“Uno debe pagar sus deudas”. La razón por la que esta frase es tan poderosa es que no se trata de una declaración económica: es una declaración moral
David Graeber
Hace dos anÌos, por una serie de extraordinarias coincidencias, asistiÌ a una fiesta en el jardiÌn de la AbadiÌa de Westminster. Me sentiÌa un poco incoÌmodo. No es que los demaÌs invitados no fueran agradables y amistosos, ni que el padre Graeme, organizador del acontecimiento, no fuera un anfitrioÌn encantador y amable. Pero me encontraba fuera de lugar. En cierto momento el padre Graeme intervino para decirme que habiÌa alguien, cerca de una fuente cercana, a quien me gustariÌa conocer. ResultoÌ ser una joven esbelta e inteligente que, seguÌn me explicoÌ, era abogada, «pero del tipo activista. Trabaja para una fundacioÌn que proporciona apoyo legal para los grupos que luchan contra la pobreza en Londres. Creo que tendraÌn ustedes mucho de qué hablar».
Y conversamos. Me habloÌ de su trabajo. Le conteÌ que durante anÌos habiÌa estado implicado en el movimiento global por la justicia social («movimiento antiglobalizacioÌn», como estaba de moda llamarlo en los medios de comunicacioÌn). Ella sentiÌa curiosidad. Por supuesto, habiÌa leiÌdo mucho acerca de Seattle, GeÌnova, los gases lacrimoÌgenos y las batallas callejeras, pero... bueno, ¿habiÌamos conseguido algo con todo eso?
«En realidad», repliqueÌ, «es asombroso todo lo que conseguimos en aquellos dos primeros anÌos».
«¿Por ejemplo?»
«Bueno, por ejemplo casi conseguimos destruir el FMI.» ResultoÌ que ella desconociÌa lo que era el FMI, de modo que le expliqueÌ que el Fondo Monetario Internacional actuaba baÌsicamente como el ejecutor de la deuda mundial: «Se puede decir que es el equivalente, en las altas finanzas, a los tipos que vienen a romperte las dos piernas».
Me lanceÌ a ofrecerle un contexto histoÌrico, explicaÌndole coÌmo, durante la crisis del petroÌleo de los 70, los paiÌses de la OPEP acabaron colocando una parte tan grande de sus recieÌn descubiertas ganancias en los bancos occidentales que eÌstos no sabiÌan en queÌ invertir el dinero; de coÌmo, por tanto, Citibank y Chase comenzaron a enviar agentes por todo el mundo para convencer a dictadores y poliÌticos del Tercer Mundo de acceder a preÌstamos (en aquella eÌpoca lo llamaban go-go banking); coÌmo estos preÌstamos comenzaron a tipos de intereÌs extraordinariamente bajos soÌlo para dispararse casi inmediatamente a tipos de maÌs del 20 por ciento por las estrictas poliÌticas de EE.UU. a principios de los 80; coÌmo esto llevoÌ, durante los anÌos 80 y 90, a la gran deuda de los paiÌses del Tercer Mundo; coÌmo aparecioÌ entonces el FMI para insistir en que, a fin de obtener refinanciacioÌn de la deuda, los paiÌses pobres deberiÌan abandonar las subvenciones a los alimentos baÌsicos, o incluso sus poliÌticas de mantener reservas de alimentos; asiÌ como la sanidad y la educacioÌn gratuitas; y coÌmo todo esto habiÌa llevado al colapso y abandono de algunas de las poblaciones maÌs desfavorecidas y vulnerables del planeta. HableÌ de pobreza, del saqueo de los recursos puÌblicos, del colapso de las sociedades, de violencia y desnutricioÌn endeÌmicas, de falta de esperanzas y de vidas rotas.
«Pero ¿cuaÌl era tu posicioÌn?», preguntoÌ la abogada. «¿Acerca del FMI? QueriÌamos abolirlo.»
«No, acerca de la deuda del Tercer Mundo.»
«TambieÌn la queriÌamos abolir. La exigencia inmediata era que el FMI dejara de imponer poliÌticas de ajuste estructural, que eran las que causaban el danÌo inmediato, pero resultoÌ que lo conseguimos sorprendentemente raÌpido. El objetivo a largo plazo era la condonacioÌn. Algo al estilo del Jubileo biÌblico.* Por lo que a nosotros concerniÌa, treinta anÌos de dinero fluyendo de los paiÌses maÌs pobres a los ricos era maÌs que suficiente.»
«Pero», objetoÌ ella, como si fuera lo maÌs evidente del mundo, «¡habiÌan pedido prestado el dinero! Uno debe pagar sus deudas». Fue entonces cuando me di cuenta de que eÌsta iba a ser una conversacioÌn muy diferente de la que habiÌa imaginado al principio.
¿Por doÌnde comenzar? PodriÌa haber comenzado explicando que estos preÌstamos los habiÌan tomado dictadores no elegidos que habiÌan puesto la mayor parte del dinero en sus bancos suizos, y pedirle que contemplara la injusticia que suponiÌa insistir en que los preÌstamos se pagaran no por el dictador, o incluso sus compinches, sino directamente sacando la comida de las bocas de ninÌos hambrientos. O que me dijera cuaÌntos de esos paiÌses ya habiÌan devuelto dos o tres veces la cantidad que les habiÌan prestado, pero que por ese milagro de los intereses compuestos no habiÌan conseguido siquiera reducir significativamente su deuda. PodriÌa tambieÌn decirle que habiÌa una diferencia entre refinanciar preÌstamos y exigir, para tal refinanciacioÌn, que los paiÌses tengan que seguir ciertas reglas del maÌs ortodoxo mercado disenÌadas en ZuÌrich o en Washington por personas que los ciudadanos de aquellos paiÌses no habiÌan escogido ni lo hariÌan nunca, y que era deshonesto pedir que los paiÌses adopten un sistema democraÌtico para impedir que, salga quien salga elegido, tenga control sobre la poliÌtica econoÌmica de su paiÌs. O que las poliÌticas impuestas por el FMI no funcionaban. Pero habiÌa un problema auÌn maÌs baÌsico: la asuncioÌn de que las deudas se han de pagar.
En realidad, lo maÌs notorio de la frase «uno ha de pagar sus deudas» es que, incluso de acuerdo a la teoriÌa econoÌmica estaÌndar, es mentira. Se supone que quien presta acepta un cierto grado de riesgo. Si todos los preÌstamos, incluso los maÌs estuÌpidos, se tuvieran que cobrar (por ejemplo, si no hubiera leyes de bancarrota) los resultados seriÌan desastrosos. ¿Por queÌ razoÌn deberiÌan abstenerse los prestamistas de hacer un preÌstamo estuÌpido?
«Bueno, seÌ que eso parece de sentido comuÌn, pero lo curioso es que, en teÌrminos econoÌmicos, no es asiÌ como se supone que funcionan los preÌstamos. Se supone que las instituciones financieras son maneras de redirigir recursos hacia inversiones provechosas. Si un banco siempre tuviera garantizada la devolucioÌn de su dinero maÌs intereses, sin importar lo que hiciera, el sistema no funcionariÌa.
Imagina que yo entrara en la sucursal maÌs proÌxima del Royal Bank of Scotland y les dijera: “SabeÌis, me han dado un buen soplo para las carreras. ¿CreeÌis que me podriÌais prestar un par de millones de libras?”. Evidentemente se reiriÌan de miÌ. Pero eso es porque saben que si mi caballo no gana no tendriÌan manera de recuperar su dinero. Pero imagina que hubiera alguna ley que les garantizara recuperar su dinero sin importar queÌ pasara, incluso si ello significara, no seÌ, vender a mi hija como esclava o mis oÌrganos para trasplantes. Bueno, en tal caso, ¿por queÌ no? ¿Para queÌ molestarse en esperar que aparezca alguien con un plan viable para fundar una lavanderiÌa o algo similar? BaÌsicamente eÌsa es la situacioÌn que creoÌ el FMI a escala mundial... y es la razoÌn de que todos esos bancos estuvieran deseosos de prestar miles de millones de doÌlares a esos criminales, en primer lugar.»
No llegueÌ mucho maÌs lejos porque en ese momento aparecioÌ un banquero borracho que, tras darse cuenta de que hablaÌbamos de dinero, comenzoÌ a contar chistes acerca de riesgo moral, que de alguna manera no tardaron en convertirse en una historia larga y no especialmente interesante acerca una de sus conquistas sexuales. Me alejeÌ del grupo.
Sin embargo, la frase siguioÌ resonando en mi cabeza durante varios diÌas.
«Uno debe pagar sus deudas.»
La razoÌn por la que es tan poderosa es que no se trata de una declaracioÌn econoÌmica: es una declaracioÌn moral. Al fin y al cabo, ¿no trata la moral, esencialmente, de pagar las propias deudas? Dar a la gente lo que le toca. Aceptar las propias responsabilidades. Cumplir con las obligaciones con respecto a los demaÌs como esperariÌamos que los demaÌs las cumplieran hacia nosotros. ¿QueÌ mejor ejemplo de eludir las propias responsabilidades que renegar de una promesa, o rehusar pagar una deuda?
Me di cuenta de que era esa aparente evidencia la que la haciÌa tan insidiosa. Era el tipo de frase que haciÌa parecer blandas y poco importantes cosas terribles. Puede sonar fuerte, pero es difiÌcil no albergar sentimientos intensos hacia asuntos como eÌstos cuando uno ha comprobado sus efectos secundarios. Y yo lo habiÌa hecho. Durante casi dos anÌos viviÌ en las tierras altas de Madagascar. Poco antes de que yo llegara habiÌa habido un brote de malaria. Se trataba de un estallido especialmente virulento, porque muchos anÌos atraÌs la malaria se habiÌa erradicado de las tierras altas de Madagascar, de modo que, tras un par de generaciones, la gente habiÌa perdido su inmunidad.
El problema era que costaba dinero mantener el programa de erradicacioÌn del mosquito, pues exigiÌa pruebas perioÌdicas para comprobar que el mosquito no comenzaba a reproducirse de nuevo, asiÌ como campanÌas de fumigacioÌn si se descubriÌa que lo haciÌa. No mucho dinero, pero debido a los programas de austeridad impuestos por el FMI, el gobierno habiÌa tenido que recortar el programa de monitorizacioÌn. Murieron diez mil personas. Me encontreÌ con madres llorando por la muerte de sus hijos. Uno puede pensar que es difiÌcil argumentar que la peÌrdida de diez mil vidas humanas estaÌ realmente justificada para asegurarse de que Citibank no tuviera peÌrdidas por un preÌstamo irresponsable que, de todas maneras, ni siquiera era importante en su balance final. Pero he aquiÌ a una mujer perfectamente decente, una mujer que trabajaba en una fundacioÌn caritativa, nada menos, que pensaba que era evidente. Al fin y al cabo, debiÌan el dinero, y uno ha de pagar sus deudas.
***
Durante las semanas siguientes la frase seguiÌa acudiendo a mi pensamiento. ¿Por queÌ la deuda? ¿QueÌ hace que este concepto sea tan extraordinariamente poderoso? La deuda de los consumidores es la sangre de nuestra economiÌa. Todos los estados-nacioÌn modernos estaÌn construidos sobre la base del gasto deficitario. La deuda se ha erigido en tema central de la poliÌtica internacional. Pero nadie parece saber exactamente queÌ es ni queÌ pensar de ella.
El mismo hecho de que no sepamos queÌ es la deuda, la propia flexibilidad del concepto, es la base de su poder. Si algo ensenÌa la historia, es que no hay mejor manera de justificar relaciones basadas en la violencia, para hacerlas parecer eÌticas, que darles un nuevo marco en el lenguaje de la deuda, sobre todo porque inmediatamente hace parecer que es la viÌctima la que ha hecho algo mal. Los mafiosos comprenden perfectamente esto. TambieÌn los comandantes de los ejeÌrcitos invasores. Durante miles de anÌos los violentos han sabido convencer a sus viÌctimas de que les deben algo. Como miÌnimo, que «les deben sus vidas», una frase hecha, por no haberlos matado.
Hoy en diÌa, por ejemplo, la agresioÌn militar estaÌ tipificada como crimen contra la humanidad, y los tribunales internacionales, cuando se los convoca, suelen exigir a los agresores el pago de una compensacioÌn. Alemania tuvo que pagar enormes indemnizaciones tras la Primera Guerra Mundial, e Irak auÌn estaÌ pagando a Kuwait por la invasioÌn militar de Sadam Hussein en 1990. Sin embargo, la deuda del Tercer Mundo, la de paiÌses como Madagascar, Bolivia y Filipinas, parece funcionar de manera exactamente opuesta. Los paiÌses deudores del Tercer Mundo son casi exclusivamente naciones que en alguÌn momento fueron atacadas y conquistadas por las potencias europeas, a menudo las potencias a las que deben el dinero.
En 1895, por ejemplo, Francia invadioÌ Madagascar, depuso el gobierno de la entonces reina Ranavalona III y declaroÌ el paiÌs colonia francesa. Una de las primeras cosas que hizo el general Gallieni tras la «pacificacioÌn», como les gustaba llamarla, fue imponer pesados impuestos a la poblacioÌn malgache, en parte para poder pagar los gastos generados por haber sido invadidos, pero tambieÌn, dado que las colonias teniÌan que ser autosuficientes, para sufragar los costes de la construccioÌn de viÌas feÌrreas, carreteras, puentes, plantaciones y demaÌs infraestructuras que el reÌgimen franceÌs deseaba construir. A los contribuyentes malgaches nunca se les preguntoÌ si queriÌan aquellas viÌas feÌrreas, carreteras, puentes, y plantaciones, ni se les permitioÌ opinar acerca de coÌmo y doÌnde se construiÌan.
Al contrario: durante el siguiente medio siglo, la policiÌa y el ejeÌrcito franceÌs masacraron a un buen nuÌmero de malgaches que se opusieron con demasiada fuerza al acuerdo (maÌs de medio milloÌn, seguÌn algunos informes, durante una revuelta en 1947). Madagascar nunca ha causado un danÌo comparable a Francia. Pese a ello, desde el principio se dijo a los malgaches que debiÌan dinero a Francia, y hasta hoy en diÌa se mantiene a los malgaches en deuda con Francia, y el resto del mundo acepta este acuerdo como algo justo. Cuando la «comunidad internacional» percibe alguÌn problema moral es cuando el gobierno de Madagascar se muestra lento en el pago de sus deudas.
Pero la deuda no es soÌlo la justicia del vencedor; puede ser tambieÌn una manera de castigar a ganadores que no se suponiÌa que debieran ganar. El ejemplo maÌs espectacular de esto es la historia de la RepuÌblica de HaitiÌ, el primer paiÌs pobre al que se colocoÌ en un estado de esclavitud mediante deuda. HaitiÌ era una nacioÌn fundada por antiguos esclavos de plantaciones que cometieron la temeridad no soÌlo de rebelarse, entre grandes declaraciones de derechos y libertades individuales, sino tambieÌn de derrotar a los ejeÌrcitos que NapoleoÌn envioÌ para devolverlos a la esclavitud.
Francia clamoÌ de inmediato que la nueva repuÌblica le debiÌa 150 millones de francos en danÌos por las plantaciones expropiadas, asiÌ como los gastos de las fallidas expediciones militares, y todas las demaÌs naciones, incluido Estados Unidos, acordaron imponer un embargo al paiÌs hasta que pagase la deuda. La suma era deliberadamente imposible (equivalente a unos 18.000 millones de doÌlares actuales) y el posterior embargo consiguioÌ que el nombre de HaitiÌ se convirtiera en sinoÌnimo de deuda, pobreza y miseria humana desde entonces.
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* [Nota del traductor]: En la tradicioÌn hebrea, cada cincuenta anÌos se celebraba el Jubileo, un anÌo de celebraciones religiosas en el que todas las deudas quedaban automaÌticamente saldadas. Esto modificaba radicalmente toda compra, puesto que se entendiÌa que ninguna adquisicioÌn era para siempre, sino que quedaba cancelada en el siguiente Jubileo.
David Graeber