eÌl, impreso en China. Y siempre puedo ampliar el marco de visioÌn en todas las direcciones, o profundizarlo. El tejido de los asientos, el material rodante, el combustible que acciona el tren, el uniforme del conductor, el cafeÌ en mi taza, la fruta en mi mochila. SiÌ, sin duda la fruta que tan frecuentemente es transportada en contenedores cuya temperatura ha llegado a bautizar. Dos grados Celsius es «friÌo», en cambio 13 grados es «plaÌtano».
El negocio mariÌtimo se ha cuadruplicado desde 1970 y auÌn continuÌa creciendo. En 2011, los 360 puertos comerciales de los Estados Unidos recibieron un valor de 1,73 billones en bienes internacionales, lo que supone ocho veces el comercio de todo EEUU en 1960. Hay maÌs de cien mil buques en el mar trasportando todos los soÌlidos, liÌquidos y gases que necesitamos para vivir. SoÌlo seis mil de ellos son buques contenedores como el Kendal, pero pueden maquillar esa proporcioÌn gracias a su vertiginosa capacidad. El mayor buque puede trasportar hasta quince mil contenedores. Se pueden cargar 746 millones de plaÌtanos, uno para cada europeo, en un solo barco. Simplemente con los contenedores Maersk puestos en fila se podriÌan alcanzar once mil millas, esto es, casi la circunferencia de la Tierra. Si se apilaran unos encima de otros, llegariÌan casi a los veinticinco mil kiloÌmetros de altura, 7.530 torres Eiffel. Si el Kendal descargara sus contenedores en camiones, la fila de traÌfico se acercariÌa a los cien kiloÌmetros.
El comercio siempre ha viajado y el mundo siempre ha comerciado. La nuestra, sin embargo, es la era de la extrema interdependencia. En la actualidad, apenas si existe una nacioÌn autosuficiente. En 2011, Reino Unido desembarcoÌ la mitad de todo su gas. Estados Unidos fiÌa a los barcos dos tercios de su suministro de combustible. Cada diÌa, treinta y ocho millones de toneladas de crudo salen al mar en alguÌn lugar, aunque no podamos advertirlo. Igual que Los AÌngeles, Nueva York y otras ciudades con puerto, Londres ha trasladado sus muelles industriales fuera de la ciudad, lejos de sus habitantes. Los barcos son ahora de mayor tamanÌo y necesitan puertos con mayor calado, asiÌ que hacen escala en Newark, en Tillbury o en Felixstowe, y no en Liverpool o en South Street. El intereÌs por la seguridad ha ocultado los puertos cada vez maÌs tras alambres de espino y placas identificativas cuya finalidad es «impedir el acceso» a las pruebas. Para llegar a este lado del muelle en Felixstowe, tuve que atravesar varios guardabarreras y controles de pasaporte, asiÌ como superar alarmas que llegaban a activarse con la propia radiacioÌn natural emitida por la arena de gato o el broÌcoli.
Hoy en diÌa se ha vuelto mucho maÌs dificultoso deambular por el mundo de la marina mercante, asiÌ que la gente sencillamente no lo hace. El jefe de la flota britaÌnica –que es conocido como el First Sea Lord, a pesar de que el jefe de la Armada no es un Land Lord– dice que en nuestros diÌas sufrimos de ceguera mariÌtima. Viajamos en vuelos baratos, no en buques trasatlaÌnticos. El mar es una distancia que ha de ser sobrevolada, un descendente teloÌn de fondo entre despegue y aterrizaje, una extensioÌn azul que nos tranquiliza en el mapa del monitor de vuelo cada vez que el avioÌn se lanza sobre ella. Es para el ocio y las playas y los fish and chips, no para su uso o para el trabajo. QuizaÌ creamos que todo viaja por aire, o maÌgica e instantaÌneamente, como la informacioÌn (que tambieÌn en nuestros diÌas se halla sujeta a cables submarinos), y no en fornidos buques que avanzan maÌs despacio de lo que pueda conducir un anciano.
La inexistencia de la navegacioÌn en nuestro imaginario colectivo puede verificarse al hojear las paÌginas de los grandes perioÌdicos. Hace cincuenta anÌos, las noticias de los embarques eran realmente noticia. Cada partida de cargamentos se transmitiÌa a diario. En la actualidad, el comercio maÌs necesario del planeta se ha visto desplazado en su mayor parte a las paÌginas de perioÌdicos especiÌficos del comercio, como el Lloyd's List y el Journal of Commerce, publicaciones hermosas, pero lejos del alcance de la mayoriÌa si tenemos en cuenta que una suscripcioÌn anual al Lloyd's List cuesta maÌs de 2.000 doÌlares. En 1965, la navegacioÌn ocupaba un papel tan central en la vida diaria de Londres que, al dejar atraÌs el muelle de la Torre Pier para remontar el TaÌmesis, la barcaza fuÌnebre de Winston Churchill embarcoÌ enfrente de las gruÌas del muelle mientras eÌstas saludaban moviendo sus pescantes con todo el respeto. Hoy diÌa, las gruÌas ya no se mueven, se han convertido en mobiliario urbano para un muelle que ahora acoge apartamentos caros y apaÌticos restaurantes.
Los seres humanos llevan cuatro mil anÌos embarcando. En el siglo XV antes de Cristo, la faraona egipcia Hatshepsut mandoÌ una expedicioÌn al PaiÌs de Punt y se trajo pieles de pantera y eÌbano, mirra y pigmeos danzantes. QuizaÌs Hatshepsut pasa por ser la primera magnate de la marina mercante, antes de ser reemplazada por romanos, fenicios y griegos (desde luego fue la uÌnica faraona egipcia que preferiÌa ser llamada faraoÌn).
La historia de la marina mercante estaÌ llena de esa clase de regalos y tesoros. Cardamomo, seda, jengibre y oro, marfil y azafraÌn. Las rutas de las Especias, del TeÌ, la Sal, el AÌmbar y el Incienso. HabiÌa vientos alisios, pueblos de marineros, barcos de vela, caos y color. Ahora, en cambio, hay rutas de carga, escalas, contenedores y todo el friÌo mecanismo de la industria moderna, si bien la intriga y la fortuna continuÌan presentes. Los buques de Maersk realizan rutas regulares con el nombre de Boomerang y Yo Yo –de Australia a Yokohama– o de Bossa Nova y Samba, alrededor de SudameÌrica. Quedan ricos magnates escandinavos, griegos y daneses, pertenecientes a companÌiÌas familiares con tal nivel de privacidad que hacen que un banquero suizo parezca locuaz. Las companÌiÌas mercantes puÌblicamente registradas constituyen auÌn una minoriÌa. Hasta la gente del negocio mercante admite que su industria es cerrada, insular, difiÌcil. En este negocio se considera normal que la asociacioÌn griega oficial de propietarios de barco rehuÌse decir cuaÌntos miembros la componen, aunque podriÌa hacerlo.